El entierro del hombre invisible tuvo lugar el lunes. En la entrada principal del cementerio de Bagneux se juntaron desde temprano los miembros de la Sociedad Ovide Densusianu. En las divisiones las losas, las cruces y las estrellas de David eran conciliadas por la paz de los sepulcros. En la sección Amicale israelite yacían el clown Alex, el cineasta Jean Vigo, el fotógrafo Eugéne Atget y el patafísico Alfred Jarry. Algunos monumentos honraban a los combatientes judíos muertos por Francia en los años negros, en el ghetto de Varsovia y en los campos de concentración.
—Vivir cerca del cementerio tiene sus ventajas; los jubilados pueden irse caminando hacia sus tumbas sin necesidad de tomar autobús —dijo Suzanne Antschel al pasar por la Maison de Retraite Villa Garland. Maquillada de prisa, se había puesto el lápiz labial fuera de los labios. Con ojos que guardaban un fulgor juvenil, parecía encontrarse más en una reunión de amigos que en el funeral de su hijo. El vestido negro de boda, resucitado para la ocasión, no le cerraba. Esforzándose por mantener derechura y dignidad, sus piernas flacas se rebelaban, los zapatos de tacón alto se le ladeaban, las medias negras tenían hilos corridos.
—Me gustaría guardar reposo eterno en una caja de banco —rió su amiga Damiana Gabriela, una rumana sesentona de pechos aguados, piernas regordetas, trasero grande y ojos de distinto color (uno verde y otro castaño) que miraban por su cuenta. Desde niño Nicolás sentía fascinación por lo que su padre llamaba “ojos brujos”.
—Recuérdame a qué vinimos —preguntó Suzanne.
—A sepultar a Nicolás.
—Se habrá ido a Pigalle; regresará de madrugada.
El cortejo fúnebre se fue por Avenue des Pommiers á fleurs. Dio vuelta en Avenue Principal. Peatones y vehículos habían entrado por Rue Egalité. El viento sacudía follajes de castaños y arces. Nicolás marchaba solo hacia su tumba. Por segundos su silueta parecía esclarecerse, pero volvía a desaparecer. Los rostros de su padre se mezclaban con las hojas que pisaba, quebrándose bajo sus pasos. Las lápidas tenían pegados los retratos de los difuntos: Malka Goldman 1916-2004, Chaim Chudzik 1910-2004, Esther Kalstein 1908-2001, Mme. Marcelle Keszbaum née Sokz 2-7.1931-27-11.2003. Algunas tumbas pertenecían a familias muertas: los Kelmer, los Sznajder, los Tempel, los Hoffman, los Hepner, los Granat, los Souci, los Acoca y los Aquiba. En las divisiones 55 y 47 grandes estelas colectivas conmemoraban a unas cuarenta o cincuenta personas, les morts en déportation de los años 1943 y 1944.
Nicolás, parado sobre su ataúd, con el cuerpo invisible envuelto en una especie de bruma, asistía a su propio entierro. Con ojos aguzados, manos sobre la cintura y rostro impasible, seguía los pormenores de su funeral. Las paletadas parecían caer sobre su existencia entera, no sobre su cuerpo ausente. Si bien el hombre invisible antes de la ceremonia luctuosa había jurado vengarse de los Cobra, en esos momentos de calor y muerte todo le resultaba nebuloso y ansiaba perdonar hasta a las ratas. Mas con el hambre con que los muertos miran a los vivos, de repente sintió pálpitos por la presencia de la enlutada más joven, alguien que llevaba pantalón punk negro Tiger of London, sudadera negra con correas cruzadas y ganchos en hombros y cintura, calcetines negros con calaveras rojas, botas cebra. Era Nicole Nemier.
—Aquí cualquiera puede ser Hamlet, con miles de cráneos al alcance de la mano —el poeta Sergiu Cornea traía gafas de montura roja y cazadora de cuero.
—Especialmente si eres rumano y sobreviviste a los fascistas de la Guardia de Hierro y a los agentes de la Securitate —replicó Iulian Brancila, con corbata azul gris ceniza y chaqueta azul marino con botones dorados.
—¿A qué se dedica, señor? —le preguntó secamente el librero David Filmus.
—Oficio, bombero.
—¿Cómo alguien con ese talante puede ser tragahumo?
—Por mi difunto padre. Fue él quien halló en mí aptitudes físicas y morales que cumplían con los requisitos del batallón. Diablos, yo quería ser modisto. Durante semanas oía golpes del otro lado del muro de mi cuarto como si alguien me estuviera diciendo: “Iulian, no seas sumiso, rebélate”. Diablos, del otro lado del muro sólo contestó el silencio.
