26. El hombre invisible en el probador

Largas calles de ausencia. Flaneur baudelaireiano, el hombre invisible se lanzaba al día soleado, y, famélico de cuerpos, se adentraba en esa romería de la mirada de los bulevares a las seis de la tarde. Escribió Nicolás en su cuaderno.

Ese sábado, el Boulevard Haussman era un hormiguero. Viejos jubilados, parejas jóvenes, grupos de turistas, migrantes norafricanos y señoras de los suburbios atacaban los grandes almacenes a caza de Soldes. Parado delante del Café Weber, el hombre invisible se echó un taco de ojo mirando a las meseras Madame Faux-filet y Mademoiselle Cabillaud.

—Me dejaste descolgada —chilló una voz de mujer en un móvil abandonado en una bolsa de desperdicios.

—No quiero verte más —replicó el hombre invisible, como si la conversación fuera suya.

—A mi guardarropa le faltan suéteres, uno azul, uno blanco, uno rojo, uno verde y uno negro —replicó la mujer—. Cómpralos.

—Yo necesito un traje para vestir al hombre invisible —se dijo Nicolás—. Cuando mis zapatos ya no sirvan, los echaré a la basura o andaré descalzo... O conseguiré unos nuevos a mi medida.

Entonces se abrió paso por la selva de nalgas y de panzas, de pies y de brazos ansiosos de gangas que entraban a la tienda departamental. Se estaba resfriando y debía cuidarse de un mal catarro. Pues no había nada más inadecuado para un hombre invisible que ir por la calle sonándose la nariz con pañuelos desechables. Un estornudo en público sería tan escandaloso como un pistoletazo en un concierto. Lo último que deseaba era convertirse en hazmerreír de periodistas y babosos.

We are ready to make beautiful King Kong —una joven vendedora, con una bolsa de cepillos en la mano, interceptó a un músico de pelo hirsuto.

—A los cepillos y los peines prefiero las divas desplazadas que perdieron la voz y ahora son empleadas de quinta —replicó ferozmente el músico—. Estoy listo para reactivar tus deseos reprimidos.

Siguiéndole la broma, el hombre invisible le acarició el trasero a la dependienta, provocándole tal risa que su jefe vino a pedirle cordura.

—Tenemos conocimiento de un cliente que se pasea por las secciones de la tienda tocando el trasero de las empleadas, pero cálmese, Charlotte, no es para tanto.

Pasos adelante, en el departamento de perfumes y cosméticos el hombre invisible furtivamente se echó agua de Colonia al cuello, diciéndose que para atenuar las transpiraciones del cuerpo debía mantener absoluta higiene y riguroso pudor. Axilas y sudores podían denunciarlo y alguien podría escribir una carta a Le Monde quejándose de que el nuevo Griffin era una persona desaseada. La imagen que tenía de sí mismo era muy alta. Llevar mugre en las uñas de manos y pies, aparte de evidenciarlo, le daría mal aspecto.

En el colgadero la empleada vio moverse la ropa en los ganchos como si una criatura transparente de manos rápidas anduviese buscando una chaqueta especial. Pero las manos no la llevaron al Fantasma de las Galerías, sino al músico manoseador. Inútilmente se quedó al acecho. La criatura bajo sospecha cogía al vuelo zapatos, calcetines, bufandas y una gabardina, y hasta una corbata tricolor que parecía bandera.

Las prendas de vestir pasaron solas al probador. La camisa resultó tan estrecha en el cuerpo de Nicolás que el botón del cuello no le cerró y los brazos no podía moverlos libremente. Los pantalones le cayeron diez centímetros debajo de los pies y la bufanda le causó alergia. Lo que más le perturbó fue que la dependienta abrió la puerta del probador mientras él delante del espejo se ponía unos pantalones negros.

—Ggggrrrr —gruñó como un perro.

Sin saber bien a bien si la dependienta había alcanzado a ver vestigios de sus partes íntimas, y los vacíos que existían entre el cinturón y la bragueta, y la manga y la prenda, como si los espacios fueran de aire, repitió el gruñido.

Messieu.

Ella se adentró en el cuarto, con la impresión de que la cara del cliente era tan grande que una extraña negrura le tragaba los ojos. Lo que la asustó más fue percibir que el hueso etmoides estaba vacío, y entre los pómulos y el hueso frontal no había nada, como si la luz eléctrica nadara en las tinieblas.

—Ggggrrrr.

Él pateó la puerta, con ella dentro.

Excuse-moi, messieu, pero sólo quiero saber si estos pantalones le sientan bien —gimió la empleada, sin pretender salir.

—Agradezco su amabilidad, pero probarse ropa es una actividad íntima —él se puso unas gafas que lo hicieron parecer langosta.

—Pensé que le gustaría la camisa azul.

—Comprendió bien; ahora comprenda que la mejor comprensión es dejarme solo.

—¿Qué edad tiene?

—¿Para qué quiere saberlo? —chilló la voz del hombre invisible.

—Es importante saber si es joven o viejo, y si es gordo o flaco, para que pueda traerle la ropa.

—Soy tan viejo que ya se me cayeron los pies.

—No le creo, lo que necesita son tallas a la medida de su cuerpo.

—En otras palabras, ¿no comprendió que debe largarse de aquí? —ladró el cliente invisible, camuflado con el entorno.

La dependienta dejó la puerta abierta. Nicolás pensó que ella no iba a regresar, pero volvió luego para decirle que como había otros clientes esperando usar el probador, si no le importaba esperar afuera mientras le traía otras prendas.

Como el tiempo pasó y la dependienta no volvió, y como tampoco entraron otros clientes, sintiéndose un desaparecido pegó la cara al espejo tratando de vislumbrar un fulgor en sus ojos. Mas preocupado por su ausencia, se fue a buscarla a otros probadores. La encontró en la caja.

The bill —le dijo ella en inglés al verlo con la mercancía en las manos invisibles.

Sin responder, él mismo procedió a quitar los precios con el escáner electrónico.

Ok —ante esa operación fantasmal, la cajera, pretendiendo atender a un cliente normal, desprendió los seguros con el debipeur.

En seguida el hombre invisible cogió la bolsa con la ropa, y salió a la calle.

Fuck you! —le gritó ella desde la entrada de la tienda, como si tuviese la certeza de que el hombre invisible venía del otro lado del canal.