—El misterio del hombre de la máscara de terciopelo negro comenzó cuando un prisionero encapuchado fue visto en una barraca de Auschwitz-Birkenau. A partir de entonces los otros prisioneros lo vieron caminar por el campo con un uniforme harapiento pegado al cuerpo flaco. Nadie podía percibir sus facciones porque llevaba la cabeza cubierta. Los internos sospechaban que podía ser hermano de Gershom Scholem, quien escribía sobre la Cábala, o tratarse de un hijo de Sigmund Freud con una paciente rumana. El motivo que le llevó a taparse el rostro, se murmuraba, era que lo tenía desfigurado —una tarde de agosto, Moses le confió a Nicolás.
—Los oficiales de la Gestapo infiltrados en el campo trataban al prisionero con deferencia porque querían obtener su colaboración en algún experimento o sacarle un secreto. “¿Qué prefieres?”, le preguntó un oficial. “¿Sufrir en Dachau el vacío absoluto en una cámara de baja presión del doctor Rascher o pasar un fin de semana en las tinas de refrigeración de los profesores Jarisch, Holzlohner y Singer?” “Te diré lo que le contestó el doctor Lutz al doctor Weltz”, alguien oyó responderle: “Ya es bastante difícil experimentar en un perro que te está mirando y que parece tener una especie de alma como para hacer experimentos en seres humanos vivos”.
El hombre de la máscara de terciopelo negro había llegado al campo en el verano de 1942 en el cargamento de deportados de Transnistrie y Cernauti:
—Esta ciudad de la que yo era oriundo, por su gran población judía, se hallaba en la encrucijada de la desgracia, entre Kiev y Bucarest, Odesa y Cracovia. Durante la marcha de la muerte, alojado en establos, porquerizas y edificios en ruinas, el hombre de la máscara de terciopelo negro había sobrevivido al hambre y al frío, a epidemias de tifo, disentería y fiebre tifoidea, y a esos monstres d’innocence, ces paysanes, que despreciaba Rimbaud.
—¿Por qué estabas tú allí? —le preguntó Nicolás.
—Porque Ion Antonescu, el Conducator del Estado rumano, apodado el “Perro rojo” por lo sanguinario, y los camisas verdes de la Garda de Fier, legionarios antisemitas reclutados entre campesinos, obreros, burgueses y sacerdotes por los nazis Codreanu y Horia Sima, una verdadera sima humana, torturaban y masacraban judíos. Porque deportados mis padres durante el invierno infernal de 1942, mientras vagaba de pueblo en pueblo con los huérfanos de Cernauti, fui arrestado.
—¿Cómo conociste al hombre de la máscara de terciopelo negro?
—Cuando me mandaron a lavar el piso del laboratorio y arrastrar al crematorio los cadáveres de las víctimas de los experimentos médicos practicados por los doctores Tillo, Fischer y Mengele, lo sorprendí levantándose el capuchón para comer su ración de perro. El asombro no cupo en mis ojos: el hombre, como un alacrán descabezado, no tenía cara sobre el cuerpo. Iba a interrogarlo sobre esa carencia, pero entraron a la barraca dos agentes de la Gestapo y rápidamente se tapó la cabeza. Lo confinaron en una celda helada, acusado de estar involucrado en una conspiración para liberar prisioneros o para transmitir secretos al campo enemigo. En su plato encontraron un mensaje cifrado hecho con rasguños.
—¿Logró mandarlo?
—No, la carcelera, una mujer regordeta de carnes fláccidas y manos afiladas que daban la impresión de extenderse a voluntad como las de un feroz pez rape, lo despedazó. Era imposible burlarla. En la noche se sentaba inmóvil afuera de la barraca para cazar en la oscuridad a sus escuálidas presas, lanzándose sobre ellas al menor indicio de movimiento o ruido, y, después de matar a alguien, volvía de nuevo a su inmovilidad.
—Qué pena.
—En el campo, como en una jungla submarina, el peligro era constante, y la muerte podía venir de atrás, adelante, arriba y abajo. Por eso, el hombre de la máscara de terciopelo negro ansiaba ser invisible.
Ante el asombro de Nicolás, Moses continuó:
—Una noche, un prisionero de Campulung me dijo que como éste era un científico reputado que estaba a punto de descubrir el secreto de la invisibilidad, los nazis lo forzaban a trabajar en proyectos militares buscando conformar una armada invisible. Pero traumatizado por tener que asistir al Ángel de la Muerte en experimentos con seres humanos vivos, particularmente con la familia de enanos Ovitz, había intentado suicidarse dos veces…Y porque lo acuciaba el deseo de hacerse invisible para escapar de sus captores, y porque los guardias lo habían atrapado a la salida del campo varias veces con el cuerpo medio transparente, se le castigaba con frecuencia… No sólo eso, como si los prisioneros estuvieran inmersos en las profundidades marinas, el ojo negro del Ángel de la Muerte los vigilaba en la noche del abismo. Su ojo, como del calamar gigante Architeutix dux, magnificado por el miedo de los presos, parecía tener para ellos el tamaño de una naranja negra o de una cabeza humana. Pues igual que los biólogos han descrito al Vampyroteuthis infernalis, ese híbrido mitad pulpo mitad calamar, el Drácula de los Campos de Exterminio era mitad humano mitad diablo.
—¿Qué daño podía causarle ese morral de huesos? —preguntó Nicolás.
