37. Cuando fui visible

“Cuando fui visible consideraba el apego a la vida como una cobardía, de la cual uno se libra cuando pierde el miedo a morir. Dormía con la luz prendida, consciente de que la oscuridad de afuera entra a nuestra interioridad, y luego todo, desde insectos voladores hasta alacranes en dos patas y fantasmas de infancia se convierten en enemigos.

”La invisibilidad es una segunda vida. Y yo no podía atravesar sin temblar esas puertas de hueso y carne que ‘nous séparent du monde invisible’. La invisibilidad es el más grande poder imaginado por el hombre, y la deseaba con pasión desde la infancia. Hacerse, volverse, vivir invisible no sólo era una realidad soñada, sino una muerte visual alcanzable.

”No existen límites para el hombre invisible. Las puertas de la fantasía se abren a su deseo. Y hasta los seres visibles más esquivos parecen accesibles, íntimos, ya que sin cesar lo invisible se codea con lo visible, y viceversa. El hombre invisible traspone los umbrales del Supramundo y el Inframundo, y las puertas de la Intimidad, sin ser notado, y con el poder de desvanecerse del territorio de la materia a su conveniencia.

”Cuando fui visible consideré a mis iguales, los dobles de mí mismo, alter egos de los personajes reales / imaginarios que me precedieron en la vida invisible. A los chamanes que establecieron comunicación con lo invisible, a diferencia de los etnólogos que los investigaban, llamé maestros. A la lista de expertos que llamaron a los invisibles “espíritus auxiliares”, agregué ángeles y dobles.

”Cuando fui visible recorría fantasmal la ciudad del hombre, no porque tuviera el don de la transparencia, sino porque invisible a los ojos del hombre en medio de la multitud pasaba inadvertido. Delante de una mujer, no era visto. En las reuniones sociales no era invisible por mis poderes especiales, sino porque nadie me hacía caso. Sin embargo, inspirado por mi padre, un chiflado de la invisibilidad, quien al morir se hizo verdaderamente invisible, sabía que del otro lado del cuerpo era posible ver todo: árboles, aves, lluvias, chicas. Traté de hacerme invisible. Busqué obsesionadamente los últimos descubrimientos sobre invisibilidad: no para obtener ventajas sobre mi prójimo, sino para conocerme a mí mismo. Acostarme en un mundo de criaturas visibles y despertarme en uno de invisibles se me volvió obsesión. No obstante que sabía que el hombre invisible infundiría miedo, la conciencia de que luz es una materia inteligente que distingue a los vivos de los muertos (como diría Píndaro o Platón o Plotino o Plutarco o Pascal o Poe o Proust), agotarla en las fuentes de lo posible fue mi meta.

”Aún recuerdo la tarde aquella en que determiné aterrizar la ilusión de ser invisible (suceso que ocurrió semanas antes del milagro del puente Alexandre III): la fuerte luz del sol abrasando el río, que convertía a los gregarios pasajeros de los Bateaux-Mouches en grupos fantasmales, quemaba mi cuerpo, el cual había tumbado sobre un banco para ver desde ahí a una chica topless tomando un baño de sol en la cubierta de Le Bateau ivre, fondeada la barca cerca de la orilla. De repente, al mirar la masa blancuzca de mis brazos, a los que nunca daba la luz del día, encerrado mi cuerpo en el trabajo, me deprimí. Mis piernas eran blandas como spaghettis, mi hocico estaba hambriento de vida como el de un perro mal alimentado de pellejos; mis ojos exploraban los cuerpos femeninos temeroso de ser rechazado, como si pidiera perdón por atreverme a mirarlos. En fin, mi estado de ánimo era lamentable. Mas como quien estudia el mapa de carreteras de un país al que no viajará y descubre el mapa inédito de su cuerpo, por el que no se ha aventurado, al compararme con los hombres que pasaban delante de mí, me consideraba mejor dotado que ellos tanto en físico como en talento. Calculaba que todavía estaba a unos quince años de distancia de agotar mis reservas de vida y que sólo era cosa de atreverme a atravesar el camino que me separaba del presente maravilloso que encarnaba la chica de Le Bateau ivre para obtenerlo, cuando un gruñido como de cerdo atravesó el aire. Al gruñido siguió la llegada de un hombretón, quien, seguro de sí mismo, cogió a la chica del brazo y la metió en un camarote. Turbado por el hurto del fruto de mi contemplación a manos de ese zoquete, sintiendo las protestas de mi corazón (encerrado en una jaula de costillas), furioso, me levanté del banco, decidido a continuar los experimentos de mi padre.

