44. Los travestis del Bois de Boulogne

Ce fu au tans qu’arbre foillissent,

Que glai et bois et pre verdissent,

Et cil oisel en lor latin

Cantent doucement au matin

Et tote riens de joie aflamme,

Que li fix a la veve fame

De la gaste forest soutaine

[Era el tiempo en que los árboles florecen, / que hierba, bosque y prado reverdecen, / los pájaros en su latín / a la mañana cantan dulcemente / y toda criatura de alegría se inflama, / que el hijo de la dama viuda / de la yerma floresta se levanta.]

Con Le Roman de Perceval ou Le Conte du Graal en las manos Nicolás se quedó dormido. Encubierto por los matorrales del Bois de Boulogne, los zumbidos de los coches no lo molestaron. Tampoco los ciclistas y los corredores. A su lado un conejo fue atacado por moscas, mientras un joven vestido de negro, con gafas y cola de caballo negras, orinó sobre la hierba. La alcaldía de París avisaba:

Renaissance du bois.

Aprés la tempéte du 26 de décembre de 1999, le nature et les hommes ont réagi.

Cuando las sombras largas se disiparon, y en el bosque reinó la oscuridad, los travestis salieron a pasearse por la Allée de la Reine Marguerite. Algunos llevaban peluca rubia o el pelo teñido, blusa escotada o los pechos de fuera, faldilla corta o pantaloncillo apretado, zapatos de tacones altos o botines blancos, bolso o monedero. Maquillados, con los glúteos enhiestos, solos o en grupo, los hombres-mujeres se pararon junto a los árboles. O se fueron a la Route de la Seine al Carrefour de la Porte de Madrid al Parc Bagatelle al Pre Catalan como siguiendo una ruta fija. Pronto los clientes vinieron en coche, bicicleta o en moto. O acudieron a pie desde las estaciones Porte Dauphine o Porte d’Auteuil, o atravesaron los campos de la Pelousse de St. Cloud. Furtivos, descarados, vistiendo ropas de verano, sandalias, zapatos blancos o tenis aparecieron aquí y allá examinando de cerca a las hembras hechizas para ver cuál les gustaba para alquilar.

Los hombres-mujeres acecharon las señas, oyeron monosílabos, ofertas. Hecho el arreglo se metieron en los senderos oscuros. Los voyeuristas, agazapados en los cruces de caminos, afanosos volvieron los ojos hacia atrás o adelante, a derecha e izquierda, atentos a los ruidos, a los movimientos de los fornicadores. O se pusieron a atisbar los cuerpos que en las tiendas copulaban, o se entregaban a felaciones.

Algunos curiosos siguieron a pie, de prisa, a parejas en bicicleta que, pujando sobre los pedales, buscaban las partes ocultas del bosque. O con gesto salaz miraron a los hombres cogidos de la mano perdiéndose en los matorrales.

Unas veces los lugares estaban ocupados. Otras, las actividades sexuales eran descubiertas por un pie, una espalda, un brazo, un zapato o una peluca debajo de un arbusto. Sucediendo que mujeres vestidas de hombres funcionaran como mujeres y hombres vestidos de mujeres hicieran el amor como hombres.

Nicolás despertó cuando docenas de coches se estacionaban en la Allée de la Reine Marguerite. Y vendedores ofrecían cocaína y condones a clientes urgidos que se llevaban a un travesti en su carro o en su moto. O se internaban en el bosque con él, sin importarles que pudiera ser seropositivo o portador de hepatitis C. A las bolsas de plástico iban a parar los preservativos usados. Tal parecía que tenía lugar una de las “partouzes du bois de Boulogne” de les années folles, cuando la gente acomodada del oeste parisiense se entregaba a excesos carnales colectivos.

On y va? —Nicolás oyó una voz sobre las hojas secas.

Tu viens? —El travesti le dio un beso.

—Ay, guapo, por tu perfume corporal me di cuenta que estabas aquí —le dijo el mismo con voz femenina en español.

—¿No ves que puedo ver a través de la ropa tus pensamientos? Por el sueño que tienes tu cabeza se puso roja —el travesti le acarició la nariz sangrante, el único lugar visible de su rostro.

Ante tantos embates, Nicolás se paró de inmediato.

—Garzón, si me tiras un venablo al cuerpo, lastimarás mi corazón —el travesti tanteó el aire en busca de algo. Tocó su pecho, vientre, miembro, pierna, tobillo, miembro—. Tu viens?

—¿Quién eres?

—La Giganta. O si prefieres, Argentino hasta la muerte —le dijo el hombre lampiño. Su cuerpo olía a rancio, a semen vertido en las manos—. Vengo del país del tango, en los años locos mi bisabuelo vivió las bacanales del bois de Boulogne; durante la segunda Guerra Mundial mi abuela fue la gran atracción de las arboledas. Cuando mi madre se vino de Buenos Aires yo estaba motivada. La putería es una tradición familiar.

