El 13 de agosto de 1893, Rubén Darío, cónsul general de Colombia, descendía del vapor francés Diolibah en el puerto de Buenos Aires. «Y heme aquí, por fin, en la ansiada ciudad de Buenos Aires, adonde tanto había soñado llegar desde mi permanencia en Chile» (Vida, I, 108).[138] El 8 de diciembre de 1898, a bordo del Vittoria, saldrá Rubén del puerto de La Plata hacia España y París de Francia, enviado como corresponsal de La Nación.
Este es el lapso de su permanencia en la Argentina. Llegó al país precedido de cierto renombre y con el pasaporte literario de Azul… Alternó con la guardia vieja y con los jóvenes insurgentes que se nuclearon en su torno. Colaboró con crónicas, poemas, ensayos, cuentos y crítica literaria en La Nación, La Prensa, El Tiempo, La Tribuna, Argentina, El Sol, Revista Nacional, Colombia, Buenos Aires, La Biblioteca, El Búcaro Americano, La Ilustración Sudamericana y otras publicaciones del momento. Dos años más tarde reunió un conjunto de estudios sobre escritores de diversa nacionalidad y despareja calidad literaria, en el volumen que tituló Los raros. El mismo año (1896) anunció un libro de poemas, Prosas profanas y otros poemas, que habría de editarse en enero del año inmediato. Estos son los dos libros porteños de Darío, y en ellos se centra una etapa fundamental del modernismo.[139]
Ocho años median entre Azul… y Prosas profanas y otros poemas. Cuando se comparan ambas obras se advierte la sensible evolución cumplida por el poeta. Tal vez sirvan, como un puente entre los dos libros, algunos de los poemas agregados al primero en la edición de 1890, como «De invierno», «J. J. Palma» o «Parodi», que exhiben nuevas modalidades respecto de las anteriores piezas de Azul…[140]
En ese estadio intermedio, Darío, además, había proyectado cinco nuevos libros de poemas, que quedarían relegados a su «bibliografía de sombras». Me refiero al Libro del trópico —al que podría haber pertenecido «Sinfonía en gris mayor»—, El libro de los ídolos —al que habría de incorporarse «Tutecotzimí»— y Rojo y negro. De los tres adelantó los títulos. A estos proyectos deben sumarse dos más que hizo figurar el autor en la contraportada de Prosas profanas y otros poemas: «Aparecerán próximamente: Poesía: Palenke (poema) 1 volumen y El triunfo del fauno (poema) 1 volumen». Hipotéticamente, Palenke podría estar emparentado, si no era su sucedáneo, con El libro de los ídolos, con materia alusiva a la América precolombina. En tanto, El triunfo del fauno estaría relacionado con los asuntos mitológicos, sobreabundantes en el poemario de 1896.
La tarea de reunir los textos para el nuevo libro, Prosas profanas y otros poemas, la cumplieron los mismos amigos que lo secundaron en la edición de Los raros: Ángel de Estrada y Miguel de Escalada. La primera edición, datada en 1896, contendría 33 poemas, de los cuales 19 fueron publicados en Buenos Aires por primera vez (I, II, III,V, VI, VII, X, XI, XII, XIV, XV, XVI, XVII, XIX, XX, XXIV, XXV, XXIX y XXX), entre 1893 y 1896; dos, en La Habana (VIII y IX), dos en España (XXI y XXXI), dos en Guatemala (XXII y XXVI) y uno en Costa Rica (XXXII). No parecen haber sido dados a conocer en publicación periódica previa al libro cuatro de los poemas (XIII, XXIII, XXVII y XXXIII). Pero de los infechados por Duffau he descubierto que «Ite, missa est» (XVIII) fue publicado en la revista Colombia, dirigida por Alejandro Carbó y Augusto Bunge, en Buenos Aires, n.o 3, 1895. El poema más antiguo es «Sinfonía en gris mayor», XXVI (21 de febrero de 1891) y los últimos, «Mía» y «Dice mía» (3 de enero de 1897), que fueron dados a conocer, pero en versión diferente, cuando el libro ya estaba impreso, aunque no distribuido. Prosas profanas reúne, pues, poemas escritos entre 1891 y 1896. En dos oportunidades Darío consignó la idea del proyectado poemario para el cual ya había elegido título dos años antes de su concreción: «De un próximo libro de versos: Prosas profanas», dice en el acápite de «Divagación» (7 de diciembre de 1894) y en el epígrafe de «Sonatina» leemos «Prosas profanas» (17 de junio de 1895). En la revista ilustrada Buenos Aires (año II, n.o 61, domingo 7 de junio de 1986, p. 14) publicó un poema que llevaba por título «Rosas profanas», sin duda, errata por «Prosas». Este poema pudo figurar en el seno del poemario, pues es consonante con su espíritu, pero no fue incluido; tampoco incorporó otros textos afines de la etapa argentina: «Florentina» (PC, 962), los sonetos de «Wagneriana» (PC, 963-964), «Flor argentina» (PC, 965), «Mima» (PC, 965-966), «Toast» (PC, 975-976), «Porteña» (PC, 964). «Flirt» (PC, 759), aunque incluido en El canto errante, es «prosaprofaniano».[141] La edición de la obra fue costeada por Carlos Vega Belgrano, director entonces de El Tiempo.
Aunque se publicaron reseñas sobre la obra a mediados de enero de 1897, el libro apareció más tarde, pero con año de impresión 1896. El 1 de enero de 1897 Darío encontró en el libro ya impreso un error en la p. 56, en el v. 11 del poema «Garçonnière»; «Un brujo decía versos como rosas», en lugar de «Un bruno…». Corrige la errata e incluye la dedicatoria «A G. Grippa» en el poema. Devuelve lo impreso a Coni, con una esquela:
Mi estimado Sr. Coni:
Sírvase ordenar un nuevo tiraje de la página adjunta, con las correcciones hechas. Una de ellas fue ya corregida por mí en la primera prueba. El tiraje es necesario, de cualquier manera. Su atto. S. S.
1.o de enero de 1897.
R. Darío
La preocupación de Darío por la impecabilidad de su poemario demoró la impresión y distribución. Esta comenzaría hacia el 21 de aquel mes, porque en esa fecha le indica en otra esquela al editor que envíe los libros al Ateneo, calle de Florida.[142]
Al trashojar las páginas del libro muchos de sus lectores se desconcertaron: el título prometía «prosas» y la obra contenía «versos». La extraña nominación fue vista por algunos hostiles como otra forma de manifestación de la arbitraria corriente poética que el autor acaudillaba. Darío mismo, en su Vida, acude a fundamentar la elección del nombre: «Muchos de los contrarios se sorprendieron hasta del título del libro, olvidando las prosas latinas de la Iglesia, seguidas por Mallarmé en la dedicada al “Des Esseintes”, de Huysmans; y sobre todo, las que hizo en “román paladino” uno de los primitivos de la castellana lírica. José Enrique Rodó explicó y Rémy de Gourmont me había manifestado ya respecto a dicho título, en una carta: “C’est une trouvaille”» (I, 117-118).
El vocablo «prosa» fue utilizado en el himnario litúrgico de la Iglesia católica para designar un tipo de composición poética en versos habitualmente hepta u octosílabos, en estrofas de diversa estructura. Darío, en Los raros, a propósito de los Vitraux, de Laurent Tailhade, dice: «Para escribir estos poemas he debido recorrer los viejos himnarios, las prosas, los antiguos cantos de la Iglesia; las secuencias de Notker, las de Hildegarda, las de Godelschalk, y las poesías de aquel divino Hermannus Contractus que nos dejó la perla de la Salve Regina» (II, 396).
La vuelta a los autores primitivos y el manejo del vocabulario «sagrado» o «sacro» con sentido «profano» significa una clara filiación de su poemario en la trasposición de ámbitos.
Otro antecedente que convocó la atención de Darío para el uso del vocablo «prosa» en su sentido litúrgico coral —y que es anterior a los Vitraux—, es el poema de Stéphane Mallarmé: «Prose. Pour Des Esseintes» (1895), compuesto en heptasílabos que forman cuartetas de rimas consonantes alternas. Sin duda fue un hallazgo, un acierto cargado de sugerencia. Más aún, podríamos decir que algo contiene ese título oximorónico de la sostenida y honda tensión anímica de Rubén, entre el goce de lo vital, su paganía y su religiosidad profunda. Sus versos «paganos» significan el goce intenso de los sentidos, el ímpetu de las pasiones, la exaltación de la belleza corporal; vertiente de su ser que encarna en el sátiro, el fauno, la bacante, el dios Pan y la diosa de muchos nombres, la más invocada en su poesía, como Venus, Afrodita, Anadiómena. Frente a esta celebración sensual su conciencia espiritual, su vocación trascendente de la vida y de mundo, planta sus banderas. El allegamiento, el entrecruzamiento designativo que el título supone, es una forma de la expresión de esa confluencia —que llega a ser agónica en Darío— en que vivió el poeta su dualismo espiritual.