”Sin embargo, desde el día en que mi organismo sufrió el gran cambio, comenzaron los intentos por ser visible de nuevo. Me puse a pensar cómo sería en la calle mi cuerpo si proyectaba sombra, si llevaba ropas ordinarias, andaba, comía y se movía como todos. Habituado a no ser reconocido por nadie, ni siquiera por los espejos, acabé por ignorar a la gente, aunque inlocalizado en las multitudes por mis propios ojos, sufría agorafobia igual que si anduviera perdido en el vacío. Por eso, invisible de día, comencé a salir de noche. Ansioso por recuperar mi cotidianeidad, vulnerabilidad y ordinariez, probé remedios, medicinas, magias, elíxires (sin efecto). Los consejos de los blogs y las páginas electrónicas resultaron inseguros, impracticables, inútiles, y hasta indecentes. Y los ejercicios que practiqué en mi cuarto como una forma de no extraviarme, como palpar paredes y objetos con los ojos cerrados, absurdos. El equilibrio ideal, me decía, era alternar entre un estado invisible-visible-invisible-visible. Pero sin poder lograrlo, me acostumbré a vivir en un mundo visible acompañado de criaturas invisibles al ojo, en un mundo inadvertido que a cada instante manifestaba su visibilidad. Y como san Agustín, que especulaba sobre si los gordos en el más allá serían gordos o delgados, me pregunté cómo sería mi cuerpo posmortem, si visible o invisible. Y si los espíritus de algunos ancestros (Petru Margul, Moses Antschel et al.) me verían o no.

”Me divertía atravesar una plaza como un halo, pararme bajo el Sol sin proyectar sombra, avanzar entre la muchedumbre sin ser notado, y tocar cuerpos con manos locas sin que supieran quién los tocaba. Me sentía amenazado por peligros que acechan a criaturas visibles, como quedarme atrapado en un elevador o caer en un agujero negro o ser atropellado por un auto que se pasa un alto sin que nadie se entere.

”El pensamiento de que la fuerza que había detonado mi invisibilidad pudiera desertarme en cualquier momento, me hizo temer que mi cuerpo se expusiera con pelos y señales en un lugar público. El peligro era yo mismo, ya que mis miembros llegaban a parecerme tan distantes y desconocidos que podía olvidarme de ellos, y llevarme a descuidar su materialidad.

”Una ventaja era no necesitar billetes para viajar. Y, sobre todo, poder deslizarme en los camerinos de las actrices y verlas desnudas, vestidas, desnudas, y hasta en la toilette (si como una bestia hubiese podido deleitarme en sus olores). Mas qué quemada hubiese sido leer en un diario que el hombre invisible murió electrocutado al pisar unos cables de alta tensión en un teatro, o que su cuerpo fue registrado por una cámara oculta en una estación del metro entrando sin pagar, o que en una casa se le sorprendió ocupando la silla vacía que la familia deja para el hijo ausente, o que en la antesala de una terminal un clochard borracho se sentó encima de mí.

”El hecho de ser invisible no significaba que no deseara ser visto por los demás con el amor con que uno se ve a sí mismo, pues no es igual que la amante alce con manos temblorosas una esfera vacía, como copulada por el Espíritu Santo, a que contemple una cara inflamada por el deseo. En mi estado no sólo me estaba volviendo un voyeur de mujeres bellas y feas, esbeltas y obesas, sino también de crímenes y accidentes donde las víctimas aparecen convertidas en omelettes humanos, mezclados en la sartén del día sangre, pulpa, pellejos y pelos.

”De un tiempo para acá me costaba trabajo recordarme cuando fui visible. En los álbumes familiares no estaba seguro de ser yo en esa o en aquella foto. Nada más Nicole se marchaba de mi lado que sentía que la vida era como una imagen o un sonido que ha cesado, y me agobiaba el temor de perderla, porque me perdería a mí mismo. Mi madre no estaba en condiciones de ayudarme; más bien de ser ayudada. Quizás por eso le tomé gusto a los perros: con sus ladridos me hacían sentir que era real, pues la transparencia del cuerpo ofrece soledad total.

