20. El extraño

La oscuridad envolvía al extraño. Sus manos enfundadas en guantes grises cargaban un portafolio negro. La cara sobre el traje negro estaba oculta por una máscara de luchador. Sobre la nariz, que parecía haber perdido por enfermedad o por accidente, gafas doradas escondían la ausencia de ojos. Era el día más caluroso del año. El sudor se le acumulaba dentro como si nadara en el caldo de su propio cuerpo. Con dificultad movía los zapatos blancos igual que si a sus pasos se les hubiese añadido un peso extra. El extraño había salido de la Gare Saint-Lazare. Esa tarde una tormenta había cubierto la vieja estación de trenes con un manto de agua. Clareaba, pero hacía un frío de estrellas. Furtivamente él se fue por Rue de Rome. Dio vuelta en Rue de Vienne. Desde el puente de Europa observó el tendido de vías como un laberinto destazado. Unas monedas que sacó del bolsillo cayeron sobre los adoquines. No las recogió. Camino a alguna parte, se detuvo delante de un inmueble con altas puertas verdes.

—Agua —clamó.

—¿Quién es? —preguntó una voz del otro lado.

—Nicole, ábreme.

—El código es A7215.

El extraño sacudió su cuerpo como si quisiera sacudirse el calor. Empujó la puerta. El fondo del pasillo parecía una vagina herida. Puertas como de hotel de mala muerte estaban alineadas a derecha e izquierda. Persianas sucias espantaban la luz en las ventanas. La minuterie proyectaba en las escaleras un resplandor melancólico como de fin de mundo. Una cocina llena de olores tenaces mostraba jamones colgados de garfios.

—¿Qué te pasa? —Nicole lo dejó entrar a su estudio, un clóset con paredes pintadas de azul.

—Ando huyendo.

—¿Dónde está la otra?

—Secuestrada.

—¿Por tus amores?

—Tengo hambre.

—Come miedo.

No obstante sus palabras, ella buscó en el refrigerador algo que pudiera llevarse a la boca.

—La mejor salsa del mundo, el hambre.

Nicole le aventó un pescado en un plato.

Él trató de discernir si el filete era de cabillaud.

—¿Y los quesos? —preguntó insatisfecho.

Ella le ofreció unos quesos, una vieja baguette y un vino tinto. Observó al extraño comer sin quitarse la máscara, las gafas ni los guantes. Sus zapatos humedecían el tapete económico.

—¿Cómo llegaste hasta acá?

—Con el último metro.

—¿Por qué de la Gare Saint-Lazare?

—Para despistar a mis enemigos.

—Quítate la ropa.

Él comenzó a desenvolver su cuerpo. Sin la máscara, desapareció la cabeza. Sin el traje negro, se desvanecieron pecho y piernas. Sin zapatos, no hubo pies. Delante de Nicole quedó el vacío.

—Ahora que has desaparecido, ¿podemos hablar tranquilamente?

—Ahora voy a tomar una ducha —él abrió la puerta del baño.

Ella vio caer el agua sobre el piso. Pero no vio cuerpo alguno. Vio el cepillo de dientes, la pasta salir del tubo, pero no la boca.

—Te secaré la espalda con la toalla —ella sintió que tocaba más una idea o una imagen de hombre que un cuerpo.

—Gracias por el masaje.

—Pondré la ropa a secar.

—Prefiero que no te la lleves.

El hombre invisible miró por la ventana hacia la calle. Regresó a la mesa. Sus mandíbulas crujieron al masticar, tratando de que ella no supiera cómo digería los alimentos.

—He visto cosas peores.

—Si oyes pasos, avísame.

—¿A qué viene tanta paranoia?

—A que mi psiquiatra me recomendó que cada noche duerma en un lugar distinto.

—¿Cuántos hombres te persiguen?

—Legiones, unos mueren y otros nacen. Ayer en la tarde sucumbieron unos, pero aparecieron otros.

—¿A qué has venido?

—A pasar la noche contigo.

—No me has preguntado si quiero.

—Los Cobra han tratado de matarme.

—Si no los matas tú, te matan ellos.

—Lo sé, pero no me gusto a mí mismo.

—¿Qué vas a hacer?

—Nada, lavarme las manos, tomar una siesta.

—¿Por qué no los denuncias a la policía?

—No puedo.

—Te ves muy cansado, toma la cama si quieres.

—Dormiré en el sofá. Tu sala es tan pequeña que mis ojos chocan con las paredes —él colocó dos cojines a manera de almohada.

—Es un espacio claustrofóbico, lo sé, no me lo recuerdes.

Los pasos de Nicole se oyeron en el tapete como un gemido. Fue a abrir la ventana. Recibió un balazo de calor. La cerró.

—¿Te gusta Ingres? —él observó sobre la cama una reproducción de La Grande Odalisque.

—Me place el castaño de la calle.

Nicolás sacó de su portafolio un frasco con pastillas.

—¿Estás enfermo?

—Quiero curarme de invisibilidad.

—Antes de que te instales, te advierto que pueden llegar amigos. Si su presencia te inoportuna mantente al margen, no te muevas, no bosteces, no pases al baño, no participes en la conversación, finge que no estás aquí.

—¿De quiénes hablas?

—De los amigos bohemios que venían con nosotros al café y anhelaban vivir como burgueses en París, Londres o Nueva York. A medio camino entre la escasez y la prosperidad se compraban ropa fina, adoraban el ruido de los cubiertos en los restaurantes caros, y, aunque decididos a perderse, las sirenas no cantaron para ellos.

—Después del Liceo, nuestras salidas fueron con ellos, hasta que aquel sábado en la noche nos les hicimos perdedizos.

—En memoria de aquel sábado glorioso, no les abriré.

Nicole puso en el aparato de sonido Petite Fleur por Sidney Bechet. Motivada por la música empezó a acariciarlo. Acalorado, Nicolás sintió que perdía algo de su estado invisible, que sus ojos fulguraban, que bajo su piel ardía un sol interno.

—No te ocultes, porque te mato —Nicole lo empujó al sofá, y su cuerpo desapareció entre los brazos del mueble.

—No necesitas picarme las costillas, aquí estoy —él se levantó del sofá y se lanzó sobre ella.