A su vez, se impone recordar la figura Gonzalo de Berceo, a quien dedica Darío un soneto en nuestro libro. «Quiero fer una prosa en román paladino» (Santo Domingo, 2.ª). Los ejemplos abundan en la lengua medieval, ratificando el uso berceano.[143]
Pero lo realmente creativo en Darío es la adjetivación de profanas, con que califica al término técnico «prosas», con lo cual invierte la perspectiva en que nos sitúa la acepción y la carga semántica del sustantivo y nos propone una personal concepción: componer poemas celebrantes de las realidades carnales y sensuales con la misma unción con que los medievales trazaban sus poemas litúrgicos.
Pero este procedimiento de desplazar lo sacro o litúrgico de su ámbito propio, no concluye en el título. Los Santos Padres de las Letras (para usar del recurso) desde Baudelaire en adelante, lo practicaron, aplicando símbolos y elementos de la liturgia o designaciones teológicas a las realidades mundanas y, en muchos casos, hasta las demoníacas. En Darío, nunca se dan estas relaciones asociadas a la blasfemia o a lo herético o satánico.
«… voces insinuantes, buena y mala intención […] solicitaron lo que, en conciencia, no he creído ni fructuoso ni oportuno: un manifiesto», dice Darío en el primer parágrafo de sus declaraciones iniciales. En 1906 apuntará: «Me complazco en reconocerme el ser menos pedagógico de la tierra», en una notícula previa a Opiniones (1906). Y, en efecto, lo era. Darío afirmó en varias ocasiones su condición de abanderado y cabeza del nuevo movimiento literario hispanoamericano. Al quedar solo en el panorama literario de América —con la desaparición, hacia 1896, de Martí, Del Casal, Silva y Gutiérrez Nájera— reafirmó su condición de renovador y asumió la magistratura personal de la nueva corriente. Pero si bien consolidó y manifestó su papel de adalid de la causa nueva, mantuvo dos constantes en su conducta: no proclamó jamás un manifiesto poético ni redujo a estrechez escolar el movimiento. «Yo no soy jefe de escuela ni aconsejo a los jóvenes que me imiten […] y no he de ir a hacer prédicas de decadentismo ni aplaudir extravagancias y dislocaciones literarias» (IV, 701).
De las tres razones que esgrime para no producir un manifiesto, es la tercera la inmodificable; puesto que sí puede producirse la elevación espiritual de América y los «nuevos» pueden alcanzar nítida conciencia de su arte. En cambio, la tercera dice: «Porque proclamando, como proclamo, una estética acrática, la imposición de un modelo o de un código implicaría una contradicción». La acracia, que reafirma en el segundo parágrafo, vuelve a reiterarla en otros sitios: «No busco el que nadie piense como yo. ¡Libertad, libertad! mis amigos». «Y no os dejéis poner librea de ninguna a clase» (I, 228). La única ley es la individualidad. «Sé tú mismo: esta es la regla» (IV, 880). La individualidad creadora, la acracia o acratismo estético, es el primer principio que sustenta en las «Palabras liminares». Junto a él avanza una actitud de rechazo de la chatura y la mediocridad.
Esta condena del chabacano, del guarango, volverá a asentarla en el «Prefacio» de CVE: «Mi respeto por la aristocracia del pensamiento, por la nobleza del Arte, siempre es el mismo. Mi antiguo aborrecimiento a la mediocridad, a la mulatez intelectual, a la chatura estética». Junto al acratismo, un aristocratismo estético. En sus páginas sobre Prosas profanas y otros poemas, comenta: «El período de ardua lucha que hube de sostener, en unión de mis compañeros y seguidores, en Buenos Aires, en defensa de las ideas nuevas, de la libertad del arte, de la acracia, o, si se piensa bien, de la aristocracia literaria» (PP, I, 204).
El tercer concepto que Darío rubrica es el de cierto turrieburnismo, esto es, el arte como refugio o torre de marfil intocada por la realidad cotidiana («La torre de marfil tentó mi anhelo; / quise encerrarme dentro de mí mismo»). Reafirma su vocación por el arte con la imagen del monje calígrafo que dibuja las mayúsculas de su leccionario. Y empalma con la alusión al mundo medieval: «(A través de los fuegos divinos de las vidrieras historiadas, me río del viento que sopla afuera, del mal que pasa)». Adviértase cómo grafica su refugio en la figura del paréntesis, que lo cobija y encierra en sí. El poeta ve el mundo exterior desde el cobijo de un «interior», y lo ve «a través» de la coloreada escena de los vidrios, lo que supone una estilización estetizante de la realidad exterior, vista a través del cristal del arte. El viento es símbolo de lo tornadizo, de lo cambiante en su dinamismo alterador, que impide el estatismo y la quietud contemplativa o la delectación morosa. En ese mundo de arte, el mal mundo no se filtra; es solo un espectáculo, una figura pasante que es contemplada con distancia y sin riesgo. Este escueto paréntesis de Darío es revelador de su actitud profunda. El paréntesis es una voz baja de confidencia que nos allega una preferencia espiritual honda.
Convoca a las campanas para que repiquen llamándolo al rito de amor de la Mujer, «eterno incensario de carne»; el odor feminae es el incienso y la Varona, un vivo turíbulo. El órgano que ha de poner música a la ceremonia profana será «un viejo clavicordio pompadour», en el que se acusa un ánimo vuelto al recortado y ajardinado siglo XVIII, de espaldas al presente inhóspito. A las notas de acracia y de aristocracia, súmase la del esteticismo: «… ¡qué queréis!, yo detesto la vida y el tiempo en que me tocó nacer». He aquí la raíz del escapismo, otra de las notas peculiares de Prosas profanas y otros poemas, huida del presente. Historiando su propia conducta de entonces, comenta en otro sitio: «Podía dedicar mis vagares al ejercicio del puro arte y de la creación mental. Mas abominando la democracia funesta a los poetas, así sean sus adoradores como Walt Whitman, tendí hacia el pasado, a las antiguas mitologías y a las espléndidas historias, incurriendo en la censura de los miopes» (PP, I, 206).
El presente prosaico, materialista y agresivo le sugiere al poeta varias vías de fuga. En el tiempo, al pasado, a la Grecia clásica o bizantina, a la Edad Media, a la Francia neoclásica, ámbitos culturales de la historia europea. Consciente de ello, reflexiona: «(Si hay poesía en nuestra América, ella está en las cosas viejas: en Palenke y Utatlán, en el indio legendario y el inca sensual y fino, y en el gran Moctezuma de la silla de oro. Lo demás es tuyo, demócrata Walt Whitman)». Pero debemos advertir que la actitud de Darío no es de mero escapismo, sino que, al tiempo, renueva los motivos poéticos por demás reiterativos a la hora en que le toca aportar lo suyo: «No se tenía en toda la América española como fin y objeto poéticos más que la celebración de las glorias criollas, los hechos de la Independencia y la naturaleza americana: un eterno canto a Junín, una inacabable oda a la agricultura de la zona tórrida, y décimas patrióticas.[144] No negaba yo que hubiese un gran tesoro de poesía en nuestra épica prehistórica, en la conquista y aun en la colonia; más con nuestro estado social y político posterior llegó la chatura intelectual y períodos históricos más a propósito para el folletín sangriento que para el noble canto» (PP, I, 206). Darío, antes de Prosas profanas y otros poemas, se había vuelto hacia el mundo precolombino en una intención de indianismo poético, entendiendo por tal la estimación del elemento indio como motivo de creación estética, no el indigenismo. Una segunda vía de evasión —y de renovación de motivos y asuntos, y aun de geografía poética— tiende en él a «visiones de países lejanos». Apoyado en el modelo de los parnasianos, que rescatan poéticamente los mundos hiperbóreos y las lejanas comarcas de Oriente, Darío ensaya aquí con eficacia creativa su veta de exotismo: japonerías, chinerías, la India milenaria, en esquiciadas evocaciones. Pero hay otra dimensión más allá de la geografía real: la del mundo de los sueños y la libre imaginación, la Isla de Oro y el País de Sueño es que apuntan el «Coloquio de los Centauros», «Sonatina», «Marina», y otros textos.
