Eran tres energúmenos. Trillizos idénticos. En las calles promiscuas de la Goutte d’Or los llamaban indistintamente Les Colombiens o Les Maghrébins, aunque había gente que aseguraba que no eran ni lo uno ni lo otro, que el padre era corso o siciliano, y la madre turca o senegalesa, que los abuelos eran oriundos de Costa de Marfil o la Martinique o Madagascar o Cabo Verde o Murcia. Fuese el que fuese su origen, los hermanos Cobra se habían convertido en reputados cabrones, y eran responsables de Cobra et Cie, negocio familiar que no sólo habían heredado apasionadamente, sino continuado sañosamente. Su lema de chupasangres era simple: explotar chicas y chicos hasta dejarlos secos como bagazos. Las chicas taloneando en colchonetas, los chicos haciéndose puñetas en espectáculos porno. O pasando el día tumbados en cualquier calle con un bote o un cartón pretendiendo estar sidosos: J’ai faim. Todo eso mientras Papá Cobra delante de una mesa llena de jeringas, pastillas y sobres con polvo blanco vestía trajes y camisas de seda, fumaba cigarros cubanos y contaba euros y dólares.
Pépin, el mayor, vendía drogas y armas. Étienne, el dedo índice, exportaba carros robados. Vincent, el meñique, traficaba con mujeres y travestis. Los tres gozaban de buenos contactos en las porosas fronteras de las Américas, las Asias, las Áfricas y las Europas, tanto en las fuerzas armadas y policiacas como entre los agentes migratorios y aduaneros.
Yo, Nicolás, estaba dentro, bien dentro de Vivianne Tortelier, mujer de Pépin Cobra, en una cama en un cuarto en el quartier la Goutte d’Or. No lejos de Rue Myrha, esa calle por la que mi padre nunca se hubiera aventurado. Gozosamente, profundamente estaba dentro de la dama de los celos de Pépin. Enfatizo dentro, porque en actos de amor es mejor estar dentro que quedarse en la periferia. Y no obstante que ella por mal gusto traía puestas uñas y pestañas falsas —y greñas color fresa compradas en la tienda Perruques y Méches—, a los embates de mi amor respondía con ojos bizcos y besos de boca grande.
Su piel sabía a tierra asoleada, sus labios partidos, a gota de sangre. Me hipnotizaban sus arracadas, tan grandes que a través de ellas podría haber saltado un perro faldero, cuando escuché pasos. Pasos que subían por la estrecha escalera en forma de caracol. El techo con moscas podridas era avaramente alumbrado por foquitos de 25 vatios.
Manotas golpearon la puerta. Vivianne dejó de moverse. Con cara de auscultar el aire, clavó los ojos en una máscara mexicana representando al diablo. Apenas días antes, ella estaba encamada con un amante eventual cuando me apersoné.
—Vete, Nicolás, ¿no ves que estoy ocupada? —me dijo.
Lo curioso es que al encontrármela al día siguiente, me recordó:
—Nicolás, anoche en un sueño te me apareciste cuando estaba haciendo el amor, ¿qué estabas haciendo allí?
—Acuérdate de Michel.
Vivianne me clavó las uñas en la espalda. Se figuraba ya ser un cuerpo flotando en el Canal St. Martin.
De un salto estuve en la ventana. Calculaba las posibilidades que tenía de llegar al metro de Boulevard de la Chapelle o de alcanzar la Rue de Tombouctou y mezclarme entre las africanas que en ese momento pasaban meneándose con sus boubous. Pensé en ponerme la jellaba del marido, pero cambié de idea, me quedaba grande.
Los pasos llegaron por tres lados a la vez, los manotazos se concentraron en una parte débil de la madera, las voces se amplificaron en las paredes de mí mismo, mi interior se volvió una cámara de ecos. No sé por qué evoqué el chiscar de las sierras cortando patas de buey, huesos de carnero y cueros de vaca, y el cachet de autentificación colocado en la pared por un carnicero hallal, cuñado de Vivianne.
Authentification et responsabilité. Tous les musulmans et les musulmanes (pubiéres equilibrés) son habilités a sacrifier. Les sacrificateurs doivent aposser le cachet d’authentificaction sur les carcasses ausitot après la saignée pour faire distinguer les viandes hallal. Association pour la Défense des Consomatteurs Musulmans.
La puerta estaba cerrada a doble llave, seguramente con aldabas y postigos hechizos, porque cedió a los primeros golpes. Y yo, sin poder recoger calcetines ni camiseta ni pantalones ni zapatos ni huellas dejadas en las sábanas, vi con pesar el cuerpo de Vivianne (separado del mío) vulnerable como un escargot fuera de su concha, la cabeza hundida en el colchón tratando de desaparecer.
Estaba en la ventana. Sin saber por dónde caía, arrastré la ropa del balcón. Di un ranazo en el descanso de la escalera exterior. Atorado en los peldaños, mis manos me alzaron como quien hace lagartijas. Subí a la tercera planta.
Un hombre en jallaba que acababa de comprar un pollo en la tienda Volailles Vivantes, me miró como si yo fuera un halcón. Una niña norafricana parada junto a la vitrina de la Patisserie El Andaloussia levantó la vista hacia mí. Acostado sobre el techo de una camioneta blanca un fotógrafo callejero (parecido a mí) que salía de un restaurante de couscous, me tomó fotos. Su vehículo, atravesado en la calle, con la portezuela abierta, interrumpía la circulación.
