Me habían dicho: «Es una hermana de París». Es una hermana de París que tiene los ojos más azules de tanto mirarse en el espejo del Danubio. Hay en la ciudad una alegría comunicativa, y si no la gracia impregnada de parisina, posee la elegancia, la gallardía de la seducción.
Para mí, Viena y vals eran dos ideas juntas en mi mente. Viena, vals, placer. Un gran torbellino de mujeres hermosas en brazos de magníficos danzadores, deslizándose en anchas salas lisas, mientras afuera pasaban sonoros carruajes, se alzaban soberbios monumentos, bullía el mundo. Más o menos, he podido encontrar realizada esa imaginación, con mucho progreso además y mucho jardín atrayente, y mucho divertimiento, y mucha belleza femenina, y el centenario del padre del vals, Joseph Johan Strauss, que acaba de celebrarse. En su honor me he invitado a almorzar en el Volksgarten. En su honor y con una reverencia al poeta Grillparzer, cuyo monumento se alza no lejos de donde me sirven excelente rostbraten y una Pilsen de oro pálido, que es como líquida seda helada, mientras la brava orquesta anima el suave aire con ritmos armoniosos y ondulantes. En este mismo jardín fue donde Strauss dirigió la suya. Aquí nació el vals, a cuyos compases se balanceó el orbe; el vals, halago de la melancolía, lengua del gozo, música de amor, creación de un músico minor, pero que adoptarían los más altos y mayores, como Weber, como Chopin, como el mismo poderoso Beethoven. ¿Que Lanner, el amigo y rival, tuvo parte en el invento? Nadie se acuerda de Lanner, hoy, como no sea para hacer constar que tenía mucho menos talento que Strauss.
Juraría que no hay uno solo de los que lean estas líneas, que no haya tenido en su vida un momento de animado placer, o de dulce tristeza, al mágico brotar de esa pequeña y cristalina cascada melodiosa que se llama El Danubio azul… Yo le debo muy copiosa cosecha de recuerdos y de ensueños, ya lanzada por las orquestas, ejecutada en confidenciales pianos, o suspirada por errantes organillos; sobre todo por los organillos…
También como París, es este un país de arte, y en una avenida os encontraréis con un grande y pensativo Goethe, sentado en su sillón de bronce, o en una plazuela con un Mozart, joven y airoso, o con Beethoven, o con Schiller; y en todas partes, un ambiente propicio al pensamiento. Y, sobre todo, un invisible soplo que incita al placer. En París hay más vicio que goce, aquí más goce que vicio. De todas maneras, aquí lanzó su último aliento el probo y sensato Marco Aurelio, que entre sus mejores sentencias ha dejado esta, si poco purista, muy cuerda: «En general, el vicio no daña al mundo, y en particular, no daña sino a aquel que no puede abandonarlo cuando quiere».
Viena placentera, pero también Viena laboriosa, pensadora, política, sentimental, artística, guerrera, religiosa. Todo encontraréis a vuestro paso. Aquí su palacio imperial; su catedral, enorme vegetación de piedra; más allá Santa María Stiegen, vasto bouquet de ojivas y flechas, lo antiguo; y más allá, su teatro de la Ópera, con su peristilo coronados por dos caballeros de bronce, lo moderno; o el Hofburgtheater, serio y elegante, al cual se llega por entre dos filas de estatuas de mármol, que tienen por fondo verdores de árboles y macizos de flores; o la Rathaus imponente con su elevada torre central; o el palacio de Reichsrat, y el frontispicio del Parlamento, todo griego; y ante este último, mientras a sus pies, entre simulacros marmóreos, se vierte el agua armoniosa de un ánfora, Palas Atenea, gigantesca, se apoya en su lanza de oro y tiene en la diestra la alada Victoria.
Dulces rincones amorosos, blandos retiros, labrados quioscos y curvos chorros de agua, en los jardines, en el Stadtpark, lleno de risas de niños; en Schwarzenberg, fácil a las citas y a los suspiros, o en el mismo Volksgarten, con su templo a Teseo, y sus alamedas, sus umbrías, sus tibios nidos, sus fragancias de parques y sus rumores de bosque. O allá, en el Prater, que si no vale el Bois parisiense, tiene especiales atractivos, en sus recodos de floresta y sus techumbres de hojas y su larguísima avenida. Mas, nada como ese fastuoso e histórico Schönbrunn, donde recordáis a Versalles y a Le Nôtre, y al gran Napoleón, y al triste Aiglon, hijo del Águila. Flota un ambiente singular entre las bien ordenadas arquitecturas vegetales, entre los templetes de ramas y las verdes cúpulas y arcadas que forman los recortados tilos, las copas educadas y pomposas de los castaños. Las mitologías de las fuentes se bañan en la exhalación de vaporizadas perlas de su propia lluvia. Grata quietud invita a sentarse en los místicos bancos de los parterres, a meditar, a soñar, a imaginarse las bellas representaciones de la historia, mientras en su magnífica altura, la Gloriette destaca sobre el fondo celeste su pórtico soberbio, aún persistente decoración de más de una comedia y drama imperiales y reales.