A primera hora del lunes, Nicolás Antschel ordenó por teléfono la publicación de su esquela en un diario parisiense.
Les membres de la Société Ovide Densusianu
Ont la tristesse de faire part du déces de Nicolás Antschel
survenu le 17 juillet 2007 en le quartier de la Goutte d’Or, a l’age de 35 ans.
Les obséques auront lieu le prochain lundi.
On se réunira, á 11 h 15, a la porte principale du cimétiere parisien de Bagneux, 45 avenue-Max-Dormoy.
La famille s’excuse de ne pas recevoir dons, fleurs et messages.
Impaciente por comenzar su nueva vida, el hombre invisible quiso acabar con el hombre visible. De regreso de entre los muertos, intentaría ser otro. Callaría, por supuesto, la noticia aparecida en un periódico sobre un presunto criminal pescado en las aguas del río Sena. El cuerpo con siete impactos de bala había sido trasladado de la Goutte d’Or a los pies de la escultura del zuavo de Pont de l’Alma. El sujeto no parecía ahogado sino ejecutado. Por la saña del crimen, la policía sospechaba que se trataba de un ajuste de cuentas entre delincuentes. El suicidio y el robo estaban descartados. La policía investigaba si el cadáver pertenecía a Nicolás Antschel o a un tal Michel Tortelier, este último desaparecido el 14 de julio.
Al mediodía, Nicolás se fue a visitar a su madre. Quería contarle que estaba muerto. Se sentía absurdo anunciándole su propia muerte, pero nadie más podía hacerlo. Al entrar a su recámara, de la cual recordaba cada rincón, cada mueble, cada crujido de duela y el número de pasos que lo llevaban de su cuarto a la sala, el espacio le pareció insoportablemente vacío, como si lo vivido desde su infancia hasta ahora hubiese sido nada. No sólo eso, al atravesar el corredor creyó que su padre, invisible, quería cogerlo.
La mujer de cuerpo frágil y rostro placentero sentada delante de la ventana en un sillón recubierto con terciopelo rojo no registró su presencia. La ropa oscura que llevaba puesta era la misma con que la había visto la última vez. Las puertas, mantenidas abiertas por miedo a verse atrapada en un incendio, no se habían movido. Sus ojos parecían agujeros de tinieblas.
—Madre, estoy vivo —le dijo la voz.
—Me da gusto —ella no vio a nadie en la habitación.
—¿Cómo has estado?
—Desde hace tiempo no venías.
La cara de Suzanne era como una pantalla sin imágenes delante de la cual pasaba una película sin historia.
—¿Te asusté? —él le besó la mano con olor a rancio.
—Me despertaste.
—Madre, ¿estás bien?
—¿Sabe tu padre que has muerto?
—Te dije que estoy vivo.
—No te entiendo, ¿eres o no un fantasma? —la mujer se volvió sin entusiasmo hacia esa persona invisible, y desconocida, que era su hijo.
—Madre, estoy aquí.
—Te ves cansado. ¿Quieres comer algo? Hay goulash. Los cubiertos están sobre la mesa. En la cava hay una botella de vino que compró tu padre.
—Madre, acabo de pasar por una mala experiencia.
—Si alguien me pregunta por ti, ¿qué debo decir?
—Que Nicolás Antschel ha muerto.
—¿Estás seguro de lo que haces, hijo?
Ella se quedó mirando al vacío, sin que él supiera qué miraba, si las facciones ausentes del hijo difunto o la foto de él sobre la mesita, un niño con alas de cartón sentado sobre sus piernas.
—¿Te gustan las zapatillas rojas que me dio tu padre?
—No están mal.
Él la recordó la noche que las estrenó, con esa boquita pintada que a Moses le gustaba besar después de haber anotado los gastos del día en una libreta.
—Desde que tu padre se fue decidí esperar sentada el día de mi muerte.
—¿Aún te comunicas con él…, digo, en sueños?
—Para regañarlo porque ensució su corbata con spaghetti.
—¿Esperas encontrarte con él algún día? —preguntó Nicolás, retóricamente.
—En la oscuridad más total reconocería el fulgor de sus ojos.
—¿Crees que él… está vivo en el otro mundo?
—¿Has visto a tu novia?
—¿Nicole regresó?
—¿Se había ido?
—Madre, hace dos años obtuvo una beca para estudiar teatro campesino.
—Recuérdame adónde.
—Se fue a México.
—¿Hablamos de la misma muchacha?
—De la misma, madre.
—Dile que usa demasiado rímel, que las pestañas falsas no le quedan, que se pinta demasiado los ojos y que las tetas se le mueven al caminar por no usar sostén bajo la blusa. Si es discreta se verá mejor.
—Estás muy guapa —Nicolás observó a su madre a través de una jarra.
—Mentiroso.
—¿Quieres dar un paseo?