—Ese morral de huesos, enloquecido, murmuraba: “Así como hay peces del océano profundo que crean su propia luz, yo voy a crear mi propia sombra, mi invisibilidad” —luego de una pausa, Moses añadió—: Un día el hombre de la máscara de terciopelo negro desapareció y durante semanas no se supo más que el doctor Tillo o el doctor Fischer lo había mandado llamar, no sé cuál de los dos. Pero el galeno en cuestión tenía fama de llevar como un pez víbora los dientes fuera de la boca y de ocultar los ojos negros detrás de gafas semejantes a grandes círculos helados. Volvió una noche, golpeado y humillado. Desde ese momento pasó las horas arrinconado en la barraca como si estuviera enfermo o hiciera esfuerzos de concentración para hacerse invisible, para desincorporarse in situ y reincorporarse en otra parte. En vano, maltratado sin cesar por sus verdugos, con pesar descubría que su cuerpo estaba en el mismo sitio, visible… De hecho, me contagió su esperanza. A menudo yo también hacía ejercicios para desaparecer del campo.
Moses, atragantado por los recuerdos, continuó:
—Me permitiré pervertir el sentido de las palabras del explorador de la vida submarina y autor de Half Mile Down, William Beebe, para decir que quienquiera que haya visto ese universo de exterminio lo guardará para siempre en su memoria: por su aislamiento, su frío cósmico y su eterna oscuridad, y, sobre todo, por la indescriptible maldad que reinó en los territorios ocupados.
—Qué pasó después, cuéntame —pidió Nicolás a su padre.
—El hombre de la máscara de terciopelo negro, como si hubiese perdido el juicio, repetía obsesivamente: “Para mí la máxima frustración es oscilar entre el hambre, que hace delirar, y la revelación inútil, que vuelve loco al hombre”.
—¿Qué más?
—El hombre encapuchado, sintiendo su fin próximo, me hizo una revelación: “Me llamo Petru Margul. Nací en Cernauti, llamada la pequeña Jerusalén por su gran población judía. Me interesé en la invisibilidad cuando una tarde a las orillas del río Pruth leí por azar un artículo en una revista española sobre Cadalso de los Vidrios, un pueblo donde se encontraba la fábrica de vidrios más antigua de la península ibérica. Como en el artículo se decía que allá ‘De la tierra oscurecida… brotaba un fondo de contraste que hacía más ingrávido, transparente, delicado, metafórico el vidrio’, decidí buscarlo. Al entrevistarme con don Isaque Franco, el dueño de la fábrica, descubrí que el anciano poseía entre los objetos de su colección un ‘vaso con color de mirada’ y una botella tan transparente que al tenerla en las manos parecía ser aire. ‘Yo no sé qué tienen que ver esos vidrios con el tiempo, pero el tiempo se transparenta en ellos y se esconde en su cuévano como en su propio búcaro’, me dijo don Isaque. De regreso a Rumania, pasé unos meses en Campulung tratando de aplicar ese principio en mi cuerpo para lograr la invisibilidad. Cuando avanzaba en mis pruebas, estalló la guerra y comenzó el terror. Primero con la visión de mi perro congelado en el hielo, arrojado al río Pruth por un legionario de la Guardia de Hierro; luego cuando fui atado a la marcha de la muerte y con otros judíos recorrí los caminos de Transnistrie abrumado por el hambre y el frío. Me obsesionó entonces la idea de hacerme invisible, de convertirme en un Malakh”.
Moses le preguntó a Margul:
—¿Qué es un Malakh?
—Un amanecer, con los ojos rojos por la falta de sueño, el hombre de la máscara de terciopelo negro me lo dijo: “En la Cábala se dice que el Malakh, un ser en formación, fue enviado del mundo superior al inferior, pero nadie podía verlo, porque los seres invisibles sólo pueden ser percibidos por los profetas y los santos… y los animales. Manoa, el padre de Sansón, lo vislumbró con los rasgos de un ángel y el asno de Balaam lo vio como el ángel de Jehová parado en el camino con su espada desnuda en una mano. Yo también me topé con el Malakh… Sobre las aguas heladas del río Siret, que nace en los Cárpatos del Norte, se paraba con una espada en la mano entre docenas de lobos negros congelados, cuyos aullidos, en los hocicos vueltos hacia arriba, parecía habérseles vuelto nieve dura. Sus cabezas, como cortadas por cuchillos de vidrio, permanecían en el agua sólida, mientras otros lobos, como si corrieran sobre un espejo blanco, aullaban. La silueta transparente del Malakh se rompió como un trozo de hielo”.
—¿Qué le pasó finalmente a Petru Margul?
—Dos días antes de la liberación de Auschwitz por las tropas soviéticas un oficial borracho de la SS le dio un tiro en el pecho. El cuerpo del hombre de la máscara de terciopelo negro fue arrojado sin capuchón y sin cabeza entre los despojos mortales de dos adolescentes gitanas desnudas. Tenía en el brazo un ultraje indeleble, digo, tatuaje.
—Sería un chiste cruel decir que el prisionero se había vuelto invisible.
—Arañando la tierra con las uñas, Margul escribió una frase: “El secreto de la piedra de oro está en Campulung”. “Yo también la buscaré”, afirmó el nazi que le había disparado.
Moses tragó saliva como si quisiera tragarse el horror pasado:
—El hombre oriundo de Campulung, antes de morir, me contó que en Bucovine, habiendo la Guardia de Hierro saqueado y destruido la biblioteca del rabino Moses Josef Rubin, y habiendo los legionarios de Sima enjaezado a él y a su hijo como si fueran caballos a una carreta que transportaba sus bienes robados, se puso a gritar: “Quiero ser invisible, quiero ser invisible”.
—Tú, ¿qué hiciste?
—Me robé el uniforme de Petru Margul, y lo guardé años, hasta que un día en sus harapos encontré un mensaje cifrado en un viejo código.
—¿Qué decía?
—Petru tiene una Rosa Gallica.