Ese miércoles el metro escupía pasajeros por todas sus bocas. Los vagones repletos de racimos humanos pasaban sin que los usuarios pudiesen abordarlos. A Nicolás se le estaba volviendo un hábito tomar el metro a la hora de la afluencia. Como una manera de sentirse acompañado viajaba de una estación a otra. Ocioso tomaba la ruta 6 de Nation a Charles de Gaulle-Etoile y descendía en Trocadéro. O dirección Pont de Sévres, y se iba hasta Michel-Ange Auteuil.
En la estación Saint-Augustin visitaba a un hombre viejo con las cejas teñidas, los labios gruesos y las manos secas venosas. Las uñas negras le daban un aspecto de grajo abatido. Su saco gris había pertenecido a un fortachón; sus gafas redondas, a un carota. Los pantalones eran más anchos que las piernas y su cabeza parecía huérfana en el sombrero de fieltro. Desde que él lo vio en el asiento anaranjado, le llamó la atención ese hombre que ignoraba el paso de trenes y usuarios, estacionado en el lugar más público de la estación sin ser visto por la gente, como si fuera invisible. Cada vez que se lo encontraba, le ponía en la palma de la mano una moneda de dos euros, sin que él pidiera nada. Al recibirla, la observaba entre los dedos crispados, y profería un merci apenas audible. En seguida se encogía en sí mismo, sin preguntarse quién se la había dado y sin mirar hacia dónde partía el pasajero. Eso le gustaba a Nicolás: le hacía pensar que a él también un ser invisible le daba todo sin pedirle nada.
En las estaciones Nicolás estudiaba el Plan del Metro como si quisiera digerir mentalmente la ciudad. Los nombres le sonaban como lugares de pruebas sobrenaturales que se le ponían a un chamán urbano. En la Gare Saint-Lazare, a diferencia de Claude Monet, quien hacia 1877 se apostó delante de esa “usine des réves” para plasmar la geometría elusiva de la arquitectura metálica y los vapores azulinos de las máquinas, él, febrilmente, recorría ese tejido de corredores sintiéndose parte de la multitud, hasta cansarse de su propia nada. No tenía dónde ir ni prisa por desplazarse; bajaba y subía escaleras, como embriagado por los pasos ajenos.
Planeaba conexiones que no correspondían, contaba minutos y segundos a la espera de que llegara el próximo tren sin importarle que llegara o se fuera. Presuroso accedía a los carros como si no debiera perdérselos. Guardaba distancias con los pasajeros para que no descubrieran su corporeidad. Examinaba barrigas, brazos, piernas, culos, pelos, manos y orejas como si la anatomía global aglutinada en un espacio pequeño fuera motivo de estudio. Harto de andar descalzo, sobre todo por no ver sus pies sobre el suelo, un día se ponía tenis, como si los zapatos sin cuerpo encima tuvieran movimiento propio. Pero si llamaba la atención los abandonaba en una escalera o pasillo. Lo mismo hacía con la ropa. Su cuerpo envuelto en vendas como una momia, de repente se quedaba con las gafas. Abominando de los vivos y los muertos de un carro se cambiaba con los vivos y los muertos de otro carro.
Si afuera llovía, hacía calor, soplaba el viento, había manifestaciones, bloqueos, desfiles o noches blancas, le daba igual. Se movía al ritmo del metro. En sus espacios experimentaba un rimbaudiano dérréglement de los sentidos. En la estación St. Michel Notre-Dame tomaba el tren hacia Chatelet llevando en la cabeza, como la multitud, la imagen de la catedralota. O se acostaba en un banco del andén, invisible, viendo ir y venir a los turistas.
—¿Soy inaudible? ¿Soy intangible? ¿Alguien me ve, me oye, parado ahí, allá, en ese carro? —se preguntaba al notar una mano o un papel o un lápiz como destellos fugitivos en un vidrio—. A veces tengo la sensación de que todo yo soy sólo el refejo de unos tenis blancos viajando junto a una puerta.
Él miraba a todos sin ser visto. Él tocaba sin ser tocado. Estaba y no estaba en medio del gentío como una abeja perdida en el vagón. Al contrario de Griffin, su doble imaginario, no huía de los demás, sino de sí mismo. Él, arrinconado contra la ventana del carro de adelante, era una respiración en el tren, un destello en la hora pico, un pie pisoteado. Fluyendo por los túneles, como las ratas y los murciélagos, comprobaba su ausencia. Rota la monotonía por pequeñas sorpresas, como la de vislumbrar en un muro oscuro una gota de agua suspendida de una telaraña como una Luna de la cual colgaba Venus como una perla, se creía unos ojos acechantes. Entre los viajeros anónimos, no tenía nombre. Entre los que iban a todas partes, no tenía destino. Al bajarse, desaparecía.
