45. La Mujer Visible

Nicolás tenía una gripe de caballo. Sentía que si fuera un cowboy en un western no dispararía balas sino estornudos al prójimo inocente. El cuerpo se le había quebrado el martes y el jueves había caído en cama. Sólo a su padre le daban esas gripes integrales en que la cara se pone roja, los ojos lloran, la garganta es una cascada rasposa y el alma se suena sin cesar. La tarde del sábado, habiendo pasado la noche del viernes insomne, para agarrarse de algo había sacado del cuarto de triques The Visible Woman, un Assembly Kit que su padre le había mandado de Garden City. Entre estornudos, toses secas, ojos llorosos, mucosidades en la nariz, dolor de cabeza y escalofríos, y conectado a líquidos, ingiriendo agua, sopas, infusiones, expectorantes, desinfectantes y descongestionantes, la madrugada del domingo había decidido pasarla jugando con la Mujer Visible.

Puso en el aparato de sonido Petite Fleur, por Sidney Bechet, y frente al esqueleto de la Mujer Visible empezó a figurarse dónde colocar los pechos, el útero preñado y el niño no nacido. La Venus de ojos vacíos, pintada de rosa y envuelta en plástico translúcido, era la imagen misma de la hembra erótica con un dejo lúdico, y una reminiscencia de Lucy, la Australopithecus afarensis de más de tres millones de años de antigüedad, cuyo esqueleto reconstruido le había llamado la atención porque se parecía a una Terminator hembra a punto de volverse invisible.

Con el Manual Ilustrado sobre la cama, observando fijamente a ese Miracle of Creation (como era llamada), se preguntó qué pasaría si lo juntaba con The Visible Man (su pareja armada por su padre), quien parado en su base, con sus testículos sin pene, sonreía agresivamente desde su calavera de plástico. Le dolió desecharlo, ya que, de estatura regular, rostro delgado, mandíbulas largas, cabello untado sobre el cráneo y ojos claros, se parecía a él.

—No cabe duda —se dijo Nicolás. The Visible Woman con su cara de muñeca ebria tiene look de diablesa. Si bien carece de los toques crueles de l’Eve future de Villiers de l’Isle-Adam, por el flujo de sangre a través del sistema circulatorio, y por la urdimbre de venas y arterias que atraviesan sus piernas y sus brazos, creo que ella pertenece al canon de belleza de un Policleto del Inframundo.

Entre estornudos y toses Nicolás se atrevió a imaginar un acto de amor con ella, pensando que el austero Petre Margul hubiese podido también amarla, compartiendo su afecto con sus ídolos históricos femeninos, como Elizabeth, The Winter Queen, e imaginarios, como la Dulcinea de Toboso de Don Quijote. Pero poniendo de nuevo, obsesivamente, Petite Fleur, levantándole la envoltura del cuerpo y despojándola de sus órganos, se sintió nadar en la nada total.

El cuerpo superficial de La Mujer Visible estaba sobre la colcha como extendida en un desierto de tela, montículos bordados y agujeros de encajes. Como las piezas marfilinas que componían su cuerpo se ajustaban unas con otras, Nicolás cimentó en el esqueleto mandíbulas, cuello, hombros, costillas, columna vertebral, antebrazos, codos, brazos y muñecas, poniendo luego el articular, las tibias, el peroné y el astrágalo, las rodillas, los pies y el cráneo. Las manos en forma de cuchara parecían esperar sueños.

“Continuaré formándola hasta que se me entregue”, se dijo Nicolás, ante la inminente crispación de los labios exangues. Y unió las mamas sin volumen a la blancura ósea, pegó los órganos internos con poliestireno y esmalte, e hizo brillar las uñas en los dedos. Solamente interrumpió su obra para beber una infusión de verbena.

—Juraría que me mira por las órbitas vacías… Tiene una mirada que tantea el vacío como pidiendo amor.

Con un estremecimiento casi erótico Nicolás la dotó de órganos internos: cerebro, nervios ópticos y olfativos, glándula pituitaria, aorta, esófago, bronquios, pulmones, médula, hígado, riñones, páncreas, intestino grueso, útero, vejiga, colon, recto y corazón. En la cavidad de la pelvis le incrustó los órganos reproductivos.

—Esta mujer horrorosa se parece a Nicole.

Nicolás le acarició las piernas, le puso medias, pantaletas, zapatos de tacón alto, lápiz labial y otros fetiches sexuales. La fotografió desde distintos ángulos con la cámara digital, aunque le hubiese gustado pintar su transición de lo visible a lo invisible y de lo invisible a lo visible como hizo Gustave Courbet con las modelos de fotografías pornográficas del siglo XIX que produjeron la pintura El origen del mundo.

Finalmente, la acostó en el lecho y la abandonó en las olas blancas de las sábanas como a un cadáver náufrago. Bajo la luz dudosa del alba la vio inerte en la nada de sí misma. Hasta que, de pronto, frenéticamente, empezó a arrancarle los órganos y los huesos colocados con afán y desvelo. Y como si la Mujer Visible fuera una imagen de Nicole, bajo los acordes de Petite Fleur, quiso llegar al último frisson: volverla invisible de nuevo.