El antepenúltimo de los parágrafos de las «Palabras liminares» señala sus filiaciones. El abuelo español le recuerda los nombres de Cervantes, Lope, Garcilaso, Quintana. A ellos Darío sumó los de santa Teresa, de parla coloquial, y los tres mayores ingenios barrocos del castellano: Gracián, Góngora y Quevedo. Es clara la intención de no renunciar a ninguna parcela de la tradición literaria hispánica y a su herencia de muchas y diversas talegas. A ello le sigue la apertura a tres literaturas, aludidas en los nombres de Shakespeare, Dante y Hugo, con lo que el talento positivo de Darío vuelve a sumar siempre. En un nuevo paréntesis, que el poeta destina a revelar, como a la sordina, sus personales preferencias, incluye a Verlaine: la dilección íntima y más ligada a su propia fisonomía.
Y una confidencia, de otra índole: «Abuelo, preciso es decíroslo: mi esposa es de mi tierra; mi querida, de París». De su tierra, de su América española, de su entrañable tradición hispánica, es su esposa: símbolo de lo fundacional, de lo raigal. Las escapadas ocasionales a su maridaje, que lo han rejuvenecido, son al espíritu luteciano. Pero su deslumbramiento no llegó a la ofuscación: «El meteco se pariniza» (I, 463) y es un mal la «parisitis» (II, 536). Y un par de ideas más no enunciadas en forma conceptual sino propuestas a través de imágenes que le placen. La primera, que el canto del poeta no ha de buscar el aplauso sino de quienes pueden por su calidad estimarlo, como el ruiseñor; y que la vocinglería (las ocas) no acallará el canto lírico.
«Prosas profanas» —publicado en La Nación (1 de junio de 1913), uno de los tres, junto con los dedicados a Azul… y a Cantos de vida y esperanza (6 y 18 de julio de 1913, respectivamente), y sobre la base de los cuales se inventó una obra no compuesta por Darío: Historia de mis libros— se constituye en la mejor guía para el libro de 1896, el autor quiso: «expresar mi sentimiento personal, tratar de mis procedimientos y de la génesis de los poemas en esta obra contenidos» (PP, I, 204).
La inicial de las seis secciones en que el libro dividió sus textos en la primera edición de 1896 es la que da el nombre a la obra; las restantes son: «Coloquio de los Centauros», «Varia», «Verlaine», «Recreaciones arqueológicas» y «El reino interior». La segunda y la sexta están constituidas por un solo poema. La segunda edición, de 1901, agregó tres nuevas secciones, la primera de las cuales la ocupa un poema solo: «Cosas del Cid», luego «Dezires, layes y canciones» y «Las ánforas de Epicuro».
La sección primera del libro contiene aquellas composiciones que han llevado a imponer la imagen de este como de un conjunto de «versallerías» y partícipe de un aire de cosmopolitismo. Esta caracterización se derrama y proyecta, con abusiva simplificación y extensión, a todo el volumen que, en rigor, tiene un contenido mucho más matizado que el que una crítica reductiva y simplista ha impuesto con errada estimativa. El poema inicial es de una magnífica creación escenográfica e imita el clima de las Fêtes galantes, de Verlaine y se apoya en los libros evocativos de la época dieciochesca de los Goncourt. También halla apoyo en fuentes pictóricas: «Arlequín y Colombina», «Baile bajo la columnata» y «Embarque para Citeres», de Antoine Watteau; el «Jardín del Amor», de Rubens y «Pastoral», de François Boucher. «Era un aire suave…» es el texto que más variaciones ha generado en la poesía coetánea de Darío, junto con «Sonatina». Es un poema magistral, donde campea la imagen de la frivolidad y se acompaña de un aire de molicie insinuante, voluptuosa y amanerada. En él Darío ha situado uno de los más viejos tópicos: la mujer tentadora entre dos hombres que la pretenden. Más allá de la ambientación del siglo XVIII, la imagen de la mujer, maligna y encantadora, traspasa tiempos y sitios, y aún su fascinación se desborda sobre el segundo poema, «Divagación». Esta es pieza de notable virtuosismo en el arte de crear, mediante la selección de escuetos elementos sugerentes, una ambientación apretada en un par de estrofas hechas de enumeraciones y apuntaciones yuxtapuestas, más que de descripciones. Esta sabia condensación de elementos motivadores se sucede en cuadros de Grecia, París, Florencia, Alemania, España, China, Japón, India, Jerusalén. El tercero de los poemas es la antologizada «Sonatina»: la doncella que aguarda sin haber sido aún visitada por el Amor. El texto alcanzó notable proyección popular: hasta se la evoca en letras de tango.[145] Su verso inicial y recurrente se ha hecho entre nosotros expresión corriente, mentada incluso por quienes ignoran su autoría y origen.
Como dato curioso cabe recordar que Darío había proyectado una obra teatral titulada «La princesa está triste» en la que desarrollaría dramáticamente la situación planteada en «Sonatina», transcurriría en la Andalucía de los moros, lo que daría pie a escenas suntuosas en la pluma del poeta. Alcanzó a componer solamente el prólogo, pero no adelantó en los tres actos de la pieza, que quedó como un proyecto incumplido.[146]
Hay en Los raros varios pasajes en los que la escenografía presentada y el ambiente creado están emparentados con poemas de Prosas profanas y otros poemas; no en vano se compusieron los dos libros por los mismos años. Así, en el capítulo destinado a Jean Moréas (II, 353-354) damos con una escena vecina a la de «Era un aire suave…», con el cual también se hermanan parágrafos del ensayo destinado a Eduardo Dubus (II, 418-420). «Divagación» halla su preludio en prosa en los motivos y referencias del capítulo destinado a Max Nordeau (II, 459) y el Pèlerin passionné del citado Moréas (II, 361). Son casos de trasvases de la prosa al verso, de geminación interna en la obra de un poeta, interesantes para ser estudiados detenidamente, con calibración estilística.
El «Coloquio de los Centauros» es el poema de mayor aliento de Darío hasta ese momento y el de mayor densidad de pensamiento. Los conceptos expuestos en él —que revelan un buen oreo de lecturas disímiles— pueden reducirse a cuatro fundamentales: la fecundidad de la naturaleza, el alma universal presente en el alma de cada cosa, el arcano que se oculta en la pérfida hermosura femenina, y el misterio de la majestad y belleza de la Muerte.
«El reino interior» es una objetivación de su lucha espiritual. La joven que se asoma en la torre es Psique o Psiquis, el Alma. Esta identificación la toma de Poe, de aquellos versos que coloca como epígrafe del poema: «¡Oh, Psiquis, Alma mía!», dice el autor de «Ulalume», poema del cual son dichas palabras. «Ulalume» presenta al poeta, vagante solitario, por sitios yermos y desolados. Escenografía casi antitética con la que traza Darío, apoyado en la descripción que hace fray Domenico Cavalca. De esta manera, Darío se vale de la motivación poeniana y de la ambientación cavalquiana, allegándolas. Ya en Poe está este desdoblamiento del poeta y su Alma; la diferencia radica en que en él son dialogantes, y en Darío el poeta es espectador distanciado del Alma aislada en su torre, que es cortejada por Vicios y Virtudes. Tal vez la imagen del alma como una infanta provenga en Darío de Samain: «Mon âme est une infante» (1893). Así opera el arte combinatoria de Darío, al cruzar por una motivación funeraria desoladora y rescatar de ella solo la identificación de Psiquis y Alma, y recortar el dibujado telón de fondo de una hagiografía de Cavalca y en él hacer desfilar la teoría de donceles maléficos —que le ha sugerido Verlaine en su Crimen amoris— y la procesión de Virtudes, cuyas formas puras le sugirió un cuadro de Sandro Botticelli. Y junto a ello, tal vez el mito de Dánae, algún pasaje del romancero, en fin, materia varia y diversa traída a unidad poemática por el talento creativo del autor.
La segunda edición de Prosas profanas y otros poemas (1901) incorporó «Cosas del Cid», sobre asunto español conocido a través de un poeta francés, y los «Dezires, layes y canciones» que miman las peculiares formas métricas de la poesía cancioneril, con todos sus convencionalismos y sus peculiares grafías que rescata, como retuvo las de prestigio etimológico para ciertas palabras griegas. Si los moldes estróficos remedan las formas prerrenacentistas castellanas, la expresión poética es de la más actualizada vibración moderna. Cumple así lo de Chénier: «Poner el vino nuevo en odres viejos», que es la inversa de la propuesta de Menéndez Pelayo, en la famosa epístola tan bien cursada por Darío: «Poner el vino añejo en odres nuevos / y la forma purísima, profana / labrar con mente y corazón cristianos».