En los andenes se sentía espiado. No sólo por ojos electrónicos, sino por esos cibervoyuers ubicuos, esos usuarios inoportunos que armados de móviles grababan y sacaban imágenes de su silueta, y las subían a la red para que todo el mundo se enterara de que un hombre invisible recorría el Metro Global.
—Todo ciudadano es titular del derecho a su imagen. Independientemente de donde esté, incluso si es un lugar público —había leído las declaraciones de la Agencia de Protección de Datos. En realidad no se explicaba por qué alguien se interesaría en espiarlo, si no podía ser visto. Sin embargo, tenía la impresión de que mil ojos electrónicos perseguían su silueta, no para captar su persona, sino su espectro. En cada andén había cámaras colgadas o la gente tomaba fotos con teléfonos. Eso sospechaba, y la sospecha nutría su paranoia, ese sexto sentido de los seres vulnerables.
Los embudos que eran las escaleras de acceso a Chatelet-Les Halles, la estación intermodal bajo tierra más grande del mundo, que tragaba gentío de manera incesante, también se tragó al hombre invisible. Ese sábado en la tarde, cuando él se aventuró a descender entre docenas de miles de usuarios aux heures de pointes por ese laberinto de corredores multitudinarios que era la réseau souterraine, sintió que se perdía a sí mismo en el pasado y en el presente de un territorio ocupado tanto por el cementerio de los Santos Inocentes como por el mercado des Halles, y ahora, invadido día y noche por una multitud de transeúntes, parecía una masiva danza de la muerte. Los andenes bajo las calles, las escaleras estrechas, los grandes pilares estorbosos, los vestíbulos con boutiques de todo tipo, les coins et les recoins de la vasta estación con partes obsoletas unidas por largos corredores, las líneas situadas en diferentes niveles, los más de cien trenes saliendo cada hora, partiendo de los andenes centrales y laterales hacia destinos como Saint-Germain-en Laye, Saint-Rémy-les-Chevreuses, Cergy-le-Haut, Marne la Vallée-Chessy, Boissy-Saint-Léger, Poissy y Torcy que a él le daban igual, los tableros indicadores de direcciones, los letreros publicitarios de los comercios ubicuos, la iluminación de los tubos fluorescentes cenitales, y hasta la multitud de miríadas de pies, culos y caras, contribuían a la confusión general. No sólo eso, los policías uniformados deambulando y los soldados camuflados con las paredes, armados con armas de alto poder, daban una atmósfera de inseguridad al complejo subterráneo.
Acostumbrados a su presencia, los sin papeles y los pelafustanes de suburbio, con ojos desorbitados como corchos, merodeaban por vestíbulos y andenes espiando las bolsas y los bolsos de las pasajeras. O, como si sufrieran de penuria crónica, sacaban de los basureros pedazos de manzana color tabaco, insectos secos, espejos rotos y cajas con restos de comida. Mientras unos trenes partían repletos de pasajeros hacia el Este, el Oeste, el Norte y el Sur, ellos se quedaban en los andenes, aguardando otros trenes, otros pasajeros. Uno de ellos, un africano destrampado, haciendo danzar a patadas un anuncio abollado repetía frases en un idioma desconocido como si fuera un disco rayado. Al ir Nicolás por el tapis roulant del largo pasillo que conectaba la estación RER con el Metro Chatelet, se sintió cruzando de un lado a otro del río del Inframundo. La muchedumbre que fluía en ambas direcciones de la correspondencia lo hizo pensar en Dante, Inferno III:
e dietro le venia si lunga tratta
di gente, ch’i’non averei creduto
che morte tanta n’avesse disfatta.
Afuera, no lejos de Place du Chatelet, el Sena fluía tranquilo.
El jueves siguiente, el hombre invisible, posicionado en el carro de adelante, entre las estaciones Ber-Hakeim y Passy, observó el camino de culebra del tren. Viboreando sobre las vías, el reptil metálico parecía llevar a los pasajeros al Inframundo, mientras en la distancia el insecto rojo de la Torre Eiffel chispeaba y el río Sena refulgía con una luz que no podía ser colocada en ningún recuerdo.
Para su sorpresa, en Trocadéro subió Tranchant. Era la primera vez que lo veía fuera del edificio, como si el conserje no tuviera existencia real fuera de su trabajo. Obsoleto como un periódico de ayer, se sentó junto a una norafricana con un hiyab en la cabeza. El hombre invisible disimuló los zapatos tenis pretendiendo que los había abandonado un pasajero anterior. Tranchant, súbitamente alerta, clavó la vista en ellos, como si le resultaran conocidos. Sucedía algo inaudito en el vagón, pero no sabía qué. Y cuando en Kléber descendió, Nicolás se abstuvo de seguirlo: toparse con Tranchant dos veces el mismo día era demasiado.
