La morada del hombre invisible estaba en la última planta, abajo de un viejo edificio construido sobre el vacío de las canteras. Su calle salía a Avenue Mozart y cruzaba Rue de Ranelagh, por donde se bifurcan Rue de Passy y Avenue Paul Doumer, como yendo a la Clinique de la Main. El apartamento era compacto (une chambre-salle a manger-cuisine-salle de bains) como un nido de paloma subterráneo. Desde hacía tres años Nicolás trabajaba como fotógrafo en la Agence Ultra Neuf, especializada en vender fotos de monumentos históricos, estaciones de metro canceladas, calles desaparecidas, paisajes insólitos y lugares emblemáticos del Paris mystérieux. Cien mil imágenes estaban disponibles on line. El asistente del asistente del jefe, su boss inmediato, después de pasearlo por la Sección de Archivos, Eventos y Exhibiciones, lo había mandado a Servicios al Cliente, y de ahí a Negativos, y de allá a llenar formularios, cargar cartones y distribuir rollos de películas por los estantes. Sus compañeros de trabajo le daban ganchos al ego tildándolo de irresponsable, irrespetuoso, impuntual, incorregible y acusándolo de tomar siestas en el cuarto de revelado y de ser viajero frecuente al país de la gripe. Para escapar de la jaula laboral en que había caído su vida, el ahora hombre invisible solía pasar los domingos en pijama soñando con partir a Sudamérica, y, como el Claude Lévi-Strauss de las Saudades do Brasil, documentar sus aventuras con fotos de niñas Nambikwaras retratadas desnudas en su hábitat natural. Pero como un viejo prematuro hacinado en los metros de París, cada día consideraba menos factible realizar ese viaje. Como un Borges de las aceras parisienses reflexionaba así: “Uno sabe que es viejo cuando descubre que ya nunca será playboy, millonario, empresario de la jet set, jefe de Estado, actor sexy, detective, deportista o arquitecto, y como no ha triunfado en el poder, el dinero o el amor, sólo le queda realizarse a sí mismo. Y, lo peor de todo, si uno es débil existencial y se descuida, puede acabar su vida matando el tiempo en oficinas y bodegas, cargando materiales con manos desnudas y enmarcando fotos ajenas… para el provecho de otros.”
“El hombre es el conjunto de sus imaginaciones”, Nicolás divisó su nombre grabado en una placa pequeña sobre la puerta de su domicilio. “Para anunciarme a mí mismo, tocaré el timbre antes de entrar.”
Quel tete de vainquer! Bien c’es psyko, murmuró delante de su lecho, paseando la mirada por los muebles sobrevivientes de múltiples mudanzas como si fueran bestias huérfanas.
Junto a la ventana una planta se moría de sed, y le dio de beber, observando cómo su mano transparente sostenía una cubeta amarilla llena de agua, y cómo vaciaba ésta sobre los geranios de una maceta.
—Las plantas que embellecen la vida humana deben ser tratadas como seres humanos —opinó.
Sin ver su cuerpo, se sintió parte del mobiliario, una extensión de la mesa, una silla en el espacio. Y algo que no le gustó: a través de su brazo podía ver la pared. Entonces, para tener la sensación de sí mismo, más que para limpiarse de mugres, corrió el agua de la bañera. Al meterse en la tina, se preguntó si sus miembros serían evidenciados por la espuma, y si el champú tomaría la forma de su cabeza, registrando su materialidad. Se sumergió en el líquido, sintió su peso y disfrutó su corporeidad.
Minutos más tarde, sentado al borde de la bañera, sus pies invisibles mojando el tapete, en el espejo buscó su cara, y en el halo del vidrio, sus miembros ausentes. Ansiosamente, como para aprehenderse a sí mismo, palpó su cuerpo.
Su ropa en el canasto parecía pobre, despreciable, como si perteneciera a una persona de otras medidas. Sus tenis viejos estaban gastados y tendría que conseguir unos nuevos. Los calcetines difícilmente podrían ser zurcidos, y sería más caro el remedio que la enfermedad. El difunto Nicolás daba la impresión de ser distinto al hombre invisible, un personaje a todas luces más alto y esbelto que aquel empleado alfeñique de la Agence Ultra Neuf.
En el centro de ese cabinet de toilette, que por sus bordes límpidos y sus superficies lisas le recordaba al pintor Bonnard, sintió su cuerpo extraño. Y, dudando de su realidad, se peinó el pelo invisible, se envolvió en una toalla blanca, se puso sandalias verdes.