«Las ánforas de Epicuro» se llama el conjunto de doce sonetos que cierra el libro. Las series o ciclos de sonetos ya habían sido ensayados en castellano por el modernismo anterior a Darío, por ejemplo «Mi museo ideal», de Julián del Casal, secuencia de diez sonetos sobre tantos otros cuadros de Gustave Moreau. Como apunta Darío, sus sonetos son «expresión de ideas filosóficas». En efecto, sin haber, por supuesto, una concepción del mundo explícita, los sonetos están atravesados por algunas ideas de trascendencia, reveladoras de conceptos que serían durativos en Darío. Hasta el momento —excepción sea hecha del «Coloquio de los Centauros»— algunos de estos poemas son los de mayor contenido reflexivo de lo escrito por el poeta. Advierto tres presencias reiteradas en ellos. Una, la de concretar definiciones: «Yo persigo una forma», «ser en la flauta Pan, como Apolo en la lira». Lo segundo es una actitud suasoria que recurre a formas apelativas y maneras de incitación o consejo; esto se advierte en los vocativos y en el uso de los modos verbales: «Mira el signo sutil», «Joven, te ofrezco el don», «Mas debes abrevarte tan solo en una fuente», «busca su oculto origen», «Ama tu ritmo y ritma tus acciones», «Escucha la retórica divina», «mata la indiferencia taciturna»; y aún una autoapelación: «Alma mía, perdura en tu idea divina», «sigue […] Corta…». Lo tercero, que varios de estos sonetos están orientados a promover un camino de revelación, una búsqueda de sí y de lo esencial para la vida. Esa intención se propone también para la misma labor poética, como en el final: «Yo persigo una forma…», en que se enuncia la búsqueda estética del ideal, nunca concluida, incesante, renovada. Este soneto cierra el libro, pero él abre toda una perspectiva creadora, porque propone la renovación incesante. En el terceto final leemos: «el cuello del gran cisne blanco que me interroga». El ave de Leda no es ya el elemento decorativo y heráldico de «Blasón»; el pájaro regio es ahora la cifra del misterio. El poemario se clausura con un interrogante no satisfecho. El poeta frente al misterio desvelador. En parte, en CVE, retomará esta interrogación irresuelta: «¿Qué signo haces, oh Cisne, con tu encorvado cuello?».
Es señalable que la renovación del instrumento expresivo, la lengua y sus recursos fue prioritario en el modernismo. Se sabe que no hay revolución durable en el campo literario si no se innova en la expresión. Por cierto que la renovación de la prosa tuvo consecuencias más trascendentes que la del verso, porque con ella la reforma alcanzó a pluralidad de géneros y de formas literarias: el teatro, la narrativa —novela y cuento—, el poema en prosa, la crónica, el ensayo, los diarios de viaje, todo el periodismo, las autobiografías, las memorias, la epistolografía; en fin, el campo es vastísimo para la renovación de la prosa. En cambio, pasó tal vez inadvertida para el público grueso, quien percibió mejor las innovaciones en el verso. Y se explica, pues la tradición compositiva métrica ha habituado a los lectores a un conjunto de formas canónicas en las que los líricos encauzan sus expresiones. La alteración de estas modalidades congeladas o la proposición de otras nuevas, junto a insólitas combinaciones en la versificación, intentos de aclimatar nuevos recursos versales, a lo que se sumaba la innovación en el vocabulario y en las imágenes, produjeron un inmediato y consecuente desconcierto. Pero la reforma en el verso tuvo menos proyección en el ámbito literario, pues se redujo, casi con exclusividad, a la lírica y a la poesía descriptiva, y no más.
Cuando dieciséis años después de aparecida la primera edición de Prosas profanas y otros poemas Darío traza las líneas de su autobiografía, apunta un hecho reiterado en el campo de la renovación poética: «Prosas profanas, cuya sencillez y poca complicación se pueden apreciar hoy, causaron al aparecer, primero en periódicos y después en libros, gran escándalo entre los seguidores de la tradición y del dogma académico» (I, 117). Vistas en la perspectiva del tiempo las reacciones que el librito provocara parecen absolutamente desproporcionadas. Pero advirtamos que se ha cumplido en el público la sabia observación de Proust: «La reiterada audición de los cuartetos de Beethoven creará el público capaz de gozar y entender los cuartetos de Beethoven».
Por supuesto, no fue Darío quien iniciara la renovación de la métrica en el modernismo. El mismo Martí, cuyo aporte en la prosa fuera definitivo, en el ámbito del verso aportó menos, como que no salió de tres metros básicos en la totalidad de sus poemas. No obstante, la flexibilización acentual, los encabalgamientos expresivos y las transiciones rítmicas que en ellos impuso no deben ser desconocidos. La tríada restante —Casal, Gutiérrez Nájera y Silva— contribuyó en mayor grado a las propuestas renovadoras. Darío y Jaimes Freyre adelantaron lo suyo, en un segundo momento, pero aunque a casi todas las combinaciones estróficas y métricas ensayadas por Darío pueden señalárseles antecedentes, distantes o inmediatos, lo que Darío aporta es fundamental: en esos nuevos metros, en esas formas infrecuentes él plasma poemas de alta calidad estética; y de esta manera asocia, definitivamente, una forma versal o estrófica a una poesía magistral, antologizable. Darío supo promover adelantos ajenos a creación estética talentosa personal al plasmar en ellos poemas memorables.
En la imposibilidad de realizar un estudio detenido de cada texto, señalaremos algunas preferencias y usos dominantes del poeta en Prosas profanas y otros poemas. En el estrófico, pasa por el pareado («Coloquio de los Centauros»), tercetos («El faisán de oro»), serventesios («Blasón»), sextetos («Sonatina»); sonetillos, de 6, «Mía»; de 8, «Para una cubana»; sonetos endecasílabos, «Al maestro Gonzalo de Berceo»; alejandrino, «La fuente»; las varias formas de la poesía cancioneril, «Dezires…»; formas estróficas no típicas como el «Responso», «Año Nuevo»; combinaciones inusuales, «El poeta pregunta por Stella», «La página blanca». Las formas más usadas son el cuarteto de rimas cruzadas (ABAB) o serventesio, que se impuso al de rimas abrazadas (ABBA), y el soneto alejandrino. Los esquemas métricos van desde el hexasílabo, «Mía»; octosílabo, «Para la misma»; decasílabo, «Palimpsesto»; dodecasílabo, «Sinfonía en gris mayor»; endecasílabo, «Divagación»; alejandrino o tetradecasílabo, el metro más usado: 23 composiciones sobre 54 del poemario; el hexadecasílabo u octonario, «Año Nuevo». En las combinaciones métricas se advierten: de 8 y 4, en «Canción de carnaval»; 14, 7, 21 en «El poeta pregunta por Stella»; de 12, 6, 4 y 10, en «La página blanca»; 16 y 4 en «Año Nuevo»; 14 y 11 en el «Responso»; 11 y 12, en el «Canto de la sangre»; 5 y 10, «Palimpsesto»; 14 y 7, como en «El reino interior». El octosílabo logra muy reducido espacio. Curiosamente, el eneasílabo, tan frecuentado por los modernistas, no se hizo sitio.
Hay un par de textos que se marginan de las propuestas anteriores. El primero es «Heraldos», escrito en verso libre, esto es, amétrico y arrímico. Es el único intento de Darío, hasta entonces, en el campo del versolibrismo. Es muy tímido avance hacia ese terreno inexplorado entonces en castellano. El metro más amplio que asienta es el pentadecasílabo. «Heraldos» se apoya en la capacidad sugestiva de ciertos vocablos —en este caso nombres femeninos— que motivan, al ser pronunciados con cierto énfasis, imágenes visuales. Se trata de una relación psicosemántica intuitiva y espontánea. No hay otra base rítmica en el texto que la indefinida «armonía interior». A Darío, es evidente, no lo sedujo la posibilidad de intentar nuevas experiencias versolibristas. Aun señaló sus riesgos; a propósito de un libro de poemas de Francisco Contreras, dice: «Mucho me complace que no se haya dejado arrastrar por las peligrosas tentaciones del versolibrismo» (II, 634).
El otro texto aludido es «El país del sol», en el que ensaya una prosa no muy sostenidamente rítmica y que recurre a la rima inclusa. Está hecho con parágrafos isocrónicos que se asemejan, en algo, a la regularidad estrófica; con la inclusión de un paréntesis después de la primera frase en cada uno de ellos, la rima interna y el uso del estribillo («en el país del sol») y de expresiones recurrentes («hermosura hermana»). Riman, en cada parágrafo-estrofa, el final de la frase primera con el final de la incluida entre el paréntesis, y el cabo del parágrafo con el estribillo. El ritmo interior de la prosa de «El palacio del sol» cambia de base, pues se pueden reconocer diferentes apoyos acentuales.