—El carnal está desnudo. Lo agarraron con las manos en las nubes —exclamó en español un vecino marroquí.
“El galán aquí acabó”, me susurré a mí mismo.
Eran alucinaciones auditivas, porque no tenía tiempo para oír esas voces ni la música árabe que subía de una tienda. Un transeúnte de camisa floreada ni siquiera se detuvo para verme, indiferente a mi suerte.
—Era de esperarse, por meterse con la mujer del capo. No importa que el dueño de ese cuerpazo tenga genitales de pajarito. La propiedad es la propiedad, la mujer no se comparte con el prójimo. Mosca que ama mucho la miel en ella muere —masculló el marroquí.
Ya me sentía a salvo, cuando los Cobra surgieron en la escalera, en el tejado y en la boca fétida del cuarto de servicio: Pépin con pistola, Étienne con cuchillo de carnicero y Vincent con soga. Vi la muerte en sus ojos.
Me sentí como un loro acorralado en la copa de un árbol por un traficante de aves. Me vi póstumo como un perro atropellado que recoge un basurero. Me vi a mí mismo tomándome la foto del recuerdo.
—Ni para dónde hacerse, carnal. Ni por dónde escurrir el bulto. Ni. Ni. Clic, clic —mi corazón tomaba fotos bajo ese cielo de plomo que desde la semana pasada anunciaba lluvia, sin llover.
Mentiría si dijera que hay marido engañado fácil; el escenario dominado por ese monstruo tricéfalo, el odio triple de los Cobra, me desmentiría. Debía fotografiarlos. Debía dirigir la cámara hacía Pépin, Étienne y Vincent para captar su expresión rabiosa, sus camisas azul cielo descubriendo sus pechos peludos, el cuchillo extraído de la mesa de un carnicero hallal. La cabeza de una oveja en venta pelaba los dientes burlándose de mí.
—Jefe, es tuyo.
—Jefe, te lo regalo.
—Jefe, ¿te apetece poulet grillé a la diable?
—Hasta aquí llegaste.
Los Cobra proferían palabras con mandíbulas crujientes. Llevaban gafas negras, chalecos antibalas, bigotes y cabellos falsos. Fingían furia. Su mirada fascinaba como la de la serpiente que fascina al pájaro que va a engullir. Los celos enceguecían a Pépin. Étienne se quitaba y se ponía frenéticamente las gafas de sol. Vincent se contagiaba de la cólera de los dos primeros. Al verse a la cara, los tres se ponían más furiosos. Perdían la cuenta de quién era el agraviado, quién el solidario y quién el sicario. Poco importaba, los tres compartían psique, físico y ofensa. No eran fáciles de identificar, aunque a Pépin, más enamorado de su amor propio que de su mujer, le goteaba saliva, sudor y sangre. De los otros caía una baba extraña, producto de un beso caníbal dado a mansalva. Me entró una duda, ¿habrá sido Étienne o Vincent el que mordió a Vivianne por solidaridad con Pépin, creyendo que la propiedad de uno pertenecía al otro? Por ese enigma me olvidé brevemente de los cuchillazos y balazos que podían infligirme.
No tenía más opción que dejarme matar o lanzarme al vacío. O pegarme a la pared y esfumarme. Como un condenado a muerte que se despide de su pellejo en un quartier hostil, eché un vistazo al cielo. Vislumbré una nube negra. Negrísima. La nube de la muerte oscureciendo la Place de la Chapelle, la Boutique Rodas, el Restaurante Djamila, la Creche de la Goutte d’Or, la gente que transitaba por Rue Myrha y Rue Léon hacia Rue Polonceau, Rue Affre y Rue Richomme (esta última con un letrero suplicante sobre la reja pidiéndole al prójimo incontinente Ne pas urinez S.V. P. sous les fenetres, Le Respect de Soi Commence par le Respect des Autres. Merci).
Ese oscurecimiento del mundo dinamizó mi miedo. Relámpagos sin trueno conmocionando la Rue de Tombouctou se mezclaron con los tiros disparados con silenciador y los ruidos del metro. Círculos azules giraron sobre mi cabeza. Mis manos y mis pies desaparecieron en ellos. En mi corazón parecieron juntarse la aurícula de la izquierda con la de la derecha; en mi pecho, las válvulas se inflamaron, explotaban. Sentí mareo, desmembramiento, metempsicosis. Como en una embolia, que viene del griego embolé, echar dentro, perdí el tacto y el habla, el sentido de las distancias, el instinto del peligro.
—Vivianne —Pépin tenía engarrotado el dedo del gatillo.
—Pépin.
Étienne y Vincent acuchillaron el aire, balearon el muro, patearon puertas, buscaron alrededor.
No me encontraron. Tal vez creyeron que me caí a la calle, porque desde arriba sus cabezotas se asomaron por el balcón buscándome en la banqueta.
Si bien me perdieron de vista, la mayor sorpresa me la llevé yo mismo: Había dejado de verme. Me había vuelto invisible. Era invisible.