—Cierra los ojos, y perderás el equilibrio. Ábrelos, y hallarás a una chica a tu lado.
—¿Nicole? —Nicolás, aún en cama, sintió esqueletos pendientes de su collar rozándole el pecho invisible. Contempló ojos almendrados escrutando sus ojos ausentes—. ¿Cómo entraste?
—Tu madre me dio la llave.
—¿Por qué te fuiste?
—Viajera frecuente de la decepción, decidí pasar un tiempo en el país donde murió mi madre. Y derrotar el derrotismo. Desafiada, mi tristeza puede convertirse en grito de guerra.
—¿Cuándo regresaste?
—Días antes de tu sepelio.
—¿Viste un periódico ayer?
—¿Cuál de todos?
—El que habla de un hombre invisible que recorre París. Pero antes de seguir hablando debo retratarte.
Nicole vio pasar en el aire una cámara fotográfica que se detuvo a la altura de su cara. Un flashazo la deslumbró.
—Salí horrible, bórrala —Nicole le arrebató la cámara.
—En mi archivo faltan rostros tuyos.
—No ése.
—He logrado el efecto que necesitaba, tu cara envuelta en un aura electrificada.
—Mi rostro está listo para el Concurso Nacional de Miss Espectro. Puedes colocarlo en tu galería de fantasmas encueradas —Nicole señaló las fotos de mujeres desnudas que adornaban sus muros—. ¿Cómo puede excitarte ese papel?
—Entre las fotos que se titulan “En la recámara de la sirvienta”, de Robert Hausser, y el desnudo de Tina Modotti por Edward Weston, puse una foto tuya fenomenal con una Carte de Fidelité debajo de un signo de interrogación. En aquella foto se ven mujeres desnudas posando en un puente de Amsterdam montadas en bicicletas con las manos en los manubrios, los coños y los pechos al aire. Todas, echadas hacia atrás, miran al cielo.
—¿Desde cuándo te hiciste fotógrafo?
—El día en que mi padre me dio a escoger entre una Polaroid y una excursión escolar a Grecia, y escogí la cámara. “Hay un profesor Steve Mann de la Universidad de Toronto que desde los diez años lleva consigo una cámara y una colección de sensores para registrar cada momento de su existencia en un experimento llamado existential technology o metaphysics of free will”, me dijo Moses. “Tú puedes hacer lo mismo, consignar en detalle tu existencia visible hasta acceder al mundo invisible.” Desde entonces llevo un diario visual. Mi ojo-lente reacciona a la realidad como si ésta fuera a fugarse. Gentes, coches, nubes, ventanas, puertas conforman mi mundo. En diez minutos puedo captar personas, vistas, situaciones o nada. Cuando un escritor escribe diarios lo hace con cosas pasadas, manipula el recuerdo; el diario de la cámara se escribe visual, instantáneamente. El proceso creativo sucede mientras la realidad está haciéndose delante de la mirada. Frente a imágenes en fuga, el proceso es dictado por el ahora o nunca. El artista del futuro será el artista digital, el artista del ojo prestado, del ojo superpuesto. La materia fugitiva abrirá los sentidos a una nueva vida, a un mundo de revelaciones continuas. El problema es que no podemos fotografiarlo todo.
—¿Te hiciste cargo del cuarto oscuro del Liceo Balzac para realizar un dossier íntimo de mí?
—Al documentar tu cuerpo en diferentes momentos, documenté mi vida.
—Volvamos a tu trabajo actual.
—Mientras tú disfrutabas de tu beca, a mí un jefe me daba órdenes de fotografiar jugadoras de voleibol, jugadoras de basquetbol, ciclistas y campeonas de natación, bailarinas desnudas y travestis sudamericanos, porque las fotos deportivas eróticas se venden bien, y porque mi especialidad era la estrobofotografía, esa técnica fotográfica a high speed que aplicó en el siglo XX Edgerton Harold en El jugador de tenis.
—¿De esa carroña vives?
—A esa carroña le di nivel, hasta que rompí mis cadenas. Como Rudi Stern, el artista del Teatro de la Luz, quien tenía planes, según declaró él mismo, for neon pavements, neon highways, neon tunnels; neon bridges, under water, outlining trees in parks, yo deseaba fotografiar las calles, los edificios, los automóviles, los puentes, los árboles, la gente, el mundo entero. Pero a causa de mi invisibilidad ahora no puedo ni salir a la calle con una cámara. Un objeto material en las manos me delataría.
—En tu próxima vida, ¿serás visible o invisible?