—Dejemos esa conversación para ocasiones más felices —el doctor Tiberiu Bratu lo interrumpió levantando la mano como si quisiera detener un vehículo que se pasaba un alto.
—Bratu.
Al verlo cerca de su madre Nicolás no pudo contener su disgusto. Su presencia en el funeral le perturbaba por su posible participación en la muerte de su padre en Garden City. Este rumano advenedizo no estaba libre de sospechas. Bajo de estatura, con ojos descoloridos encerrados detrás de culos de botella, boca y orejas grandes, dientes pésimos y pelo escaso, daba la impresión de llevar la cabeza desnuda. El gesto sardónico con que examinaba al prójimo era repelente.
—¿Se imaginan a un Quijote sobrenatural lanceando calaveras en el otro mundo? —preguntó Sergiu Cornea.
Como David Filmus vio a Nicole apartada de todos, le preguntó:
—Señorita, ¿conocía al difunto desde hace tiempo?
—Fuimos amigos hasta el día que me fui a México.
—Señorita, ya que estuvo en México, ¿por casualidad sabe qué pasó con el rey Carol II de Rumania cuando se refugió en ese país con su amante Magda Lupescu?... Me refiero a la pelirroja de ojos verdes.
—Hacia 1944 mi hermano tuvo una novia rumana llamada Eliza, pero la perdió de vista cuando ella se marchó a Río de Janeiro con el rey Carol, ¿será la misma? —intervino en la conversación Sergiu Cornea.
—En lo mínimo, me refiero a Mag-da Lu-pes-cu.
—Mrs. Parker connait un epicier roumain, nommé Popesco Rosenfeld, qui vient d’arriver de Constantinople. C’est un grand spécialiste en yaourt. Il est diplomé de l’ecole des fabricants de yaourt d’Andrinople. J’irai demain lui acheter una grande marmite de yaourt folklorique —parloteó Cornea.
—Sergiu, no es el momento de contar anécdotas; debemos estar tristes. ¿Qué diría de ti Moses? —protestó la señora Antschel.
—Le yaourt est excellent pour l’estomac, les reins, l’appendicite et l’apothéose —continuó el otro.
—Ahora, con el permiso de Ionesco, y como viejo amigo de Moses Antschel, pronunciaré una oración fúnebre por Nicolás.
Bratu avanzó hacia la tumba con pasos quebrados.
—Por favor, hazlo, Tiberiu.
—Sin falta, mi querida Suzanne.
El doctor paseó la mirada por un espacio poblado de figuras vagas y siluetas lívidas, y pronunció su discurso fúnebre en rumano, latín y francés. En las manos llevaba una fotocopia engargolada de la Histoire de la langue roumaine por Ovide Densusianu.
Mientras Baltazar Nesturel, Iulian Brancila, Stelian Petrescu, Sergiu Cornea, David Filmus y su hijo archivista Félix (la media docena de amigos de los Antschel que asistían al sepelio) platicaban entre ellos, Nicolás vio cómo resplandecía el metal del ataúd deslizándose hacia la fosa como empujado por su propio peso, y cómo su madre contemplaba las arboledas a través de él suprimiendo un sollozo, y cómo Iulian Brancila regaba la sepultura con agua bendita. Cruces cristianas y estrellas de David, las figuras del infigurable mundo de los muertos, ondulaban delante de sus ojos vagos, pero él no quiso dejar que el sentimiento de su propia muerte lo conmoviera y lágrimas turbias resbalaran por sus mejillas invisibles denunciando su presencia, y con un rápido movimiento de mano se restregó toda humedad.
—Para mí esto ya pasó, es déja vu —afirmó Nicole para sí misma.
—Qué raro —contó Gabriela Damiana—, la otra vez soñé que el autobús 63 me llevaba bajo sus ruedas, no sentada arriba, sino bajo sus ruedas.
—Soñé que la torre de Montparnasse estaba en llamas y mi cuerpo se quemaba, mientras yo veía el fuego desde abajo.
Baltazar Nesturel llevaba traje gris de rayas, camisa blanca, corbata lila y botas.
—Una invitada local —Iulian Brancila señaló a una rata negra corriendo entre las tumbas.
—Si la alcanzas, es tuya —David Filmus sacó una moneda dorada del bolsillo.
—Yo la alcanzo —Baltazar se fue tras ella.
Al pie de un árbol, Nicolás se sentía complacido por su funeral: el luto de su madre, la compunción de Nicole, el bosque de lápidas y la caja con su cuerpo ausente depositada en la tumba de los Antschel. Todo le emocionaba: los restos de su padre y los suyos bajo tierra, sus nombres uno al lado del otro, sus fechas de muerte juntas.