—¿Por el cementerio de Bagneux?
—Por el jardín de las Tullerías.
—¿En verdad estás vivo?
—¿Cómo puedo convencerte de que soy real?
—Aunque nunca he dejado de asombrarme, soy desconfiada. Demuéstrame que estás vivo —ella cogió un vaso para beber.
—Madre, ¿quieres agua?
—¿Por qué no tienes cuerpo?
—Madre.
—Hijo.
Los dos empezaron a reírse. Pero de inmediato él se puso serio; le parecía raro que un hombre invisible se estuviera riendo. Los dientes invisibles sonaban como chasquidos.
—Madre, te pido un favor.
—Hazlo.
—Quiero que vayas a la alcaldía del lugar de mi deceso para pedir una autorización para cerrar el ataúd y solicitar un acta. Quiero que saques un permiso en la Prefectura de Policía para poder inhumar mi cadáver fuera de la comuna de París —Nicolás le habló con voz lenta y clara.
—¿Todo eso tengo que hacer? —ella mostró temor por los trámites administrativos.
—Te ayudará Iulian Brancila. Yo sacaré una autorización de transporte de cuerpo en el Bureau des Óperations Mortuaires de la Prefecture.
—¿Si descubren que miento?
—Alegarás senilidad.
—¿Si se me olvida decir lo que tengo que decir?
—Hablarás de amnesia.
—¿Si me piden que done tu cuerpo a la ciencia?
—Dirás que no, que los gastos del sepelio serán cubiertos por la familia Antschel.
—¿Qué casa de pompas fúnebres se encargará de los servicios de inhumación?
—Todo eso será arreglado —Nicolás observó esa cara querida más distante que nunca.
En eso sonó el teléfono.
Patientez, patientez. Suzanne atravesó el corredor como si hablara a la persona del otro lado de la línea.
—Escucho.
—¿Quién es? —preguntó Nicolás.
—Sergiu Cornea, un viejo amigo, está hablando para darme el pésame, dice que eras el vivo retrato de tu padre, no sólo por las facciones, sino por sus tics nerviosos.
—¿Aún vive?
—No sólo vive, se encuentra en tan buena forma que acaba de traer de Transilvania a Madalina, una joven rumana que se parece a Magda Lupescu.
—¿Qué edad tiene?
—¿Ella? Veinte años.
—¿Vendrá a mi entierro?
—Él vendrá, pero no sé si traiga a Madalina. Sergiu es tan celoso que no se la enseña a nadie, mucho menos a otros rumanos. Oí decir que es una prostituta reformada, y que la prostitución y la información en su familia es tradición. Su madre fue informante de la Securitate.
—Nunca te lo he preguntado, pero ¿Paul Celan se suicidó en el Pont Mirabeau por amor a la poesía de Apollinaire?
—Lo hizo en ese puente porque estaba cerca de su casa. Sergiu fue la última persona que lo vio.
Nicolás puso el speaker. Se oyó la voz cascada de Cornea:
—Suzanne, ¿estás allí? Tengo una idea sensacional, después del desfile militar del catorce de julio se me ocurrió que el regimiento de caballería que custodia el vehículo del presidente de la República por los Champs-Elysées debe apostarse en las afueras de la Academia Francesa. Así Francia será el primer país del mundo, por iniciativa de un rumano, en constituir la Guardia Republicana de las Letras.
—¿Qué piensas, hijo, de la idea de Sergiu? —Suzanne se volvió hacia él buscando su reacción, pero se frustró al ver a nadie.
—Suzanne, ¿estás allí? ¿Me escuchas? Ces renforts rempliront diverses missions de sécurité publique, en fonction des spécificités locales —Cornea dio la impresión de estar leyendo el texto de un diario—. Par ailleurs, le cheval est silencieux, rapide, tout terrain. Il impressione, donne á son cavalier une position en hauteur qui facilite la surveillance et lui permet de concentrer toute son attention sur son environment.
Suzanne colgó. Nicolás tosió para hacer audible su presencia.
—Madre, me voy.
—Qué rasgos finos tenía Nicolás —le dijo ella, como si él no fuera Nicolás.
—Madre, quiero besarte —él quiso besarle la mejilla, pero sus labios invisibles provocaron una reacción de rechazo.
—Cuídate, hijo, de los catarros —ella le dio un paraguas viejo.
—Gracias, mamá.
Viéndola perdida en sus pensamientos, más bien ahogada en sus lagunas mentales, él atravesó el apartamento con el paraguas en la mano. Salió a la calle. Al darse cuenta que no llovía y que era raro que un paraguas sin hombre fuese solo, se devolvió a la casa y lo dejó recargado contra la puerta. Bajaba la escalera cuando oyó una vieja canción que su madre puso en el aparato de sonido:
J’attendrai
Le jour et la nuit, j’attendrai toujours
Ton retour
J’attendrai