27. Vivianne Tortelier

Al hombre invisible le agobiaba el domingo como si lo llevara cargado sobre la espalda. No se le antojaba comer ni pasear ni visitar museos ni ir al cine; solamente quería echarse en la cama y dormir, dormir. Ese domingo en particular la ciudad le parecía vacía y anhelaba estar con Nicole. El sentimiento de desaparecer gradualmente al quitarse las gafas, la chaqueta, los zapatos, los pantalones, la camisa, los calcetines y los calzones le daba ahogos.

—¿De dónde viene el tedio? —se preguntó—. ¿Es individual o colectivo? Si es colectivo, es compartido, es igual para todos. Pero entonces, ¿por qué en medio de un día soporífico pasa gente feliz, como disfrutando el gran momento de su vida? ¿O el tedio exterior depende del humor interior de cada individuo y está condicionado por la frustración que uno saca de casa y arrastra por la calle como una sombra desanimada? Quizás el tedio es el dardo de la melancolía atravesando las plazas del día soleado o el bullicio de una fiesta —se dijo Nicolás, tendido como un don nadie en el lecho del tedio dominical.

Sin embargo, al anochecer decidió dar un paseo. Pegado a la pared, alcanzó la escalera fría, el vestíbulo con olor a polvo, que lo hizo estornudar.

—Lirio —Madame Emile Bertrand, la hija malhumorada del Faubourg-Saint Honoré que compartía en ese instante pasillo con Tranchant, llamó a su chien de poche, pues el animal se lanzó a husmear su cuerpo.

—No sé qué huele en mí —se dijo Nicolás, pues su sexo le era indiferente.

Paradiso di atlantico. La diva aux pieds nus es mi prima —contó la bonne Graciette al conserje, refiriéndose a Cesaria Evora—. Ella nació en una casa blanca entre piedras y palmeras del Cabo Verde donde yo nací.

—Lirio, ¿quién te está molestando? —Madame Bertrand husmeó el cuerpo del hombre invisible buscando en el aire al transgresor, mientras el can subía las patas delanteras sobre las rodillas transparentes para oler su pipí.

Nicolás se sentía halagado porque así demostraba que no era un fantasma, hasta que estornudó de nuevo.

Bonsoir, Messieu —Tranchant tanteó el entorno en busca de evidencias del intruso. Su corbata le colgaba sobre el pecho como una lengua chillona Made in China. Repentinamente Nicolás se lo figuró el sábado pasado echando chorros de agua sobre las losetas sin importarle el cielo nublado. En su rutina fastidiosa, arrojaba agua sucia sobre sus propios zapatos.

La víspera Nicolás lo había sorprendido apretándole las mejillas con los pulgares a Alice su mujer. La interrogaba:

—¿Cuánto dinero gastaste en el supermercado? Dime la verdad. ¿Cuántas pechugas de pollo le serviste a tu hermano? Dime la verdad. ¿Cuántos kilos de zanahoria usaste para la sopa? Dime la verdad. ¿Cuánto dinero te dio el Cobra por la información? Dime la verdad. El doctor Bratu, ¿qué te ofreció? Dime la verdad.

A medida que le formulaba las preguntas la presión de sus pulgares aumentaba tanto sobre las mandíbulas de la cónyuge que a ella le costaba trabajo abrir la boca para contestar. Sus facciones parecían estiradas por una cirugía plástica.

Salvado el edificio, sobre la reja del Museo Galliera Nicolás leyó un affiche de la Comune di Trieste:

Anziani soli invisibili tanti

Amalia é nata per loro e per tutti quelli che vorrebbero fare qualcosa, ma non sanno come devenire invisibili.

En el paso subterráneo que daba al Museo del Quai Branly, Nicolás se topó con un clochard con escamas en las manos y barba blanca desaliñada, el cual, con su capa anudada al cuello, se parecía al barquero del Río de los Orines, cuyo olor no sólo impregnaba el piso, sino también las paredes y el aire.

Messieu, un euro para Charon.

Éste lo acometió bastón en mano y expresión maligna.

—No cargo dinero —Nicolás lo evitó como si saltara sobre los escaques de un tablero de ajedrez.

Messieu, cuando tu sombra caiga entre las hojas del otoño, nos veremos la cara —el clochard de ojos enrojecidos intentó golpearle la espalda.

—Amigo, lo lamento, pero entonces estaré en las tierras del sol —Nicolás vertió sobre su cabeza una lluvia color cerveza.