—Dependerá del Yo supremo.
—¿Messieu Invisible tiene problemas?
—A causa de unos hermanos mafiosos que se ofendieron por un pequeño episodio de amor, infidelidad de una esposa.
—¿Son los mismos que me siguen?
—¿Te vieron entrar?
—Los despisté.
—Ni lo pienses.
—¿En esta sociedad permisiva te odian por un agravio conyugal?
—Creen que conozco sus actividades criminales y soy un peligro para ellos.
—¿Ésa es la razón por la que te estás tomando unas vacaciones en el mundo de la transparencia?
—¿Nos las tomamos juntos?
—No, hasta que sigas viendo a esa cosa, ¿cómo se llama?
—Vivianne Tortelier. Ya no la veo, pero como se volvió una víctima del marido, tengo que salvarla…
—Cambiando de tema, ¿qué haces cuando tienes hambre?
—Entro al primer restaurant que encuentro. La Brasserie Lipp me gusta porque los espejos reflejan a los comensales, pero a mí no me captan. La Grand Epicerie es agradable para hacer compras sin pagar. Escojo panes, pescados, pollos, quesos, vinos, y salgo como si nada.
—¿Nunca te ha detenido un guardia de seguridad?
—Ha llegado a extrañarse porque una bolsa de comestibles sale de la tienda sin ayuda de nadie, pero no se ha atrevido a detenerme. No sabría a quién detener.
—Cuando comes, ¿se ve el alimento bajar por tu cuerpo?
—Si desayunas conmigo, lo verás —Nicolás vertió dos huevos en una sartén.
Nicole vio llegar a la mesa pan, queso emmenthal, miel de acacia, un plato con cerezas, una jarra con café.
—Así como —Nicolás levantó los cubiertos con manos invisibles, pero antes de ingerir el alimento se cubrió la cara con una servilleta roja.
—Los franceses son raros, van por la calle con una baguette en la mano como si llevaran un falo. Y lo van mordisqueando —dijo Nicole.
—Y esa figura que llevas en el cuello, ¿qué es?
—La traje de México. Es la Santa Muerte. La madre de los visibles. Es ella la que empuña los revólveres, maneja los coches que corren a exceso de velocidad, dirige los aviones bombarderos, los cuchillos. Es ella la que escoge el menú del día: ricos o feos, pobres o bellos, niños o viejos, depredados y depredadores. La Gran Cabrona es igual para todos. Después de Dios no hay nadie más poderosa en el mundo.
—¿Te has encontrado con ella alguna vez?
—La he visto en su altar rodeada de cirios, pero sólo una vez percibí su sombra entre las sombras de una multitud que salía del metro. Su presencia era una advertencia. También la he oído tarareando una canción de cuna en la oreja de un animal que van a sacrificar en un rastro, o mirando desde la cara de una mujer que están violando. Ah, y la he visto vestida de policía dando de patadas a un hombre. Ella agarra a una persona y le da un golpe irrefutable. Y asunto finito.
—Por lo visto la madre de los visibles no te ha escogido todavía.
—Ya desayunamos, ¿qué hacemos? —Nicole puso en el aparato de sonido una vieja grabación de Petite Fleur por Sidney Bechet.
—Bailamos.
—Tengo hambre de ti —Nicole apretó contra su cuerpo su cuerpo invisible.
—Hace tanto tiempo que no hacemos el amor.
—¿Es cómodo andar desnudo por la calle? —ella se curvó sobre su cuerpo como si se curvara sobre el aire.
—Si no fuera por los pisotones que me propina la gente no me importaría.
—Ponte la máscara Marcel Proust con que mi padrastro amaba a mi madre; el amor se renueva generacionalmente.
Mientras se desvestía, Nicolás notó en su espalda un tatuaje de la Santa Muerte.
—Ya —el hombre invisible la abrazó con fuerza.
—Ya —el hombre invisible se deleitó con la vista de su sexo como un higo abierto.
—Ya —el hombre invisible no recordaba haber tenido un encuentro tan placentero desde el día en que a los quince años cohabitó con su tía Esther.
—Si fueras visible, sería más fácil agarrarte —Nicole se imaginó dónde estaba su pecho. Buscó sus labios.
Él acarició sus senos tan calientes por el sol que parecían dunas de arena.
Ella levantó las piernas.
Él la penetró.
Ella abrió los ojos. El tatuaje de la Santa Muerte se curvó en su dorso.
Petite Fleur seguía sonando.
Nicole clamó:
—Hazte visible aquí conmigo.