Los trenes pasaban aullando sus distancias. Los ecos acuosos seguían a las navecillas fluviales. Nicolás, gata en mano, dudó entre descender en la estación Pont Neuf para tomar el metro dirección Mairie d’Ivry o entrar en el edificio en forma de barco de Kenzo. O correr locamente para estrellarse contra la iglesia al fondo. Abordó un autobús en la Samaritaine. Como si la gata levitara la pasó por encima de la cabeza de una anciana. Por fortuna el conductor estaba más interesado en cruzar antes del cambio de luces que en vigilar el interior. Apareció Papá Cobra fuera de Kenzo. Pretendiendo estar ciego se dejaba guiar por un perro labrador. Le había dado a oler la ropa de Nicolás y el animal olisqueaba el aire. La anciana hacía un crucigrama. Dormida con el periódico Directsoir en las manos, Nicolás cogió su lápiz y le puso letras a las casillas verticales.
“Crucigramista que haces crucigramas, aquel que me crucigrame muy crucigramador será, crucigramista que haces crucigramas.” La anciana le arrebató el lápiz. Y, clavando en su silueta vaga unos ojos magnificados por los culos de botella, con expresión asesina no sólo midió su efigie vacía, sino también el cuerpo de la gata temblando de miedo sobre sus piernas invisibles.
Siete paradas luego, la vieja descendió.
—Para acabar este crucigrama necesito una palabra de siete letras que diga imbécil —chilló ella, empuñando el bastón como un arma. Llevaba zapatones de hombre. Mañosamente se detenía aquí y allá para escrutar el sitio donde debía encontrarse él. Le extrañaba que la gata atravesara el aire.
—Feliz cumpleaños —Nicolás puso la gata delante de Nicole, sentada a una mesa entre tazas de café y platitos con croissants de clientes anteriores.
—No sé si enojarme o reír. Qué idea. En vez de invitarme a cenar me traes un gato. ¿Qué quieres?
—Que cuides a cette femelle de trois mois.
—¿Perdiste el cuerpo y ahora estás perdiendo la nave?
—Mi cuerpo es psíquico.
—No te entiendo, explícame, ¿de quién te escapas?
—He recorrido un cuarto de ciudad para traerte un regalo y me recibes de esta manera. La gente nos mira, vámonos.
—No me importa que nos oigan.
—A mí, sí.
—Quisiera que vinieras aquí como antes, a tomar café, fumar, leer, y luego partiéramos hablando de esto y aquello sin más preocupación que el libro que estamos leyendo y la película que vamos a ver.
—Yo también quisiera, pero mi mundo ha cambiado. Si no quieres seguir conmigo, eres libre de…
—No lo tomes así, no quise ofenderte, nos vemos otro día —Nicole se levantó de la mesa.
—Al menos llévate la gata.
—Seguro es robada —Nicole cogió a la gata y la metió en una bolsa. Se volvió para decirle—: Tarde o temprano te encontrarás contigo mismo, no puedes pasarte la vida inventando que eres el hombre invisible.
—¿Nos vemos la semana próxima? —él la vio perderse en la calle.
—Un monstruo, un monstruo —gritó la vieja de repente. Había regresado con un policía. Intrigada porque había visto a una mujer que hablaba sola, una silla que se movía sin nadie, una taza de café que se levantaba de la mesa, un vaso de agua que se bebía a sí mismo, sobres de azúcar que se rompían y una gata en una bolsa, lo estaba denunciando.
El mesero pateó la silla donde el hombre invisible se sentaba, el dueño del café aventó un cuchillo a su asiento. Por suerte, él ya no estaba allí. Por desgracia, se topó enseguida con una policía hombruna y su asistente marroquí, intentando atraparlo y esposarlo. Nicolás se les zafó.
—Police —la policía le mostró su brazalete anaranjado.
—Al monstruo, al monstruo —la azuzó la vieja.
—Que no escape —el dueño del café saltó detrás de él.
—A él, es un extranjero, estaba en el autobús tratando de violar a una niña rubia —la vieja parecía ganso excitado.
—¿Dónde está? —la mujer policía sacó la pistola para disparar a unos ojos fúlgidos que cambiaban de lugar.
—Se escapa —el dueño del café arrojó al piso el contenido de una cerveza.
Al huir Nicolás se resbaló por el líquido derramado. Pero no cayó, arrastrando espuma con los pies se detuvo para limpiársela. Un golpe en una mejilla le desgarró la piel. Papá Cobra le había dado un bastonazo. Como si desatornillara la cabeza del resto del cuerpo, Nicolás logró moverla de derecha a izquierda. Por el rabillo del ojo vio su cara de felino salvaje.
—¿Lo reventamos?
Nicolás se echó a correr. Sangraba. El marroquí mantuvo abierta la puerta del autobús pidiendo refuerzos por radio. A dos calles de distancia Nicole vio venir una figura cuyas piernas veloces se confundían con el aire.
—Otro loco, parece que entramos a la Era de Acuario —exclamó ella.
—Ayúdame —clamó él.
—¿Por qué corres tanto?
—No es cosa de risa —él se hacía visible e invisible como alumbrado por luces psicodélicas.
—Toma dinero, me lo dio tu madre para ti.
—Si lo tomo, me delato.
—Ahí va el hombre invisible, el violador de niñas —gritó la vieja.
Nicolás escuchó un fogonazo. No sabía si le disparaba la mujer policía o Papá Cobra. Volando sobre los escalones de la estación del metro alcanzó el andén. Mientras las cámaras de vigilancia registraban una silueta, unos destellos, llegó el tren.
La policía trató de impedir que la puerta se cerrara. Pero la puerta se cerró. El tren partió. En el andén, seis hombres vestidos de negro, con manos invisibles sostenían pancartas. Se preguntaban y respondían:
¿QUIÉNES SON LOS DIOSES? NOSOTROS
¿QUÉ QUIEREN LOS DIOSES? CHUPARNOS EL ALIENTO VITAL