El hombre invisible se fue caminando por la primera calle que encontró a su paso. Una calle por la cual iba de memoria. Cada inmueble, cada puerta, cada ventana, cada comercio le eran familiares. La mañana olía a verde, y eso le gustaba. Trataba de no pensar en lo que le había pasado, pero algo raro le había pasado.
Entró al jardín de las Tullerías por Castiglione. Atravesó la explanada des Feuillants rumbo al Gran Estanque Redondo. En el horizonte nubes espectrales se alzaban sobre el día. Un fulgor carmesí incendiaba los árboles. Como una bandada de carbunclos cuervos rojos cubrían los follajes. Un impulso de volar los agitaba, mas volvían a las ramas.
Recorrían el estanque mamá pata y sus patitos. Los cuervos crascitaban, voznaban avec plus de bruit que de besogne. Nicolás sentía los hombros quemados, las manos sombrías. Le ardía el cráneo. Una mancha roja en la pierna le daba comezón. El sol le pegaba en los ojos. Examinó su visión. Primero el ojo izquierdo; después, el derecho. Revisó su lengua, castañeteó los dientes.
—Mira esa cosa —dijo una mujer refiriéndose a un clochard en un banco.
—Aaaagggghhhh —rezongó el vago como un Noel derrumbado.
La mujer estaba desnuda bajo el vestido azul. Su regard gourmande le hizo bajar los ojos.
—Botaré estas botas viejas, y quien diga lo contrario miente.
De repente el clochard se quitó la barba. Al desprenderse de sus harapos apareció un traje gris con rayas, una camisa blanca, una corbata lila.
—¿Estás seguro que no las quieres? —le preguntó enfrente la voz sin cuerpo.
El falso vagabundo miró hacia él sin sorprenderse por no verlo. Exploró el vacío, le puso la mano sobre el hombro invisible.
—Nunca dije que no las quería.
—¿Me las llevo?
—¿Te las quieres robar?
—Dijiste que las ibas a botar.
—Reconozco tu voz, pero antes que mientas dime cómo te llamas.
—Nicolás.
—¿Estoy borracho sin haber bebido?
—Iulian Brancila, bebiste ajos con vodka, apestas a milenio.
—¿Qué pretendes, hijo de Suzanne Antschel?
—Hazme un favor.
—¿Qué te ha pasado que no puedo verte?
—Luego te explico.
—Ahora, dime dónde estás.
—Aquí.
—Déjame tocarte.
—Estoy vivo, soy invisible.
—En un periódico leí algo sobre un cuerpo hallado en el Sena, ¿era el tuyo?
—Necesito tu ayuda.
—¿Cómo puedo ayudar a un fantasma?
—Cómprame una caja de muerto.
—¿Así de fácil?
—Haz unos trámites en el cementerio de Bagneux —la voz pegó sus labios invisibles a su oreja visible.
—¿Con qué ojos?
—Te daré el dinero.
—¿Estás seguro de que quieres ser enterrado?
—Como que te estoy viendo.
—Ven a mi negocio —el ex clochard le dio un volante:
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El hombre invisible se alejó por un sendero del jardín. Como si traspasara su cuerpo con los ojos, Brancila miró a los patos. Nicolás no quería denunciar su invisibilidad por el papel en la mano y tiró el aviso en la basura. Se sentía flaco. ¿La invisibilidad lo había adelgazado? Sin ropa, su figura podía ser esbelta. Se dijo: “Si me viera en un espejo no me reconocería”.
“And then, they found me guilty, and they pronounced me invisible, for a span of one year beginning on the eleventh of May in the year of Grace 2104, and they took me to a dark room beneath the courthouse to affix the mark to my forehead before turning me loose”, Nicolás evocó algo que había leído hacía poco. Consciente de su ausencia física, se preguntó: “Si mi cuerpo se pierde en el agujero negro de la invisibilidad total, ¿continuaré sintiéndome? ¿O seré un espectro? ¿La invisibilidad es una forma de inexistencia?”