Otro procedimiento renovador —ya apuntado a propósito de «El país del sol»— es el de los grupos, núcleos o pies silábicos, de composición fija. Son los que Jaimes Freyre denominó «períodos silábicos» y Bello, «cláusulas rítmicas». El grupo se reitera a lo largo del poema generando versos de medida cambiante, según la cantidad de grupos que contenga, Darío ensayó en su famoso poema «Marcha triunfal», compuesto para el 25 de mayo de 1895 —pero recogido en CVE, no en Prosas—, la base trisilábica con acento en media, a la manera del antiguo anfíbraco ( _ ´_ ): «… la espáda se anúncia con vívo reflejo…».[147]
Esta métrica rítmica y acentual, que ya había sido adelantada por el célebre «Nocturno» de Silva (escrito en 1892 y publicado en 1894), que algunos consideran de base bisilábica con acento en primera, como en antiguo trocaico ( ´_ ). Darío compuso, sobre base trisilábica con acento medio —tipo anfíbraco— «La página blanca», que incluyó en Prosas profanas y otros poemas: «Mis ójos / mirában / en hóras / de ensuéño / la pági / na blanca…».
Esa versificación aprovechó, a veces, el antiguo antecedente de la poesía popular acentual, como el verso llamado de «gaita gallega» en el que Darío compuso el «Pórtico» al libro de Rueda: «Líbre la / frénte que el / cásco rehúsa», asimilables al pie dáctilo.
El virtuosismo versificatorio se aplicó también a aspectos más delicados de la métrica, como es el campo de los acentos internos, de las pausas, de los encabalgamientos, en los que también innovó. Por cierto que el análisis rítmico debería estar asociado al delicado efecto estético que producen en cada caso, y exigiría detenida explayación. Aquí atenderé a ciertas modalidades rítmicas que Darío impuso a versos de arte mayor en su libro de 1896.
Veamos algunos casos de decasílabos. El que tiene cesura divisoria en hemistiquios iguales o isostiquios, por ejemplo, los de «Palimpsesto» (XXXII): «Uno las pátas / rítmicas muéve / ótro alza de cuéllo / cón gallardía», 5+5, con acentos en 1.a, 4.a, 6.a y 9.a; otros, del mismo poema presentan acentos en 2.a, 4.a, 7.a y 9.a. Darío mantiene la ley métrica para los hemistiquios internos, restando una sílaba al terminar en esdrújula: «en grupo lírico / van los centauros», «que a golpes mágicos / Scopas haría». Junto a esta partición en isostiquios (5+5) figura el poema «Blasón» (IV), que no parte su línea en dos, sino que mantiene un bloque con acentos en 3.a, 6.a y 9.a: «El olímpico císne de nieve / con el ágata rósa del pico»; pero, a veces, es escandible en heterostiquios de 4+6 o esticos (o partes menores en que se divide un verso): «Rimador – de ideal florilegio, / es de armiño / su lírico manto» (4+6), «y es el mágico / pájaro / régio», donde se altera la acentuación.
El endecasílabo acepta en Darío todas las variantes acentuales que supo ejercitar desde el siglo XVI. El dodecasílabo, en general, mantiene sus isostiquios (6+6): «Sentado en un cable / fumando su pipa»; o cuatro esticos (3+3+3+3): «de un vago / lejano / brumoso / país»; o el llamado de seguidilla (7+5): «Tienes toda la lira / tienes las manos».
Debe repararse en una constante de Darío que es la de hacer de la estrofa isométrica —de versos de igual cantidad de sílabas— un instrumento polirrítmico, al operar con el desplazamiento y cambio acentual interno, de verso a verso, recurso que evita la monotonía tónica y rítmica de la composición. Jaimes Freyre decía en su discurso fúnebre a Rubén:[148] «Podría demostrar, acaso, que todo el secreto de la magia esparcida en las estrofas de Rubén está en la distribución nueva de los acentos intermedios y en las pausas; en una paradojal onomatopeya ideográfica y en una gracia singular en el empleo de la homofonía. Con estos elementos, y sin desdeñar ninguna de las adquisiciones anteriores, ha enriquecido prodigiosamente la lírica de nuestra lengua».
En la amplia onda del alejandrino, que él flexibilizó plegándolo a musicalidades nuevas, ausentes hasta él en la machacona partición de isostiquios férreos de paso procesional, como la cuádruple hilera de chopos de Berceo, Darío entró con novedades. Por ejemplo, la tripartición del verso con ritmo ternario en «El reino interior»: «y entre las ramas / encantadas / papemores», v. 7; «a los satanes / verlenianos / de Ecbatana», 44, «ojos de víboras / de luces / fascinantes», 48; «llenan el aire / de hechiceros / veneficios», 56; «en su blancura / de palomas / y de estrellas», 63. Los versos, así escandidos, resultan de 13 sílabas; de adoptar los isostiquios y no estos tres esticos, deberíamos partir: «y entre las ramas en / cantadas papemores». También usa el primer hemistiquio de final agudo, al modo francés: «que en la fibra sutil / de la caña coloca», L, 10; «una hazaña del Cid / fresca como una rosa», XXXIV, 2. Otro recurso es el del encabalgamiento medial —de isostiquio a isostiquio—, por ejemplo, de adjetivo y sustantivo: «y el triunfo del terrible / misterio de las cosas», XIX, 28; más brusco aún, de artículo y sustantivo: «es el momento en que el / salvaje caballero», XXVIII, 6; «teje la náyade el / encaje de su espuma», XXVIII, 4. Todos estos recursos tienden a quebrar la partición que la cesura establece entre los hemistiquios.
En el mismo campo del encabalgamiento merece atención un encabalgamiento léxico, poco frecuente entonces:
Al lado izquierdo del / camino y paralela /
mente, siete mancebos / de oro, seda, escarlata,
(XXXIII, 41-42)
Adviértase que el v. 41 registra un primer hemistiquio con encabalgamiento brusco y el verso finaliza en el encabalgamiento de verso a verso. No es este recurso nuevo en castellano ni es invención modernista. El venerable fray Luis de León lo usa más de una vez en sus liras: «Y mientras miserable- / mente se estén los hombres abrasando…». Darío volvió al recurso en su poesía posterior:
Como en el viaje de D’Annunzio y tan sutil-
mente cantaba amable esta cigarra mía.
(PC, 1.139)
El alma que se advierte sencilla y mira clara-
mente la gracia pura de la luz cara a cara.
(PC, 667)
En cuanto a la rima hay un enorme predominio de consonancia. Sobre 54 poemas solo tres usan asonancia: «Del campo», «La página blanca» y «Sinfonía en gris mayor». Un solo poema está compuesto en versos sueltos, o versos blancos, sin rima, y es «Friso», en endecasílabos. Las consonancias procuran la rima rica y difícil: estilo: peristilo, himeneo: Ceneo, emperatrices: matrices, labra: palabra. Es frecuente que rime con nombres propios: Castalia: Italia, nocturno: Saturno; enerva: Minerva, vano: Sylvano, listo: Kalisto. O que rimen palabras castellanas con extranjeras: fletó: Watteau, flor: Sport, azur: Pompadour, ve: bouquet; o dos palabras extranjeras entre sí: clown: Brown.[149] Es también dable encontrar rimas con artículos, preposiciones y conjunciones, de: Gautier, en una: Luna, por: flor, la: está.
En el mismo campo fónico pueden señalarse otros artificios que Darío manejaba con diestra habilidad musical y sabio juego de homofonías. Así, por ejemplo, las rimas en el seno de un mismo verso: «del agua que la brisa riza y el sol irisa», XIX, 126; «su risa es la sonrisa suave de la Monna Lisa», XVIII, 78; «vino de la viña de la boca loca», XI, 16; «sobre las tempestades del humano océano», XXIII, 5; «del culto oculto y florestal», XXIX, 17; «alabastros celestes habitados por astros», XXXIII, 27. También las más variadas aliteraciones: «es el mágico pájaro regio», IV, 23; «los delirios de las liras», II, 3; «y junto a mi unicornio cuerno de oro», II, 136; «en la mano el acanto de Corinto», II, 38; en fin, todo tipo de similicadencias y combinaciones de rimas leoninas o internas con aliteraciones («la regia y pomposa rosa Pompadour», I, 64) que asoman en cada verso dariano.