Después, en la cocina, mordisqueó un pedazo de queso, intrigado porque el cuchillo y el tenedor como accionándose solos alimentaban una boca ausente. Bebió vino, comprobando con la yema del dedo índice las gotas caídas sobre su pierna. Desde la mesa, clavó la vista en su pequeña, pero bien provista biblioteca: autores rumanos (Ovide Densusianu, Ionesco, Celan, Manea), poetas y novelistas griegos, latinos, franceses, italianos, rusos, anglosajones, hispanos, alemanes, japoneses. Ocupaban un estante aparte los discos compactos con obras de Bach, Vivaldi, Mozart, Haydn y Brahms, y las interpretaciones de Dinu Lipatti, su pianista favorito. No sacó libro ni disco alguno; la maravillosa irresponsabilidad de no ser responsable de sus actos lo embriagaba.
Se fue a la cama sin saber si al despertar sería visible o invisible. A diferencia de otras veces, cuando creía ir por un túnel del tiempo con las puertas cerradas, en esta etapa de su vida sintió el mundo abierto. De ahora en adelante su relación con la gente cambiaría. Las cosas que sus manos levantaran y movieran le darían la impresión de levantarse y moverse solas, como ingrávidas. Y dormiría hasta tarde, hasta el momento en que lo que le quedara del día se disipara en torno como una bocanada de humo.
Tenía que ser precavido. Una moneda o una hoja de papel en su mano llamarían la atención. Y su pretty brown hair blowing in the wind tenía que estar domado. El acto de abrir un periódico en la calle debía evitarse a toda costa por el asombro que causaría en los otros. Camino del Sena, sus ojos proyectarían un fulgor fantástico, aunque la gente percibiera vacío.
De ahora en adelante nada sería ordinario. Los movimientos de un hombre invisible estarían sujetos a escrutinio público. Todo en el futuro sería como un espectáculo espectral; los objetos en el espacio parecerían movidos por un mago.
A las 11:11, hora que le gustaba por los 1111 paralelos, se acostó. En el colchón se hundió su cuerpo. La almohada registró el peso de su cabeza. Tendido, se preguntó si volvería a usar zapatos o si andaría descalzo por la calle, corriendo el riesgo de pisar clavos, cascos de botella o caca de perro.
Por la puerta entreabierta del ropero vio la corbata que su padre le había regalado. No necesitaba ponérsela. Abandonaría los trajes y las camisas blancas, las formalidades y las prisas cotidianas.
Contra las mordidas del frío, tendría lista ropa interior, chaquetas y pantalones gruesos. En sus salidas a la calle pretendería estar resfriado y se taparía el rostro con pañuelo o mascarilla. Para ocultar otras ausencias llevaría guantes, bufanda, gafas, gorra de visera.
De repente, escuchó los soplidos del metro como si la estación fuera un monstruo debajo de su cama. Y pasos en la escalera, que a esas horas no podían ser provocados por los vecinos que volvían del trabajo. Tal vez el conserje Tranchant venía a espiarlo. O su cuñado marroquí, que solía visitarlo los fines de semana, se había quedado a dormir en el sótano. Podían ser los hermanos Cobra, que lo buscaban hasta en les sous-sols y les égouts de París para matarlo. O su madre, que lo llamaba con urgencia.
Cuando apagó la luz para no ser visto desde el exterior, una raya amarilla apareció debajo de la puerta. Nadie había accionado la minuterie, que él supiera. Percibió una respiración, una sombra tapando la raya. Un cuerpo estaba detrás de la puerta.
—¿Quién será? —se preguntó, como si los ruidos exteriores retumbaran en su corazón.
Abrió la puerta. La escalera estaba oscura, helada. Contó los escalones, como si sus pies no conocieran el número. El escalón superior apenas se distinguía. Tal vez a la derecha se ocultaba alguien. Para salir a la calle debía pasar delante de la pieza de la sirvienta. Sintió hambre de luces y de compañía, como una persona tiene hambre de pan.
Acallados los ruidos, cerró los ojos con la sensación de que el mundo lo había olvidado. Los abrió, con la sensación de que su cuerpo nunca había sido visible. Amaneció en el suelo, no en la cama. Para identificarse a sí mismo, se ató un cordón rojo en la cintura. Para no revelar su condición invisible, se prometió rasurarse cada mañana, vigilar los pelos en su cabeza.