Despuntaba un sol rojo. Rayos sanguinolentos subían del suelo al cielo como vías de hiedra.
—Una crepa con queso.
Nicolás se plantó delante del quiosco de comida. El quejido de su voz lo sorprendió a sí mismo.
—Oui —el empleado volvió la cara hacia él sin verlo.
Nicolás repitió su orden.
—Oui —la mirada del empleado lo traspasó como si enfrente hubiese nadie.
—Una crepa —pidió una mujer a través de su cuerpo.
—Sí, señora.
La mujer pagó y el empleado se dirigió a otro cliente.
—Merci.
El hombre invisible se alejó del puesto de crepas pensando en cómo Ulises, envuelto en la densa niebla con que lo cubrió Atenea para que los feacios no lo vieran cruzar sus calles, llegó al palacio del rey Alcínoo, pero al abrazar las rodillas de Areta, la niebla invisibilidora abandonó su cuerpo y fue visto por todos. Debía ser precavido. Su poder podía desertarlo en cualquier momento.
—¿Quién me habla?
—El crepero buscó a su alrededor el origen de la voz.
Al andar sin verse los pies, Nicolás comprendió que algo tan insignificante como poner unas monedas sobre el mostrador era un problema y que lo más simple sería tomar las cosas sin pagarlas. Decidió, si la situación lo requería, robar alimentos, medicinas y productos de higiene, atenderse a sí mismo en hoteles y restaurantes sin saldar la cuenta. Con la gente evitaría contactos físicos y comercio de palabras. Las tiendas de autoservicio serían una buena opción. Con mano propia accionaría los ascensores. En caso de lluvia buscaría refugio, porque no sería conveniente ir por la calle con la cara brillante, los cabellos y los pies mojados. Entrar en lugares prohibidos tenía sus riesgos, podría ser como meterse en camisa de once varas. Presenciar los actos privados de personas conocidas, en posiciones inimaginables, podría darle placer, pero resultarle doloroso, y hasta asqueroso.
Se preguntó si su condición invisible sería permanente, y si en su nueva vida los amigos le ayudarían a tramitar asuntos. Reflexionó sobre cuestiones triviales como si alguien dejaba una puerta abierta exponiendo a los demás a la lluvia debía cerrarla o dejarla abierta. Y si se resistiría a no participar en pláticas casuales cuyo tema le apasionara. Un hombre invisible no podría hablar con nadie y punto, a riesgo de descubrirse a sí mismo. Era imperativo ocultar su presencia, recordar siempre que su cuerpo era una masa sólida y que su estado no era una metáfora. Podía no ser visto, pero sí sentido. Una cosa más. Debía considerar que en caso de peligro o de emergencia médica sería difícil obtener ayuda, ¿a qué doctor podría acudir un hombre invisible para contarle que le dolía el estómago o se le había roto un hueso? ¿Qué documentos de identidad podían servirle en un hospital o ante un agente de la ley? ¿Qué abogado lo defendería si era acusado de un delito? ¿Cómo soportarían sus ojos los flashazos de los fotógrafos de prensa? Si bien era improbable que le pudieran tomar una foto, la noticia en la primera plana de un diario o en la portada de una revista sería motivo de asombro o de risa.
—¿Soy el único que escucha?
Nicolás oyó a unos músicos tocar Haydn. La Sinfonía de París Núm. 85, llamada La Reina.
—No tenemos público —un músico apagó el aparato de sonido y sacó el CD de la Philharmonia Hungarica con que pretendía estar tocando.
—Hey, estoy yo aquí —quiso decirles él, pero los músicos recogieron los instrumentos ignorando su presencia.
Al entrar en su cuarto y percatarse de que el espejo no registraba su imagen, lágrimas visibles corrieron por sus mejillas invisibles. Asomado a la ventana paseó sus ojos por el patio, consciente de que su cuerpo ya no proyectaba sombra, y de que su rostro era visto por nadie.
—El sol’ojo, le sol’oeil —se dijo.