Un flexible arte se ejerce en los encadenamientos y recurrencias dentro de cada estrofa, o teje puentes entre estrofas sucesivas, con iteraciones de vocablos o de expresiones. Piénsese en «la divina Eulalia», que surge y resurge, va y viene, a lo largo de todo el poema en que la celebra, reafirmando en su reiteración la omnipresencia femenina en ese mundo de armonía y amor. Podríamos ejemplificar estos enlazamientos y repeticiones sin salir de «Era un aire suave…», que abunda en combinaciones sabias de estas concatenaciones internas y leves juegos de trenzado y enlace.
¡Amoroso pájaro que trinos exhala
bajo el ala a veces ocultando el pico;
que desdenes rudos lanza bajo el ala,
bajo el ala aleve del leve abanico!
(I, 45-48)
Otros casos: «legará al boscaje / boscaje que cubre», 53-54; «los brazos de un paje / que siendo su paje», 55-56. Formas anafóricas frecuentes: «O amor lleno de sol, amor de España, / amor lleno de púrpuras y oros; / amor que da el clavel, la flor extraña», II, 81-83; «flor de gitanas, flor que amor recela», II, 85; o reduplicaciones: «O negra, negra como la que canta», II, 121. El desplazamiento del adjetivo de antepuesto a pospuesto, en el cambio del hemistiquio: «la libélula vaga de una vaga ilusión», III, 12. Todas las formas de la repetición que clasifica la preceptiva podrían ejemplificarse con textos de Prosas profanas y otros poemas.
Es frecuente en Darío valerse de la armonía sugestiva de vocales y consonantes. Distingamos tres planos: la onomatopeya es la reproducción estricta del sonido, por ejemplo, «bang», «crash», «pum»; la armonía imitativa, que se vale de vocales y consonantes para reproducir, similarmente, el sonido de lo que alude: «el trueno horrendo que en fragor revienta / y sordo retumbando se dilata…», o «en el silencio solo se escuchaba / un susurro de abejas que sonaba»; la armonía sugestiva, la más delicada de todas, porque no sugiere sonidos, sino estados de ánimo, atmósferas, etcétera; por ejemplo, la idea de la suavidad y la serenidad en «el suave deslizarse del cisne que se mece» o la sensación de monotonía, por ejemplo, que Darío logra en la «Sinfonía en gris mayor», haciendo caer el acento rítmico en «aes», simétricamente:
El már como un vásto cristal azogádo
[…]
lejánas bandádas de pájaros mánchan.
(XXVI, 1 y 3)
También la frecuencia de ciertos sonidos durativos, como el de la «s», que reafirma la sensación que el verso comenta: «deslizaban su paso misterioso», XXXI, 67.
O el cambio brusco de acentuación rítmica para indicar un sorpresivo quiebro, un movimiento inesperado: «por el sendero de fragantes mirtos / que guía al blanco pórtico del templo, / súbitas voces nuestras ansias turban», XXXI, 26-28, donde el habitual acento de 4.a salta a 1.a en el tercer verso, lo que da énfasis a la línea; y cae, precisamente, en un esdrújulo «súbita», que por ser proparoxítona y por su acepción de imprevistas, acompaña sugestivamente lo que se dice; al tiempo, los acentos primero y último caen sobre «ues» en el tercero de los versos citados.
También es de su «mester de clerecía» el hacer caer los acentos rítmicos en los vocablos escogidos y claves de cada verso. En fin, restarían muchos aspectos formales por analizar o apuntar siquiera, en estas piezas trabajadas con conciencia artística desusada y con aplicación de artífice a cada vocablo, matiz y sonido que convoca. Uno de los ámbitos más interesantes es el de las simetrías y paralelismos que Darío maneja y con los que juega encantadoramente, de particular manera en los alejandrinos. O la disposición de sonido y silencio en la combinación de pausas entre los estivos y grupos vocálicos, o las cesuras entre los hemistiquios, o la abreviación de la pausa versal o de la pausa estrófica, mediante hábiles encabalgamientos; el efecto del uso de ciertos esdrújulos en el seno de una estrofa para darle realce y cierta compostura ceremonial, como en la primera de «Blasón», multiplicidad de recursos que exigen tratamiento individual.
El modernismo llevó el instrumento expresivo a posibilidades no alcanzadas ni entrevistas hasta entonces en la lengua castellana.
Plástica y música, exaltadas a valores primordiales por el parnaso y el simbolismo, respectivamente, se conciertan en el Darío de Prosas profanas y otros poemas. Las artes poéticas de Gautier y de Verlaine confluyen en estos poemas, señalándose, alternadamente, el predominio de una u otra en los textos.
Pero junto a la fuente poética deben recordarse otras fuentes estimulantes para el regusto plástico del nicaragüense: las revistas artísticas del más alto nivel de reproducciones de la época: L’Art, Revue Encyclopédique, La Plume, Studio, Revue Illustrée. En esas colecciones ilustradas a todo lujo y con notable nivel fotográfico, Darío halló cuadros famosos, estatuas, muebles, bronces, artes suntuarias, en fin, un mundo de colores y formas que el poeta absorbió con avidez. Retuvo detalle, motivos, contrastes, diseños, contornos, con su notable memoria visual que habría de refluir en el momento de componer tal estrofa o de modelar un soneto con sugestiones y aportes motivadores.[150] Tal vez, su fuente más generosa fue el libro de René Ménard: La mythologie dans l’art ancien et moderne (París, 1878), que contiene 823 grabados y reproducciones.
El procedimiento de las transposiciones artísticas, particularmente de la pintura al poema, fue practicado por Julián del Casal, resultando el más apegado al recurso en su galería de sonetos sobre los cuadros de Moreau. De los modernistas posteriores es señalable Manuel Machado, quien manejó esta asociación con notable acierto en secciones enteras de sus libros poéticos. Darío, en cambio, no cultivó una transposición poética de tal o cual cuadro o estatua en un poema que la reflejara, sino que se valió de contrastes, de detalles, de encuadres, de juegos de volúmenes en las composiciones plásticas, a la hora de conformar sus poemas, nunca sujetos, estrictamente, a motivos tomados de obras plásticas. El sentido plástico de Darío se dará no solo en los títulos («Friso», «Marina»), sino también con contrastes y combinaciones de colores, en descripciones de movimientos de conjunto («Palimpsesto»), en desplazamientos con aires de ballet («El reino interior»), en la escenografía que alza para la ambientación de las escenas («Era un aire suave…», «El reino interior», «Sonatina») que parecen ilustrar verbalmente previas imágenes halladas en la tela o el tapiz. Un registro de los términos tomados o asimilables al mundo de las artes plásticas contenidos en Prosas profanas y otros poemas exigiría vasto espacio de ejemplificación. Desde la estricta técnica que describe el recuso del dibujo: «Parece que un suave y enorme esfumino / del curvo horizonte borrara el confín» (XXVI, 28-29), hasta las menciones a cuadros o autores: «Lirio, divino lirio de las Anunciaciones» (XX,1), «Tal el divino Sandro dejara en sus figuras / esos graciosos gestos en esas líneas puras» (XXXIII, 35-36).
En cuanto a la música, sería casi obvio insistir en ella, a propósito de este poemario. Ya ha podido apreciarse el manejo orquestado de los muchos recursos de su afinada y matizada versificación, obra de un virtuosista que manifiesta de continuo su calibrado sentido estético musical en la elección de la estrofa, del metro, del ritmo adecuados para la más lograda expresión artística de su intuición poética.
Se ha señalado su inspiración wagneriana, o se puede reparar en algunos de sus títulos como más alusivos al campo musical: «Sonatina», «Era un aire suave…», «Canto de la sangre», y tantas otras referencias verificables. En síntesis, música y plástica alternan, conviven, se concitan, armónica y creativamente en el seno de Prosas profanas y otros poemas: una muestra de cómo el modernismo dariano es una sincresis poética verdadera.
La renovación modernista lo fue, básicamente, del lenguaje. En el campo de la lírica —lo he ejemplificado con abundancia— los valores rítmicos y eufónicos presidieron la factura de cada línea poética. Pero hubo otra atención preferente: la del léxico.
