Hacía un calor de los mil diablos. Un sol de cobre abrasaba los cuerpos. Era el 14 de julio más caliente que Nicolás recordaba. La lluvia torrencial de la víspera se había evaporado. El presidente de la República, los generales y el gobernador militar de París habían pasado revista a las tropas. Los aviones de la marina nacional y de la armada del aire habían comenzado su desfile pasadas las 10:30. Nicolás miraba en el cielo los Mirages y los Hércules cuando de la formación aérea se desprendió una nave de una forma nunca antes vista. No se trataba de un aparato del escuadrón de detención y de control ni de disuasión ni de reconocimiento, ni del grupo aéreo embarcado sobre los portaviones; tampoco provenía de los helicópteros de la aviación ligera de la armada de tierra; era una nave desconocida, que abandonó el grupo, se detuvo en el aire y dirigió sus potentes rayos sobre el puente Alexandre III. Envolvió en un manto de luz deslumbrante a peatones, estatuas y candelabros, Pegasos y Ninfas del Sena y del Neva, batobuses y vehículos de Protección Civil. Desde la aparente seguridad del barandal, Nicolás observó resplandecer la corriente, las gruesas pilastras desprenderse bajo el acoso de luces incandescentes. Aislado de la multitud que venía hacia él, por el fuerte zumbido se tapó los ojos y los oídos.
Relámpagos sin trueno picotearon la estructura metálica del puente. Un tramo se quebrantó. Gente cayó al río. La corriente se llevó árboles descuajados. El tráfico se interrumpió. El lomo vidriado del Grand Palais dio la impresión de romperse, la cúpula dorada del Hotel de los Inválidos de rodar por la explanada, la Torre Eiffel de invertirse como un gigantesco embudo por el que se precipitaban estatuas de leones, turistas mochileros y nubes. Cámara en mano, Nicolás quiso fotografiar las columnas, las águilas y los peces, las lámparas prendidas y los caballos alados que caían al agua. Pero la cámara le quemó los dedos, y la tiró.
La combustión fue tan violenta que de las embarcaciones salieron chispas. Las microondas que se propagaban por las calles vecinas cubrieron puertas, ventanas y coches. En el río se hundieron los músicos callejeros que poco antes tocaban en el muelle. Las novias vestidas de blanco cayeron del puente con sus fotógrafos. Las barcazas Perceval, Persephone y Le Bateau ivre fueron arrastradas de una orilla a otra.
La policía bloqueó el paso de la multitud que venía hacia el Quai d’Orsay. Los treinta y dos candelabros de bronce se doblaron. En el aire, un cilindro misterioso hizo girar las ondas como una lavadora el agua. Una extraña descarga cubrió las cosas con un resplandor tan sombrío que las hizo momentáneamente invisibles. Con animación musical, en los Champs-Elysées siguieron desfilando las tropas de a pie, las del regimiento de caballería de la guardia republicana y las motorizadas.
Nicolás pensó que en el cielo tronaban vidrios. Pero no eran los vidrios que tronaban, era el Sena levantado en vilo. Las aguas lanzadas al aire por la explosión cayeron en cascadas de metamateriales y de cristales ópticos. La cantera de los edificios pareció transparentarse. La relación entre sol y ojo humano fue dramática al cambiar vertiginosamente el mundo exterior.
Terminado el desfile la nave extraña desapareció, el tráfico humano fluyó, los helicópteros militares empezaron a descender en los Inválidos.
—Yo estaba en el puente cuando el avión salió de la formación aérea y nos embistió —dijo un hombre con acento extranjero.
—Ese tipo tirado en el suelo no tiene posibilidades de sobrevivir. Yo vi cuando un rayo lo fulminó —dijo su acompañante.
—Ayudémosle.
—Los rayos no sólo cayeron sobre mí, cayeron también sobre esa niña —balbuceó Nicolás, levantándose.
—Estúpida América —gritó la niña cuando vio a su perro muerto, con media cara invisible.
—Usted no puede pasar —un policía le cerró el paso a Nicolás.
—Imperator, Imperator, llegó tu tiempo —dijo una silueta que seguía a otra silueta.
Ambas llevaban casacas negras, camisas con ribetes de encajes y volantes en cuello, pelucas empolvadas, calzas de raso rojo, botas altas de becerro, piedras brillantes y anillos herméticos. Las piernas se les doblaban como si acabaran de salir de una convalecencia histórica. Nicolás creyó que se trataba de una alucinación. Solía tener sueños en que se veía a sí mismo proyectado fuera del cuerpo, como si fuera un personaje virtual, pero aquí el yo soñado era autónomo.
—El Sol caliente, el agua fría y los rayos de la Luna han quebrado hogueras y vasos, los miembros del Colegio Invisible llegaron ya —declaró el extranjero.
—La Rosa Floreciente ha renacido —profirió su acompañante, al cual el viento le había arrancado los zapatos, haciendo que sus pies se camuflaran con el piso.
La camisa acuchillada no le tapaba el vacío de la espalda.
Cuando los extranjeros desaparecieron, una rara euforia invadió a Nicolás, como si hubiese tenido una limpia chamánica. De repente la estructura metálica del puente no sólo estaba allí, sino también sus candelabros, sus leones y sus ninfas. Las novias posaban de nuevo para sus fotógrafos debajo de los pegasos. No sólo eso, el batobús con sus pasajeros se balanceaba de nuevo y la basura flotaba en el río.
Todo parecía haber sido un sueño. La mano que había caído al agua y los cuerpos envueltos en llamas azules estaban allí. El lomo vidriado del Grand Palais no se había roto. El puente Alexandre III seguía intacto. Los turistas mochileros caminaban hacia la explanada de los Inválidos. Y hasta la punta impune de la Torre Eiffel estaba en el mismo sitio.