—¿La Giganta?

Allá cuando Natura en su fuerza primera / A diario concebía algún hijo monstruoso, / Cerca de una giganta vivir querido hubiera, / Como junto a una reina un gato voluptuoso, ¿te suena?

—¿Sabes dónde está la salida?

—Ay, chulo, conozco el Hotel Chabot, pero si no quieres ir hasta allá, ven a mi tienda Mac Donald’s —la Giganta desgarró un boleto de metro con sus largas uñas esmaltadas mientras inundaba a Nicolás con olores mezclados de crema humectante, agua de Colonia barata, hamburguesa mal digerida y perfume marca Sudor.

—¿Cómo llegaste a París?

—Después de trabajar dos meses en la calle, me puse el vestido de mi hermana; le dije a mi madre: “Mamá, yo quiero ser trans”, y tomé el avión a Madrid. De allá, a París.

—Ay, mana, y tú que vas vestida de rojo, diablesa, diablesa, diablesa —dijo otro travesti.

—Es Ursula Andress, un venezolano siliconado, la barba traiciona su rostro femenino —la Giganta se aproximó a Nicolás.

—No te me acerques —Nicolás vio de cerca su cara maquillada, sus pestañas falsas, sus pechos implantados, los pañales bajo la tanga, las piernas de futbolista cubiertas con medias negras.

—Preséntamelo —pidió la Princesa del Tenis, un brasileño con la cabeza rapada como un falo.

Bon soir, nos vemos en los matorrales —la Giganta se fue detrás de un marroquí. Metiéndole la mano entre los pantalones, volvió los ojos hacia el vacío donde suponía estaba Nicolás.

En ese momento grandes nubarrones cubrieron el cielo, ráfagas de viento sacudieron los follajes, una mezcla de polvo y de grava recorrió el aire, ninfas transexuales se tumbaron en la hierba.

On y va?

Tu viens?

Nicolás había escondido su cámara digital entre las plantas. Enfocó a Ursula Andress y a la Princesa del Tenis juntas. Oprimió el botón. El resplandor blanco que captó a los travestis iluminó la cara de Vincent Cobra. Vestido de mujer, éste estaba a punto de adentrarse en el bosque cuando vio el flash.

—Agárrenlo —gritó.

Navaja en mano, la Giganta salió de los matorrales. Otros rostros pintarrajeados se desprendieron de los árboles. El hombre invisible aventó la cámara. Sus ojos atravesaron la oscuridad en busca de los hombres-mujeres que querían atraparlo. Su corazón invisible pareció un tambor tocado desde dentro.

—Vincent —balbuceó Nicolás.

—Conozco esa voz —chilló el Cobra.

On y va? —la Giganta con una mano lo cogió del cuello, mientras con una lámpara de baterías lo alumbró—. Cabrón, no tienes cara.

Tu viens? —Vincent se había depilado el vello del pecho a las axilas, y se había pintarrajeado como vampira.

Cheri, lo tengo —exclamó Ursula Andress.

—Déjenme —Nicolás, asqueado por la lengua que lamía sus labios, quiso zafarse. Pero como él (ella) no lo soltaba, tuvo que asestarle un puñetazo en el vientre, haciéndolo(a) rodar por el pasto.

On y va? —la Giganta arrojó un cubetazo de agua a Ursula Andress. Para alcanzar ese tamaño de senos el venezolano había recibido implantes de mama de gel. Ahí en el suelo, parecía un producto de todos los fetichismos posibles: medias, pantaletas, ligueros, tobilleras, pieles, zapatos de tacones altos, bisutería.

Tu viens? —la Princesa del Tenis mostró un escote con un canalillo morado que separaba sus pechos falsos.

On y va? —preguntaron al unísono Tetas Pequeñas y Tetas Mojadas. Luego, cogidos del brazo, cada uno con su pañal, partieron hacia el Lac Inférieur.

Los ojos de Vincent peinaron la oscuridad. Pateó al conejo muerto comido por las moscas. Ursula Andress y la Princesa del Tenis, con la cara distorsionada y el cuerpo torcido, comenzaron a golpearse los muslos aullando obscenidades. La Giganta sobresalía por su cuerpo, Vincent por su encono. Ursula Andress, para perseguir más rápido al hombre invisible, se quitó los zapatos y los llevó en las manos.

Cuando se creía perdido, Nicolás vio venir por Boulevard Lannes a una multitud de hombres y mujeres patinando. Al final de la larga fila venían vehículos de policía y de la Cruz Roja.

—Adiós —les gritó el hombre invisible.

Del otro lado de la calle, los travestis le hicieron señas obscenas y gestos amenazantes. Pero, separados por los patinadores y los vehículos policiacos, acabaron por darse la media vuelta y regresar al bosque.