El watusi recargado en el muro del Museo Galliera detectó la presencia del hombre invisible.
—Brother, ¿dónde vas? —masculló.
—A matar el tiempo, brother —respondió la voz.
—Moi prepararme para la féte des courses.
—¿Sentado ahí te entrenas para el maratón de París?
—Controlo temps, vitesse.
—¿Así vas a correr diecisiete kilómetros por hora?
—Seré téte de la course hommes, adelante de Kebede, Arusei y Shentema.
—Buena suerte.
—Cooperación para carrera —el gigante con brazaletes en los tobillos le extendió la mano.
—No uso dinero.
Nicolás se fue por Avenue Presidente Wilson. Era día de mercado y estorbaron su andar las señoras que se detenían frente a los puestos de verduras, frutas, quesos y pan. Delante del carnicero con cuchillos de cortar, rajar y desollar vendiendo piernas y costillas de cordero, filetes de ternera y cachetes de buey, conejos, patos, gallos, gansos y lechones, cerdos dividos en chuletas, jetas, patas, jamones y codillos, se sintió caníbal y le dio la espalda. En una pescadería vio langostas y cangrejos vivos en bandejas y cubetas. Y un pez espada cortado de la cintura para arriba, tajado en medio de la cabeza. El espléndido animal, exhibido como un trofeo gastronómico, miraba con su gran ojo sorprendido como si lo hubieran capturado en pleno salto sobre las aguas.
—¿Cuánto cuesta el lomo de pez espada cortado en medallones? —preguntó un hombre.
Nicolás no esperó la respuesta, se dirigió al metro Alma-Marceau. Rumbo a casa de su madre, sentado en el carro junto a una chica italiana regordeta, recordó que Suzanne lo atormentaba de niño citándole frases de un guión de cine. Sentándolo a orinar, le decía: the lonely little boy was less than seven, I know that because we didn’t leave Columbus until I was seven, I know it, I was under seven and I took a match and I lit it and I pulled out the other little’s boy penis and I burnt his penis with a match! Era un enigma digno de Zenón cómo había llegado ese parlamento a su madre.
Nicolás halló a la coautora de sus días sentada en un sillón al fondo de la sala. Llevaba la ropa del día del sepelio y los mechones lacios sobre la frente como chica de liceo. Parado delante de su ídolo, en su mente se empalmaron imágenes de vejez, infancia y posteridad; en unos cuantos minutos pasaron por su cabeza hierbas marchitas y arroyos secos, tardes melancólicas y lápidas borrosas como si su existencia fuera un sueño que fuera de la cuna ignota a la tumba biológica. Los extremos los marcaba la palabra Madre.
—El naufragio de muchos comienza en el vientre materno —se dijo—. Mi viaje al centro de la tierra comenzó en el cráter de mami; sobre su desiertos de carne y hueso vislumbré mis primeras palmeras; debajo de sus volcanes aparecieron mis primeras imágenes; en su valle blando toqué tierra.
—Hijo, adentro o afuera no hay más que mami —aseveró ella una noche de junio.
—Planeo quedarme poco tiempo —le dijo él ahora—. Este lugar claustrofóbico llamado hogar me produce migraña. Los recuerdos conservados en el formol de la memoria, asfixia existencial. El retorno al locus crimini, donde mi padre realizó los experimentos fallidos para volverse invisible, sobresaltos de liebre perseguida. Mi madre, responsable de parirme, es como la protagonista de un filme que avanza hacia atrás hasta llegar al canal del nacimiento, hasta la invisibilidad total.
—Papá, ¿de qué le sirve a un hombre ser invisible? —le preguntó una tarde, en la pieza inútil donde Moses había instalado el cilindro de cobre.
—Hijo, para observar a las mujeres en su intimidad, para arrebatarle el dinero a un rico avaro, para oír lo que dicen amigos y enemigos de ti, y para meterte en lugares prohibidos sin que nadie lo note. También para andar por la calle como el dios de los muertos, el cual puede ver todo pero no ser visto.
—Si logro ser invisible, ¿cómo sabré si mi invisibilidad es causada por la energía detonada por una corriente de microondas o porque estoy dotado de poderes especiales?
—Cuando sepas discernir si la invisibilidad realmente sucede en ti o es un producto de tu imaginación; cuando distingas entre un estado temporal y uno permanente, podrás saber si es propiedad exclusiva de un alien god o se entrega a ti solamente.