El modernismo, como otros movimientos literarios, va a operar en un doble sentido respecto del léxico. Primero, desterrará del uso un caudal de vocablos que fueron preferidos por el romanticismo: báratro, pavesa, agonía, fúlgido, vívido, horrendo, esfera, inmenso, trémulo, tinieblas, agorero. En segundo término, privilegiará un conjunto de vocablos como dilectos; algunos comunes: cisne, princesa, marqués, pavo real, dándoles un uso frecuente; y otros menos sólitos, serán adoptados: lilial, ágata, eucarísticio, azur. Estas palabras prestigiosas, y prestigiadas por los poetas mayores, fueron cargándose de sentido alusivo y de valores connotativos peculiares. La generación «martinfierrista», o vanguardista, castigó a los rubendariacos —más que a Darío— y Borges afirmaba en sus comienzos: «La belleza rubeniana era ya una cosa madura y colmada, semejante a la belleza de un lienzo antiguo […] Ya sabemos que manejando palabras crepusculares, apuntaciones de colores y evocaciones versallesca o helénicas, se logran determinados efectos; y es porfía desatinada e inútil seguir haciendo eternamente la prueba».[151] Y en la revista Prisma leemos: «Los poetas solo se ocupaban de cambiar de sitio los cachivaches que los rubenianos heredaron de Góngora —las rosas, los cisnes, los faunos, los dioses griegos, los paisajes ecuánimes y ajardinados— y engarzar millonariamente los flojos adjetivos “inefable”, “divino”, “azul”, “misterioso”[152] En rigor, se censura aquí a los llamados posmodernistas, o algunos de ellos que seguían arrastrando el legado de Darío sin innovación y olvidándose de su lección de individualismo y de acratismo estético.
El modernismo se apropió de un vasto léxico referido a la cultura grecorromana. A veces, el inteligente allegamiento de varios vocablos del ámbito griego o latino en un verso ayudan a crear una atmósfera peculiar. Veamos un ejemplo de ambiente griego: «Que púberes canéforas te ofrenden el acanto», XIX, 19; u otro latino: «bebe falerno en su ebúrneo triclinio», XXI, 28. Y estoy citando líneas, no los abundantes pasajes, en los que Darío despliega con habilidad sugestiva la atmósfera apropiada. Lo que en Darío es arte de allegamiento selectivo en el lenguaje escogido, en otros es atiborramiento de inventario, sobre la idea de que la abundancia ayudaría. La presencia de copiosos grecismos es una de las notas de libro: propileo, sistro, canéfora, canto, siringa, bacante, pífano, panida, sátiro, centauro, efebo, eolia, ninfalia y otros. Los latinismos son más escasos: superbo, ansa, fulva, cornamusa, protervo. La aceptación de vocablos italianos, franceses, ingleses, con natural hospitalidad y sin toques de castellanización: stacatti, loggia, bouquet, baccarat, toisón, garçonnière, spleen, sport, sportwoman. Menos frecuentes de lo que se cree son los neologismos darianos: verbos como «muequear», «perlar», «pitagorizar»; sustantivos, como «liróforo», «nefelibata», «canallocracia»; adjetivos, como «lilial», de la calidad de lirio. Espaciado, surge algún arcaísmo, como «veneficio». Pero la particularidad del léxico de Darío no radica solo en estos términos peculiares, también consiste en la iteración de vocablos más corrientes, pero usados de continuo, como «crisálida» o el adjetivo «divino», que aplica a Eulalia, al lirio, a Hesíodo, a Botticelli y a Heine, en el poemario.
Darío, por un natural sentido de la elegancia, no subraya sus hallazgos; los integra con naturalidad en el seno del verso. Ha sido motivo de burlas y congratulaciones un caso de original inclusión, que produce cierto grato sobresalto. Me refiero a la autoglosa de «El reino interior»:
Y entre las ramas encantadas, papemores
cuyo canto extasiara de amor a los bulbules.
(Papemor: ave rara. Bulbules: ruiseñores).
(XXXIII, 7-9)
Es señalable, como antecedente, un par de alejandrinos de Pedro Antonio de Alarcón: «(Quien dice Benaldúa, ha dicho “hija del río”; / pues río es guad, en árabe; el, al; e hija, bed)». Con igual metro que en Darío, y valiéndose de un paréntesis, aunque con más demorado análisis compositivo del vocablo.[153]
Un aspecto en el que Darío puso atención particular fue el de la tipografía ornamental y el de la ortografía etimológica. Cuando escribe Sylvano, Makheda, Thot, Kalisto, Herakles, Theodora, para los nombres propios; y kalifa, kaolín, herákleo, rajahs, para sustantivos comunes, maneja lo que él mismo llamara «aristocracia tipográfica», a propósito de Le conte de Lisle, en Los raros. Por un lado, cumplen estas grafías un papel decorativo visual —«atraen la vista»—, pero por esa vía, al tiempo, se sugiere la prestancia remota de la alusión etimológica, la filiación a lenguas antiguas. Darío adoptó esta preferencia, por lo menos desde 1886, en algunas de sus poesías. El léxico dariano de Prosas profanas y otros poemas revela una atenta voluntad electiva y una sostenida intención de creación lingüística expresiva. El lenguaje pleno de reminiscencias eruditas y de alusiones culturales campea en todo el libro. El modernismo profundiza en el descubrimiento del lenguaje como materia de arte, en lo expresivo, en lo musical y aun en lo plástico, y de ello el poemario de Darío es uno de sus mayores exponentes.
Hay un prejuicio que sigue pesando sobre Prosas profanas y otros poemas: que es un libro exterior, sin raíz lírica, pura superficie; brillante, sí, pero sin hondura anímica. La contraposición con el confesionalismo de varios de los poemas de la obra siguiente, CVE, agrava el cargo. Al definírsela como «poesía de cultura» se la distancia de un lirismo auténtico. Cierta impersonalidad y formalismo del libro ratificarían aquel juicio. Aceptar que este poemario no es obra de un lírico es un absurdo. Habría que suponer que la intensidad anímica del poeta fue puesta en suspensión, o entre paréntesis, durante el lustro en que compuso las piezas que lo componen, para retomarla pocos años después en una de las obras más notables de la lírica del siglo XX: los CVE, profunda desnudez de un alma. La índole lírica sí puede ser velada, vestida, traspuesta en símbolos, pero siempre estará como sustrato espiritual nutriendo cada poema. Darío respondió por anticipado a este cargo, cuando en el poema inaugural de la obra magna de 1905, dice:
En mi jardín se vio una estatua bella;
se juzgó mármol y era carne viva;
una alma joven habitaba en ella,
sentimental, sensible, sensitiva.
(PC, 628)
En la cuestión de la ausencia de lirismo en Prosas profanas y otros poemas se imponen algunos distingos. La obra participa de un conjunto de notas peculiares, ratificadas algunas por confidencia explícita del autor, evidentes otras en los textos mismos y que, reunidas, trazan los rasgos netos de una fisonomía espiritual muy definida y revelan una actitud anímica frente a las diversas realidades: el aristocratismo enfrentando al avulgaramiento plebeyo, el marcado individualismo, el turrieburnismo, el rechazo del presente y la apetencia de países remotos y épocas pretéritas, el odio a lo aburguesado, la distancia que toma frente a lo cotidiano, el definirse como poeta ajeno a compromisos, prédicas o propagandas, que no sean el arte mismo, el placerse en la evocación de ciertos momentos de la historia cultural, su refinamiento y exquisitez, su reacción contra la facilidad expresiva sin gobierno, etcétera.
Esta transmutación de lágrima en perla es lo que despista a muchos críticos. A ello, sumémosle algunos de los poemas del libro en que aflora, de modo más directo, el sentimiento, y aun rasgos anecdóticos de autobiografía profunda, como «Margarita», «El poeta pregunta por Stella» o «La página blanca». Reparemos, además, en las apuntaciones del propio Darío a sus textos, en las que suele señalar la génesis de ellos en las napas profundas de su vida interior. Por lo demás, es natural que, debidamente advertidas las notas enumeradas anteriormente, el poeta tienda a refugiarse en un mundo de formas armónicas, de equilibrios musicales, en el que no irrumpa, o no al menos en forma directa, cruda, el presente doloroso. Y, en otras ocasiones, ya no porque vea el arte como ámbito de evasión, sino por verlo como ámbito sacralizado, como santuario respetable al que no ha de entrar el desgarrón afectivo ni la interjección abrupta. Comenta Jaimes Freyre: «Nadie sintió el horror de la muerte con mayor angustia. Nadie amó la vida con amor más intenso […] Y no fue feliz, porque nunca supo cómo se busca y cómo se encuentra la felicidad». Preguntáronle cuál era la síntesis de su vida, y respondió: «El amor y la consagración al arte» (op. cit., p. III). Ars religio mea, dijo Darío, a su vez, de Tondreau. Y por ser él «un hombre de arte», como se definió, se impuso un deber: no contaminarlo con las bajezas de la vida. En él todo se da transmutado, alquitarado.