En la estación Charles de Gaulle-Etoile subieron otros pasajeros. Preguntándose durante el recorrido si la señora con las piernas cruzadas era holandesa, la joven con derrière floreado brasileña, la mujer de grandes ojos española y el hombre que limpiaba sus gafas con la manga de la camisa italiano, de repente, cuando ya se cerraban las puertas, abordó el tren una mujer de enorme trasero, espalda ancha y brazos musculosos, como de maletera. Ésta, de inmediato, envuelta en chaqueta negra y cargando pesada bolsa, se echó sobre él, aplastándolo contra la pared metálica. Casi asfixiado por su peso y sus embates, pues cada vez que el tren se enfrenaba o arrancaba se dejaba azotar sobre él, varias veces quiso sacar fuerzas de flaqueza y moverla hacia la derecha o la izquierda. Pero no pudo, ya que la mujer abandonaba su peso displicentemente contra el vacío ocupado por su humanidad invisible sintiendo un cuerpo blando. Hasta que, haciendo él esfuerzos desesperados por zafarse, optó por deslizarse de costado centímetro a centímetro por atrás de ella, mas, atrapado por su enorme trasero, a pesar de las maniobras de sus manos, era arrojado sobre un hombre pequeño, bastante iracundo, quien, como perrito faldero, le daba puntapiés a sus espinillas invisibles. A punto de perder el equilibrio y ganar el suelo, para su alivio, de pronto se abrió la puerta y varios pasajeros salieron; entre ellos, él. Empujado hacia afuera, no bien estuvo parado en el andén, respirando con alivio, que la mujer, saliendo en el último momento, cayó sobre su persona.
Perdió el tren. Repuesto, esperó el siguiente. Y entre doce ninfetas que entraron por tres puertas, entró él. Como mariposas monarca en los troncos de los árboles de oyamel, las chicas se arremolinaron en los tubos del carro. Junto al hombre invisible se paró la chaperona, una lagartija de pecho liso gritando instrucciones como ganso agitado. Tímidamente, él trató de mantenerse lejos de las chicas, pues no estaba bien que al hombre invisible se le subiera la temperatura y despidiera fulgores.
—Ramillete de rostros, traseros de mezclilla, montes de Venus manchados de chocolate, cuerpos abriéndose como frutas maduras, paraísos del metro —se dijo.
—Señor, su brazo —una chica captó su corporeidad al cerrarse la puerta—. Si no lo saca, el tren no puede partir.
La chaperona, con ojos verdes de muñeca ebria, cogió entre sus manos la cabeza de la chica:
—¿A quién hablas?
—A nadie.
—No lo niegues, hablaste a alguien. Mírame a la cara, veo tus malos pensamientos.
Nicolás buscó su imagen en el espejo del vidrio. Inútilmente. Su ausencia de facciones no era menos extraordinaria que el reflejo de la chica parada delante de la puerta.
“La invisibilidad tiene sus ventajas —reflexionó Nicolás—. Si bien los hombres ordinariamente nacen con rasgos biológicos heredados, el hombre invisible crea su propia cara, tiene la facultad de poder imaginarse a sí mismo. En cualquier circunstancia puede plasmar en el lienzo blanco de su rostro fobias y deseos ajenos. En su condición solitaria puede cambiar la fisonomía con que nació por la que más le apetezca. Si quiere espantar a un enemigo puede hacerse una faz terrible. Si pretende conquistar a alguien puede dotarse de una boca y unos ojos seductores. Puede vestir la desnudez interior, y la exterior también, por la capacidad que tiene de envolver su cuerpo con huesos y carnes a su antojo. Al sustraer del escrutinio público su edad, su estado físico y anímico, puede camuflarse con paredes y puertas. El hombre invisible así niega que otros conozcan su persona. Presente y ausente al mismo tiempo, vive cubierto por un manto de ambigüedad, bajo el que todo ego es posible. Considerando que las criaturas del mundo ordinario son tan fantásticas como el hombre invisible, él hubiese querido gritarle a la chica que estaba tratando de verlo”:
NO SEAS BOBA,
CREA TU PROPIA CARA
—No ha paura di nessuno —le susurró el italiano que estaba limpiando sus gafas con la manga de su camisa.
—The French are like that.
—The French are not like that.
Dos mujeres estadunidenses agarradas al tubo trataban de explicarse a los franceses.
—It is really cool, really —dijo una tercera, a la cual en passant el hombre invisible le tocó el trasero.
Un teléfono móvil pataleó en una mochila.
—Alló, oui? ¿Albert? —la chaperona se pegó el sapomóvil a la mejilla.
Para proteger su invisibilidad, Nicolás ocupó el vacío que dejaron los cuerpos y se dirigió a la puerta, seguido por el bla-bla de la chaperona. Hasta que el tren se detuvo.
En la estación las ninfetas y el hombre invisible descendieron. Reunidos en un lugar del tiempo por un momento, se separaron para siempre con la misma indiferencia con que se habían encontrado. Antes de desaparecer en el túnel, el tren se fue dando alaridos como de perro atropellado.