—Si alguien quiere ir a Transilvania, el país de donde vienen los monstruos, contáctenme —Damiana Gabriela repartió tarjetas a los presentes anunciándose como profesora de rumano, traductora rumano-francés y francés-rumano, y como guía de grupos de excursionistas a Bucarest.
—Aaaagggghhhh. ¿Cómo puedes, Damiana, hacernos esto? Me dan ganas de vomitar —a Sergiu Cornea no le cabía en la cara el asombro.
—¿No te encuentras, querido vampiro, en el sepelio equivocado? —contraatacó ella.
—Yo quisiera morar en un panteón; al final del día el calor se queda encerrado en las piedras —manifestó Iulian Brancila.
—El joven Nicolás estará hoy con el rey David —Filmus dirigió los ojos al cielo nublado.
Nicolás, sentado en una tumba, se olvidó por unos minutos de su propio entierro. Notando mugre en las puntas de sus dedos, temeroso de llamar la atención sobre su corporeidad, sintió el impulso de irse caminando entre las divisiones en busca de agua para lavarse. Entonces descubrió a los hermanos Cobra fumando bajo los álamos.
—¿Quiénes son ésos? —Nicole observó que era observada.
—Oh, no te preocupes, niña, son los parientes de algún muerto —minimizó el asunto Damiana Gabriela.
—Recuérdame el nombre del difunto —preguntó Suzanne.
—Nicolás Antschel —aclaró Damiana.
—Tan joven y estás muerto, hijo querido.
Suzanne miró a Nicolás como a través de una cortina de agua. Mostrando duelo real, lágrimas resbalaron por sus mejillas de ciruela pasa. Escrutó la distancia como si estuviera poblada de figuras invisibles.
—¿Cuántos años tendrá la viuda? —preguntó Félix Filmus.
—Es tan vieja que parece no tener edad —contestó su padre David.
—Silencio. Todavía no termino mi alocución. Quiero aludir al espíritu rebelde del joven difunto —Tiberiu Bratu dirigió la vista hacia Suzanne.
—Al revolver personas, tiempos y lugares, Bratu maldice con elogio débil al joven Antschel —criticó Cornea.
—La rebelión social de Nicolás era una broma. El muchacho se hacía encender sus cigarros por putas —Stelian Petrescu se mostró de repente agresivo—. Si no lo hubieran matado en la Goutte d’Or lo habrían matado en Pigalle o en Château d’Eau o en Rue Saint-Denis; recuerdo que en vida de Moses…
—Salud, amigo —Iulian Brancila alzó la mano en gesto de despedida.
La voz teatral de Bratu caía en tierra fértil en el ánimo de los rumanos que habían acudido al entierro. Nicolás, oculto detrás de un monumento, deseaba tomar fotos furtivas del funeral cuando entre dos tumbas cercanas vislumbró a los Cobra. Clavaban en Nicole ojos asesinos. Por la forma como la estaban viendo él pensó que el verdadero crimen se iba a cometer ahora.
Se soltó un tremendo aguacero. La lluvia bailó sobre las losas. Con un paraguas que sacó de una enorme bolsa Damiana tapó a Suzanne.
—Nos vamos a mojar —se agitó Stelian Petrescu.
—Oh, no hay por qué correr, sólo es una lluvia jodona de esas que se ponen y se quitan, se ponen y se quitan todo el día —refunfuñó David Filmus.
—Las tumbas son diferentes, pero el humo que sale de ellas es igual. Los cuerpos son materia orgánica, ¿qué quieren? —manifestó Cornea, mientras salía el sol bajo la lluvia.
Terminada la ceremonia, el grupo se fue andando entre las divisiones, salió a Avenue des Sophoras, dio vuelta en Avenue des Erables Planes y cogió por Avenue des Tilleuls de Hollande rumbo a la Porte de Bagneux. En Rue Egalité, el cortejo se disolvió: Cornea, Bratu, Brancila y Petrescu cruzaron el cementerio para salir por Porte de Fontenay y abordar el autobús 68. Baltazar Nesturel llevó en coche a Nicole, Damiana y Suzanne por la N20, con el fin de acceder al periférico. Pépin, Étienne y Vincent los siguieron en un automóvil negro. El librero David Filmus y su hijo Félix se marcharon por su lado. Del macetón que adornaba una lápida, donde la luz realzaba las vetas del mármol, Nicolás cortó un geranio rojo. Con él en la mano invisible se dirigió al metro Chatillon Montrouge.