Lo más hondo, quizá, la veta lírica de Darío en este libro está sin duda traspuesta artísticamente, en imágenes, en mitos, en símbolos. Detrás de la marquesa Eulalia está la Mujer, la Varona inmortal, como la llamara, por la que tanto padeció y se extravió en su vida, y que se constituye en uno de los temas axiales de su poesía. En la princesa que está triste late el alma dariana, en transparencia de su propia interioridad. En esta obra, la suya es una lírica refleja, que proyecta la vida profunda sentimental pero a través de situaciones, figuras y símbolos que la expresan y la embozan en un tiempo. Sus símbolos se sustentan en sentidos vitales hondos, no son mero recurso decorativo o de exornación externa. Bastaría para confirmarlo el poeta que cerraba la primera edición, «El reino interior», situado, intencionalmente al cabo de un libro en que el alma no parecía asomarse entre tanta exterioridad. El poema tiene un significativo valor de posición, porque en él —a la hora de la despedida del diálogo poeta y lector— se revela la condición anímica del autor, pero traspuesta en la imagen, desplegada escenográficamente, de la infanta asomada a la torre contemplando el desfile contrastado de Vicios y Virtudes, sintiéndose atraída, simultáneamente, por ambos. La proyección de una fantasía alegórica ofrece la íntima dualidad dariana, en permanente tensión irresuelta. Este poema es una psychomaquia, una objetivación vital del hondón secreto de Darío, esa raíz suya que se ha asomado en los planos más diversos de su expresión manteniendo su tensionado conflicto de carne y espíritu, de cuerpo y alma, de Carnaval y Cuaresma, como en los debates medievales. Psychis, su alma, vive esa tensó. En otro poema dirá, en contraposición a este reino interior en que el alma vive recluida y refugiada: «Me siento comprimido / en un Reino Exterior tan corto y reducido» (PC, 1097). Su alma, como el ave de un poema suyo —pariente del albatros de Baudelaire— sufre en la tierra «el azoramiento del cisne entre los charcos». Su morada interior es su verdadero reino, ni hostil ni estrecho a sus ansias.
Esta confrontada partición se manifiesta en las más diversas antítesis e imágenes de ellas: lo celeste y lo terrestre, la lira y la flauta, el goce intenso de los sentidos y la conciencia de la caducidad, la exaltación de la vida y la perspectiva de la eternidad. El «Responso» a Verlaine recuerda la frase de Flaubert: «Voy a hablar de mí a propósito de Madame Bovary». En los momentos extremos a Darío siempre lo rescata el sentido trascendente de su religiosidad. «Para mi uso particular tengo a bien conservar una pequeña nave, una navicella, una parva navis, si no completamente católica, muy cristiana. Eso sí: los remos son de marfil y las velas son de púrpura. Y ella conduce a alguna parte» (I, 384). Estas formas atenuantes y esteticistas, que aquí aplica a su propia conciencia religiosa, es el procedimiento que impone a lo que toca. Al lector ingenuo podría desconcertarlo tanta presencia de dioses griegos, como si fueran un mero juego erudito: son figuraciones ancestrales de su propia realidad interior. Su espíritu fue profundamente religioso, con dejos de infantiles supersticiones y estremecimientos ante el misterio.
En 1896, Darío es dueño pleno de su instrumento. Ha traducido, imitado, estudiado, ensayado, pulido y trabajado hasta lograr una obra de innegable impronta personal. Ha alcanzado su sello a fuerza de depuración, selección, sentido artístico exquisito y arte combinatorio. Este libro cierra una etapa de búsquedas y experiencias modernistas concretadas en logros poéticos innegables. «Prosas profanas, mi primavera plena». Y la obra resultó un breviario poético de toda una generación. Nadie puede afirmar que Darío inició el movimiento modernista ni que fue el Adán literario de la vasta variedad de novedades que contiene su libro; pero nadie puede sostener que ningún otro modernista alcanzó a componer un libro con las características de síntesis de este: plenitud expresiva, concertación artística y armónica de casi todas las nuevas propuestas en el campo de la poesía, un sello de peculiaridad, con notable grado de flexibilización métrica y rítmica del verso, con la orquestación personalísima de cada estrofa, con rica variedad de formas antiguas y novísimas allegadas con maestría, con exquisita renovación y preciosismo en el lenguaje, con equilibrio de formas parnasianas y simbolistas. Darío cifró en un libro personalísimo lo mucho disperso que le precediera y lo unificó, transmutó y enriqueció con su prisma espiritual. «No fue un ecléctico sino un alquimista», dijo Jaimes Freyre (op. cit., p. II).
No hubo, ni entonces ni después, libro de poesía modernista que motivara tal número de admiradores y de fanáticos culturales, que constelara tal variedad de discípulos y de epígonos e imitadores, y que desatara tal cantidad de condenas y parodias. Hasta la difamación ayudó a difundir el creciente imperio de Prosas profanas y otros poemas en la poesía finisecular de lengua castellana.
Tan ineludible fue su peso e influencia, que originó una doble deformación en la estimativa crítica. Se juzgó al modernismo por Prosas profanas y otros poemas, y a Darío por este solo libro. Las dos apreciaciones son reductivas. El modernismo ofrece otras voces distintas a las del registro dariano. Bastaría con repasar las de sus dos más allegados en la empresa porteña de difundir la buena nueva poética: Jaimes Freyre y Lugones. De igual manera, reducir a Darío a esta obra es mutilarlo. Hay otras moradas poéticas en su producción. Los que siguen buscando «el verso azul y la canción profana» en la poesía posterior no advierten la natural evolución de toda gran voz poética, y la renovada profundización de ella en las obras que la prolongan y enriquecen.
Incluso, lo reductivo alcanzó a Prosas profanas y otros poemas, pues se ha definido a toda la obra, por un par de secciones de ella, o, más estrechamente, por la primera del libro, que si bien es característica no contiene todos los pedales del órgano poético de Darío. Hay otras latitudes a un lado y al otro del meridiano de Versalles; y las hay en la obra de 1896.
Darío se nutrió —y el libro lo revela— de literatura francesa, italiana, inglesa, norteamericana, lusitana, rusa, belga, y, siempre, de la española, Lugones dice: «Ese griego de alma, ese creador de mucho espíritu en poca materia, fue un hijo espiritual de Francia […] He aquí por qué la influencia de Darío fue superior a la de Martí, genio, héroe y mártir. Es que este último, en su propia magnificencia, escribió todavía en castellano académico; hizo las del Cid, que es decir cosas grandes entre las más excelsas; pero no habló como él. Pues el Campeador de las Españas cometía galicismos» (op. cit., 260-261). La evolución dariana acentuará su atención por el legado hispano, como la prueba Cantos de vida y esperanza. Pero lo hace después de haber brindado a España su propio aporte renovador, imponiéndose en las letras peninsulares. En el opúsculo citado, Lugones señalaba: «La joven poesía de España es rama de su tronco» y «América dejó ya de hablar como España y en cambio esta adopta el verbo nuevo» (pp. 263 y 265). El libro dariano que más influjo ejerció en la renovación poética de Hispania fue Prosas profanas y otros poemas. Lo certifican no solo las voces celebratorias y el homenaje expreso de los mayores líricos del momento, Antonio Machado y Juan Ramón Jiménez, sino otro testimonio más concreto: las versiones juveniles de los poemas de estos autores, donde se advierte —lo ha señalado Dámaso Alonso— la firme impronta del «prosaprofanismo». Antes de Darío ningún poeta alcanzó tal hegemonía poética en ambos lados del océano, en Castilla la Vieja y Castilla del Oro. «Y tal es este libro, que amo intensamente y con delicadeza, no tanto como obra propia, sino porque a su aparición se asomó en nuestro continente toda una cordillera de poesía poblada de magníficos y jóvenes espíritus. Y nuestra alba se reflejó en el viejo solar» (PP, I, 213). A esta inversión del camino celeste, este reflujo de la corriente de influencia, que invierte la ruta de los conquistadores, ahora de América hacia España, se la ha llamado «la vuelta de los galeones». Jaimes Freyre consideró a Darío: «el autor de la más grande de las revoluciones literarias que hayan visto los hispánidas de los cien últimos años» (op. cit., V). Y Borges afirmaría en 1967: «Su labor no ha cesado y no cesará; quienes alguna vez lo combatimos comprendemos hoy que lo continuamos. Lo podemos llamar el Libertador».[154] Medio siglo después Borges hacía, casi, paráfrasis de las palabras de Lugones: «Así resulta el hombre más significativo de un Renacimiento que interesa a cien millones de hombres, el último Libertador de América, el creador de un nuevo espíritu» (op. cit., 263).