En Place de Fontenoy se levantaba el edificio en forma de Y de la UNESCO. La entrada principal llevaba a la zona de ascensores, al Hall Segur y al Espace de méditation Tadao Ando. Respecto a la Salle des Pas Perdus nadie sabía de quién eran los pasos perdidos, si de los visitantes o de los burócratas que laboraban en el Palacio de los Invisibles, como había llamado a la UNESCO una revista alemana. 125, avenue de Suffren conducía a las salas de conferencias. Y al área de Archivos. El hombre invisible, tras las huellas de su padre, seguía buscando los expedientes del Proyecto Invisibilidad, elaborado por el Sector Ciencias. Atravesando corredores, abriendo puertas y bajando escaleras se encontró en el piso menos uno. Una joven archivista acababa de marcar el código secreto de la Sección Reservada. Cuando ella se marchó, él se quedó dentro.
Docenas de cajas de cartón estaban marcadas con la palabra Archivos. Los muebles sobre el suelo plastificado olían a humedad. Las tres cajas fuertes empotradas en la pared guardaban más polvo que documentos. Porte Coupe-Feu, decía un letrero. En los folders amarillentos se revolvían fechas y expedientes. El de Moses Antschel había desaparecido. Tampoco su nombre figuraba en el Quién es quién en el mundo científico del siglo XX. Hurgando en la carrera profesional de Petru Margul, acabó leyendo sobre “Disappearing a la Patanjali” en el libro Invisibility. Y sobre Lamont Cranston, el héroe de un programa de radio de los años treinta en los Estados Unidos que se paseaba invisible entre los hombres habiendo aprendido en el Oriente la fórmula para desaparecer. Hasta que al volver al Occidente como “la Sombra”, oh, sorpresa, descubrió que la maldad anidaba en el corazón de los hombres.
Nicolás, invisible, navegó por internet consultando los últimos progresos científicos sobre Invisibilidad, no tanto para aprender sobre el tema, sino para explicarse a sí mismo. Después de un fatigoso recorrido por los sitios halló la comunicación de un líder fundamentalista iraní dirigida al imán de una escuela coránica de Pakistán: “Nuestra fe es tan grande que pronto moveremos soldados y armamentos invisibles”. “Scientists Take Step Toward Invisibility”, decía The New York Times. “Gold rings create first true invisibility cloak”, escribía el New Scientist. Un boletín proclamaba: “Researchers from Duke University, USA, worked with professor John Pendry of Imperial College London to create a prototype ‘cloak’ based on a new design theory proposed by the same team earlier this year”. “Dark matter may have been found on Earth”, anunciaba el New Scientist: “Particles of invisible dark matter have been detected deep inside a mountain in Italy”.
Con la cara camuflada en la pantalla blanca, como si su padre curioseara sobre sus hombros en el ordenador sobre los misterios de la difracción de la luz, Nicolás siguió leyendo: “The team, called Dama, from DArk MAtter, and led by Rita Bernabei of the University of Rome, has maintained since 2000 that a yearly modulation in the rate of flashes in a detector nearly a mile underneath the Gran Sasso mountain in Italy is the result of the Earth’s passage through a ‘wind’ of dark matter particles as it goes around the Sun”. Hasta que se le ocurrió que aquel 14 de julio en el puente Alexandre III tal vez su cuerpo había sido bañado por un viento de materia negra y que las partículas llamadas WIMPS eran las responsables de su invisibilidad, no los experimentos inútiles de su padre.
—Señor director general, soy Iohannes, Le Grand Maître Rose-Croix —en el mezzanine de El Palacio de los Invisibles profirió un hombre alto y delgado, de rostro maquillado y gafas redondas, con el emblema de la cruz y la rosa estampado en su hábito de lino blanco. Una cinta roja le cruzaba los hombros. Cuatro rosas adornaban su sombrero en forma de pico.
—¿Dónde está nuestro padre Christian Rosencreutz? —preguntó un hombre de aspecto asiático. Al principio Nicolás creyó que se trataba de uno de los elusivos empleados de la UNESCO que atendían a las delegaciones adscritas a la organización, pero era el director general.
—Llegará tarde; hay huelga de transportes.
—¿Cree que fue buena idea el encuentro?
—Es tarde para cancelarlo.
—Nuestra búsqueda no es inocente; algunos gobiernos están buscando metamateriales que absorban la energía de la luz mientras atraviesan los cuerpos. Sería sensacional que pudiéramos conseguir los WIMPS.