—Ahora entiendo, los dioses y los dobles son invisibles.
—Eso dicen.
Nicolás siguió interrogándolo:
—¿Qué quiso decir Petru Margul cuando escribió Busca la piedra de oro?
—Desde que salí del campo de exterminio no dejé de darle vueltas a esa frase. Intenté descifrarla sirviéndome de la cifra de María Estuardo, la cifra de Blaise de Vigénere y la Grande Chiffre de Antoine y Bonaventura Rossignol, y utilizando viejos descodificadores de códigos secretos, alfabetos de sustitución, técnicas para ocultar la presencia de mensajes, llaves privadas y públicas. Todo inútilmente. Hasta que una noche encontré algo en Bodas Químicas: “La ciencia suprema es la de nada saber”. Dixit el hermano Christian Rosencreutz, caballero de la Piedra de Oro y fundador ficticio de la Orden Rosacruz.
—¿Quién era ese hombre?
—Una leyenda. En un supuesto relato autobiográfico sobre un peregrinaje por el Oriente, el personaje describe una boda secreta. Un ángel le transmite un mensaje acompañado por una trompeta y un sueño en el que se halla cautivo en una torre oscura de la que escapa a duras penas. A partir de ese momento, se dará a conocer por las cuatro rosas que lleva en su sombrero, y como hermano de la Rosa-Cruz. Al ponerse el sol, en un castillo enclavado en una montaña tiene una experiencia iniciática. Después de varias peripecias alquímicas, el relato se interrumpe en medio de la frase: “Nos acostamos los tres, y nos reposamos casi dos…” Faltaban dos hojas in quarto, con la intención de que un lector (como tú) un día complete el final perdido.
Sin entender el significado de las palabras de su padre, Nicolás preguntó:
—El texto cifrado en el viejo código que hallaste en las ropas de Margul, ¿qué decía?
—Un departamento criptográfico me descifró algo relativo a rosas, sin precisar a qué tipo de rosas se refería, si a las antiguas Gallicas, a las Centifolias o a las Albas.
—No entiendo.
—Una frase de Novalis dice: “Un hombre logró levantar el velo de la diosa Sais. ¿Qué vio? Milagro de milagros, a sí mismo”.
—¿Por qué lees Confessio Fraternitatis?
—Porque el libro desvela revelaciones sobre nuestra fraternidad velándolas con afirmaciones inaccesibles al no iniciado.
En ese instante Moses clavó en su hijo unos ojos de alucinado.
—¿Por qué lo miras así? —le preguntó Suzanne.
—Entraré visible y saldré invisible. Obsérvenme, voy a desaparecer.
Moses condujo a su hijo a la pieza inútil donde guardaba el cilindro de cobre, se paró a sus puertas y evocó el poder del Sephirot Binah:
Gather, ye flakes of Astral Light
To shroud my form in your substantial Night;
Clothe me, and hide me, but at my control,
Darken men’s eyes, and blind their souls.
Nicolás lo vio entrar al aparato. Y lo vio emerger. Sus piernas y sus brazos tan obscenos como las lonjas de su madre desnuda.
—Fracasé: En el momento decisivo dudaste, me pasaste tu miedo.
—Bueno, ahora Nicolás puede volver a su clase privada de literatura francesa; Monique lo está esperando en el comedor —dijo Suzanne.
—No, no, Nicolás va a entrar al cilindro a cambio de una cámara Polaroid.
—¿Vas a arriesgar la vida de tu hijo en ese aparato? —se horrorizó Suzanne.
—Quiero ver si logra ser invisible.
—¿Y si desaparece para siempre?
—Haré otro hijo.
—¿Tú solo?
—No, contigo, no se te olvide que el acto de la procreación es un Pas de deux horizontal —como en un trance, Moses empujó a Nicolás hacia el cilindro y cerró la puerta a sus espaldas—. Thutmosis III, gran faraón de la 18ª dinastía, formó la Escuela de los Iniciados Invisibles.
Cuando después de unos minutos se abrió la puerta del cilindro, Suzanne corrió hacia él.
—¿Qué sentiste?
—Nada, sentí desorientación, vértigo, nada —mintió Nicolás, pálido y aterrorizado—. Bueno, debo decirte que después de dar vueltas y vueltas en esa lavadora de ropa, me siento feliz de estar vivo.