” ‘El solitario’ podría haber titulado una entrada en mi diario Memorias de la vida invisible. En la ilustración hubiese podido representarme como una silueta vaga mirando a una calle populosa desde una ventana del último piso. En los mercados y en las estaciones del metro no había espacio para mí y la gente avanzaba atropellándome. En las discusiones callejeras tenía la sensación de quedarme fuera de las palabras, fuera de los ojos, fuera de la calle y fuera de mí mismo. Mis lugares favoritos (cafés, restaurantes, cines, librerías, tiendas de fotografía) me estaban vedados y tenía que verlos a distancia o deslizarme en ellos sin manifestarme. Probarme pantalones y probar pistolas se me volvió manía, ya que en privado vestir el cuerpo y palpar armas me daba seguridad. Y tanto tener hambre y sed como beber agua y vino, comer nueces y yogures, me causaba sensaciones.

”Los porteros me daban con la puerta en las narices. Por eso, una noche en el Café des Chiméres después de ser ignorado por la mesera que solía atenderme cuando era visible, prendí un cigarro desafiando a los clientes, los cuales miraron como bobos la cerilla y el humo flotando en el aire.

”Un anochecer me despertó un silencio como vacío de gente. Al notar ausencia de ruidos pensé que Tranchant había muerto. La sola idea me hizo aflorar una sonrisa en la boca invisible; su defunción me sabía a un merengue del tamaño de Sacré-Coeur. Pronto me percaté de que la quietud se debía a que el conserje había salido, y me dediqué a ver a contraluz las cartas que el cartero había dejado sobre mi tapete. Para recoger el correo había pensado en mi madre, pero descarté el plan por riesgoso. El conserje podía toparse con ella. Y hacerle preguntas capciosas. Y Suzanne podía meter la pata. Y el malvado Tranchant sacar conclusiones. Y el tipo era una amenaza. La semana pasada lo había sorprendido diciéndole a su mujer: ‘Ojo con el inquilino de abajo, ojo que sigue viviendo allí, ojo con lo que haces, ojo que puede estar espiándote, ojo con guardar secretos, ojo porque hay gente que puede pagarnos información, ojo, mucho ojo, ya le tenderemos una trampa’.

”Preparándome para un sitio rescataba de panaderías, restaurantes y casas de traiteurs panes, poivrons rouges marinés, pommes frites, poulet au citron, y amuse-bouche como Olives vertes et noires, chips de parmesan y champignons de Paris marinés, y sopas que iban desde Créme glacée a la moutarde hasta Bouillon de langoustines, platos simples como Moules a ma façon y Coquilles Saint-Jacques (carne no comía). Y postres: Tarte Tatin, Créme brulée. Quesos, muchos quesos. Todo esto mientras acumulaba en la despensa cajas de galletas, latas de atún y de sardina, bolsas de café, tés de verbena y menta marroquí, leches y alimentos congelados.

”Un día feriado, a punto de salir noté un coche negro en la acera de enfrente. Tres sujetos observaban desde su interior la puerta del edificio. Me devolví. Con la intención de dejar constancia de su presencia en mi diario. Escribir hasta los menores detalles no sólo era una manera de rescatar el paso del tiempo, sino de tener compañía de nombres: Nicolás y Nicole, Nicolás y Vivianne, Nicolás y Bratu, Nicolás y los Cobra, Nicolás y los Rosacruces. Juntar nombres me regocijaba, y mezclar la primera con la segunda y la tercera persona del singular, más aún.

”Reflexiones fluían por mi mente (fragmentada como un espejo roto). Y con la boca seca, los miembros vencidos por el dolor moral, empezaba a parecerme a un vidrio herido. Pues hay misterios que se resuelven solos y misterios que nunca se resuelven, y el misterio de la invisibilidad es uno de ellos. Siempre tendremos delante de los ojos a nuestro doble invisible como a un desconocido, mirando en su cara nuestra cara, como si perteneciera a otra persona.”

—¿Qué estás leyendo? —Nicolás le arrebató a Nicole el cuaderno. Sus ojos invisibles echaban chispas de coraje.

Memorias de la vida invisible.

—¿Quién te dio permiso de leerlas?

—Yo.

—No debiste coger mi diario. ¿No ves lo que está escrito en la cubierta de esos papeles que tienes en la mano? Ábrase sólo en caso de muerte.

—Sí, lo noté.

—¿Cómo entraste?

—Con la llave que me diste.

—Te acompaño.

Nicolás la cogió del brazo y a empujones la llevó a la puerta. Nicole en la calle, como si llevara puesto un manto de agua, lo miró sin entender. Luego, se fue andando bajo la lluvia.