—El peligro es que la manipulación de la materia negra sirva para el camuflaje de hombres, vehículos, barcos y aviones de guerra.
—Conozco los riesgos.
—El secreto de la invisibilidad, aplicado con propósitos negativos, causará destrucción masiva, terrorismo global, sabotajes, catástrofes, y podría desatar una carrera armamentista que conduciría a la tercera Guerra Mundial. Imagínese: ojivas nucleares invisibles que al no ser detectadas por radares puedan golpear grandes ciudades y blancos civiles y militares visibles. Me ofrezco para dar una conferencia sobre la paz en El Palacio de los Invisibles.
—Me interesa su ofrecimiento, pero no es el momento oportuno.
—Imagínese un ejército de curas invisibles tomando por asalto los burdeles de París.
—No sé qué pensará de eso el Nuncio Apostólico, pero por razones de protocolo preferiría no inmiscuir en este asunto al Vaticano.
—Si no le molesta, hablemos del Proyecto Invisibilidad.
—Le tengo malas noticias; me acaban de comunicar que el expediente ha desaparecido del Sector Ciencias. No sabemos desde cuándo no está en los archivos.
—Entonces ¿hemos perdido el tiempo?
—Me temo que sí. Pero mi temor más grande es que la fórmula concebida por un rumano moribundo en un campo de exterminio pueda ser aplicada en nuestros días con graves consecuencias materiales y morales para el planeta Tierra, y para la humanidad en su conjunto.
—La Era de la Invisibilidad podría cambiar el curso de la historia.
—Sería el momento en que la historia deje de ser la Crónica de lo Visible para volverse el Patrimonio Mundial de lo Invisible.
—Miles de años de civilización desaparecerán de un plumazo, y no precisamente por la voluntad del Muy Alto. Una situación semejante sería parecida al momento en que un hombre parado en la cumbre de una montaña, después de retener el aliento por varios siglos, se arroja al vacío de sí mismo y desaparece en su propio abismo.
—Sabemos que varios servicios de inteligencia andan tras el secreto, y que capos y terroristas están dispuestos a matar para obtenerlo.
—Los guardianes de la Puerta Nueva no lo permitiremos.
—Esa puerta no existe.
—Las Puertas del Templo Interior están abiertas, aunque los no iniciados no las vean.
—Iohannes.
—¿Qué?
—Mire, allá —el director general señaló hacia el lugar donde se hallaba el hombre invisible.
—Ah, ¿se refiere a esa criatura del futuro?
—Ha venido a hurgar en nuestros archivos.
—¿Lo ha visto antes?
—¿Al hombre invisible? Es por eso que he aceptado recibir al Imperator de los Rosacruces.
—Señor, creo que el Imperator no asistirá a la cita.
—¿Por qué?
—Ha dejado el encuentro para otro día.
—Entonces me despido; se me hace tarde para otro compromiso.
—Ya ocurrió el encuentro, nuestro padre Christian, invisible, estuvo aquí desde el principio.
—Bueno, sólo me toca despedirme.
El director general abandonó el recinto. El hombre invisible lo siguió. En el ascensor estaba una mujer española de piel aceitunada y mamas rebosantes que parecían salirse de su nido. Ante su sensualidad, el director general se sintió incómodo. El aparato se fue deteniendo en cada piso. Una mano traviesa había oprimido los botones. En el séptimo el director general salió. Su séquito lo escoltó hasta el restaurante Lowendal. Ahí, cuarenta años antes, Moses se había citado con un hombre con cara de adolescente envejecido y ojos de fauno asexual: Julio Cortázar. El traductor al español del Correo de la UNESCO lo esperaba al fondo del restaurante.
—He visto en el Jardin des Plaintes a un animalejo de agua del género de los batracios llamado axolotl —espetó el escritor argentino con fuerte acento francés.
—Dirá Jardin des Plantes —Moses vio por un ventanal el falo metálico de la Torre Eiffel.
—Jardin des Plaintes —recalcó Cortázar—. En la Historia general de las cosas de la Nueva España dicho animal tiene pies y manos como lagartija, cola como bailarina rusa, boca ancha como escritor y menstrua como mujer.
—¿A qué viene todo esto?
—He sabido que vos habés realizado experimentos sobre invisibilidad, y he querido encontrarme con vos, pues mi máxima aspiración es ser un ajolote invisible.