Merde —al descubrir que eran orines, Charon embistió el aire mientras se oía la risa sin cuerpo de Nicolás.

—Chu-chu-chu —al final del túnel una gitana pequeña y delgada, de edad indeterminada, empujaba la cadera hacia delante y hacia atrás en movimientos obscenos como de locomotora.

Parado en el puente delante del Sena, Nicolás recordó la tarde en que le llevó un álbum de fotos a Vivianne y ella le dijo primero que era soltera, y luego que era divorciada, y, sucesivamente, que era enfermera, secretaria, modelo de agencia y empleada de zapatería.

—Si no me hubiese sentido tan olvidado del mundo y sus negocios, no me habría fiado de esa falacia hecha persona llamada Vivianne —se dijo—. Gran odalisca de los mercados de la carne, frente a su desnudez tenía la sensación de asistir a un misterio del subconsciente. Invisible country where everything is allowed, decía el letrero en las playas de su cuerpo. Por eso me volví cliente frecuente de la especialidad de la casa, fricassée d’escargots avec un peu de beurre et emulsion d’ail, y como no hay nada más poderoso que la atracción del abismo de uno mismo, fantasié con la idea de vivir con ella en el Tíbet, Tampico y Transilvania, lugares que creí inaccesibles para los Cobra. Confieso que la gastronomie erotique de la tal Vivianne me deleitaba, sobre todo con sus máximas:

“El amante comienza frío y acaba caliente; comienza lleno y acaba vacío.”

“Un cuerpo alto sobre una mujer chaparrita es como acostarse sobre un islote.”

“Si te dejas fornicar por cualquiera, los hombres acaban convirtiéndote en un meadero.”

Una vez por semana, Nicolás visitó a Vivianne en la Goutte d’Or. De preferencia los martes y los jueves durante la hora sagrada francesa, entre doce y una. En esos días Pépin se marchaba a Marsella para recibir instrucciones de Papá Cobra. O se iba con Étienne y Vincent a fatigar la infamia en los aledaños de la Gare du Nord. Pero como el engaño perfecto no existe, los Cobra ya lo espiaban más de lo que él imaginaba. Y hasta telefonear a su amante fue un problema. Al preguntar por ella, Pépin contestaba: “¿Cómo dice que se llama? ¿Francois, Fréderic, Fernand? No figura ese nombre en su libro de direcciones.

—Soy Fouad el libanés del restaurante Noura —mentía Nicolás.

—Nunca lo oí mentar —Pépin colgaba.

Al reflexionar sobre el incidente en la Goutte d’Or, Nicolás concluyó que hubiese sido preferible alquilar un cuarto en el Hotel Myrha, enfrente de Don Doud Ne y de la apestosa tienda Volailles Vivantes con su anuncio de gallos pintados en la pared que arriesgarse a ser sorprendido in fraganti por Pépin. Las tarifas del Myrha eran económicas au mois et a la journée. Prix des chambres, una persona 15 €, dos personas 20 €. Cinco liras de diferencia liquidados por Vivianne no lo hubiesen dejado pobre. Y sí evitado problemas. Y hasta habría podido tener una pieza con agua corriente, ducha y WC. La mayor imprudencia de su amiga fue colgar en un balcón sostén y pantaletas, y el vestido color vino que le compró en la tienda Marhaba con un boubou de 80 €. Nicolás se recordó a sí mismo visitándola con pastelillos de la Patisserie El Andaloussia para luego llevarla al restaurant Paristambul. O a un restaurant de couscous en la zona Bo-bo, contigua a la Goutte d’Or. Pero al exhibir a la urbe y al orbe las prendas de su intimidad, Pépin se enteró de todo.

El ambiente de aquel día fatal chez Vivianne le era indeleble: piso de linóleo, cenicero de vidrio, teléfono desconectado, espejo desportillado, cepillo de dientes con filamentos disparejos, lápiz labial rojo sangre, pastel con moscas pegadas, mechas postizas sobre un tocador, retrato de Pépin en camiseta haciendo pesas en Buttes Chaumont, y una gata color noche, como recién salida de una tumba egipcia de la diosa Bastet, con la cola parada mostrando su orificio. Mas arrojado al abismo de sí mismo, Nicolás no sucumbió: su cadáver nunca fue encontrado, la ambulancia se llevó nada; el carro de policía, solamente ropa.