Encendió un cigarrillo tempranero. El humo salió de su boca como si el personaje fuera el cigarrillo, no él. Hambriento, quiso ir a la charcuterie, la fromagerie y la boulangerie más próximas. En su estado adquirir productos alimenticios era difícil. No podría llevar dinero en la mano, salvo cogido con guantes. Debía proveer su despensa, procurarse huevos, latas de sardinas y atún, bolsas con copos de cereales tostados, paquetes de spaghetti, botellas de leche, yogures, cubos para sopa, nueces, carnes no (era vegetariano), purée cacahuetes, purée de Myrtilles Sauvages. Todo bio.
En el clóset metería papel de baño, pañuelos desechables. Una opción para obtener alimentos sería acudir a su madre, pero presentársele de improviso, cuando había salido en el periódico su muerte, podría ser riesgoso para su salud. Ella no tenía edad para sustos. Por eso, se contentó con untar miel de acacia en un pan.
Tenía la ventaja de no pagar renta; su padre le había heredado la vivienda. Como existía el peligro de que el administrador del inmueble al enterarse de su muerte intentara apropiárselo, el solo pensamiento de ver a cargadores desarmar su cama, disponer de sus muebles, sus ropas y sus fotos, echar sus pertenencias a la calle, lo puso fuera de sí, y pensó en mil maneras de matar a ese truhán, si ese truhán llegara a materializarse… A sabiendas de que pasara lo que pasara no podría hacer nada, ni siquiera reclamar el abuso por miedo a revelar su invisibilidad, acabó resignándose. Sin embargo, para evitar eventualidades, le contaría a su madre lo sucedido y le pediría que visitara el piso como si él estuviese vivo.
Pegó la cara al vidrio de la ventana. Exploró con los ojos el patio como si el administrador fuese a venir por ese lado. Vio a la niña de los vecinos jugando con una pelota, y a Graciette la sirvienta pasar con una bolsa de basura. Pensó en una estrategia para hacerse de comida y de útiles de limpieza. Oyó pasos. Se asomó a la ventana. Vio arriba la forma de unos zapatos, las valencianas de un pantalón.
—Hay carta —anunció una voz del otro lado de la puerta. Era Tranchant que arrojaba el correo sobre el tapete. Estaba a punto de abrirle cuando descubrió su sombra debajo de la puerta. Era una trampa. Se sentó en la cama a esperar.
Ido el conserje, subió la escalera. La niña de la pelota se cruzó con él. Miró a su vacío. Por su expresión olía su presencia, no cabía duda.
A la entrada del inmueble, Tranchant insultaba a un visitante extranjero. Demasiado avaro para regalar palabras a un extraño a cambio de nada, mostraba enojo porque le había preguntado una dirección en mal francés. Alice su mujer acababa de lavarse el trasero en el bidet, y, habiéndose quitado la bata, se paseaba en cueros por la habitación creyendo que estaba sola. Pero a Nicolás no le interesaba su cuerpo, y pasó de largo.
—Eres avaro hasta con tu miembro —se quejó Alice con Tranchant—. Hemos pasado veinte años haciendo economías, y me temo que tendremos que pasar el resto de nuestra vida ahorrando hasta en nuestra vida sexual.
Nicolás recogió el correo. El jefe de la sección fotográfica de una revista comercial le pedía una colaboración para un número especial sobre Paris Souterrain. El comunicado de prensa de un concurso de fotografía informaba que el primer premio lo había ganado el asistente del asistente del jefe. El anuncio de un concurso de fotos eróticas mostraba a una mujer desnuda de espaldas en un barandal a punto de arrojarse al vacío. Lo había obtenido un rival hijo de puta. A medida que leía la correspondencia las malas noticias se le convertían en acidez moral. Iba a guardar las cartas, pero receloso de Tranchant, las deslizó por debajo de la puerta como si nunca nadie las hubiese abierto. Un periódico decía:
Experimento fallido el 14 de julio de origen desconocido. Una nave extraña en la formación de aviones apareció y desapareció durante el desfile militar arrojando una luz potente sobre el puente Alexandre III. Un testigo afirma que dejó atrás de sí una estela de letras rojas A M O R (con otra letra ilegible). Un turista asegura que no advirtió nada, ni siquiera se dio cuenta de la nave. Los servicios de inteligencia investigan el vuelo, guardando hermetismo total sobre los desaparecidos.