47. El síndrome de Medusa

La noche del sábado Nicolás estaba viendo Medusa, una película de Eva Theologos, pero se quedó dormido con el control de la videocasetera en la mano. Cuando se abrieron las puertas de la tarde saltó a la arena Perseo. Había llegado en lancha de motor a la volcánica Isla Gorgona, un islote remoto de no más de nueve kilómetros de longitud y dos kilómetros de ancho. Descubierta por Diego de Almagro en 1527 y bautizada como Isla Gorgona por Francisco Pizarro, en los años cincuenta del siglo XX el sitio había servido al gobierno colombiano para confinar a los capos más peligrosos en un entorno de serpientes venenosas y arenas ácidas y arcillosas. En ese instante surcaban los aires las tres Grayas, pues el héroe les había arrancado el secreto del escondite de Medusa arrebatando a las hermanas el ojo y el diente únicos, que se prestaban entre sí para mirar y comer. Lo perseguían para matarlo, porque luego de cortarle la cabeza a Medusa había dejado caer el ojo y el diente en el lago Tritón. Perseo, con las sandalias aladas, la espada de Hermes, el escudo de bronce de Atenea, el zurrón mágico de las Náyades y el Yelmo de Oscuridad de Hades iba invisible por la playa La Camaronera. Hasta que las Grayas detectaron su presencia por las huellas que dejaba en la arena…

Bon soir, vamos a dar un paseo —el doctor Tiberiu Bratu apareció en medio del cuarto buscando en la cama la cabeza del bulto que estaba bajo las cobijas.

—¿Quién es? —Nicolás se levantó de un salto con la sensación de que el rumano lo había estado observando desde hacía rato.

—Tu madre me dijo que vives aquí después de muerto —Bratu llevaba saco azul marino con botones dorados, corbata de seda roja y gafas con armadura gris.

—¿Quién mató a Sergiu Cornea? —fue lo primero que a Nicolás se le ocurrió preguntarle.

—Se suicidó.

—Fue asesinado.

—Cornea, hombre culto, latinista y amigo de las musas, no tenía enemigos, ¿quién iba a querer matarlo?

—Discúlpeme, pero dejé prendido el aparato de sonido y desde hace horas está dando vueltas el compacto de Dinu Lipatti.

—Recuerdo que ese rumano era el pianista favorito de tu padre, y en sus últimos años oía obsesivamente el Nocturne Op. 27 Núm. 2 de Chopin.

—También oigo obsesivamente a Lipatti; cosas de familia.

—Hablando de otra cosa, ¿no tuviste líos de faldas con los hermanos Cobra?

Je suis désolé.

—Lo sé desde el día de tu funeral espurio. Suzanne me confía los secretos de la Casa Antschel. Una amiga siquiatra me ha dicho que tu madre sufre del síndrome de Medusa.

—¿Qué es eso?

—Querido Nicolás, el síndrome de Medusa es el síndrome rumano; consiste en un puñado de síntomas característicos de una enfermedad o un trastorno físico o mental originado por la historia patria. De manera que todo rumano que se precie de serlo tiene el síndrome de Drácula, el síndrome de Antonescu y el síndrome de Ceausescu. Muchas veces al mismo tiempo, lo que lo convierte en un paranoico crónico. Lo que quiere decir que a lo largo de su vida guarda un muerto en el clóset de su mente y un monstruo en sus sueños. El síndrome de Medusa es tan rumano como el conde Vlad Tepes, Vlad Draculea o Vlad III de Valaquia, personaje que fue mi ancestro, aunque eso no quiere decir que comparta con él su apetito por la sangre fresca y por empalar turcos. Salúdame —Bratu trató de estrechar su mano invisible.

—Un poeta serbio dijo que Hitler y Stalin fueron sus agentes de viaje. Si no fuera por ellos probablemente nunca hubiese salido de la calle del pueblo donde nació, porque su familia, como millones de otras, tuvo que empacar e irse. Los agentes de viaje de la mía fueron Antonescu y Ceausescu.

—¿No tienes hambre, Nicolás? Yo, mucha. Tengo curiosidad por saber si los bocados que ingieres son visibles o invisibles en tu organismo.

—Son tan visibles como el elevador que sube y baja por la Torre Eiffel.

—Comeremos en una brasserie. Yo pido el plato, tú lo comes.

El doctor Bratu se asomó por la ventana para observar el patio.

—¿Alguien lo ha seguido?

—No tengo secretos para nadie. Vámonos. Me gusta pasear cuando la luz sangrienta da de tajo sobre las buhardillas. Síndrome de Drácula. La caída de la tarde me excita —Bratu quiso ponerle la bata encima, pero no halló su cuerpo.

—Iré desnudo. Por mi condición invisible no hay nadie en París que pueda acusarme de exhibicionismo sexual. Todavía no me dice cómo entró.

—Mantengo en nómina a una red considerable de conserjes, entre ellos a Tranchant. ¿Salimos? Tengo el coche mal estacionado —Bratu abrió la puerta para que el hombre invisible saliera.

El hombre invisible dijo:

—Un Rosacruz llamado Spenser Lee me contó que un agente de la Securitate asesinó a mi padre. ¿Le suena Ion Iorga, alias…

—No hablemos de cosas tristes, Nicolás —Bratu se volvió hacia atrás para acomodar en el asiento del coche su impermeable.

—Quisiera preguntarle por qué los servicios de inteligencia rumanos persiguieron a mi padre hasta ejecutarlo en Garden City —el hombre invisible se sentó a su lado.

—Yo no haría tal acusación. A mi juicio tu padre provocó el enojo de ciertos sectores al no colaborar con ciertos programas, pero no pasó de cierto hostigamiento.

—Siento que alguien nos está siguiendo.

—Con toda sinceridad, Nicolás, no creo que a nadie le importe tanto tu mugrosa existencia como para que se tome la molestia de seguirte. No lo digo sólo por ti, también por mí, porque a quién le va importar un viejo pedo como yo. ¿Te molesta si cargo gasolina?

El rumano bajó del auto. Cogió la manguera. Regresó al coche. Arrancó. Se fue enumerando calles. Nicolás escuchó los nombres como si los oyera en sueños.

—La Rue du Chat-Qui-Péche, la más angosta de París. Rue de la Huchette, en un teatro de esa calle se representó por primera vez La Cantatrice chauve de Ionesco. Rue de l’Estrapade, en el 3 Denis Diderot escribió Lettres au aveugles á l’usage de ceux que voient. Rue de l’Ancienne Commedie, al Café Procope Moses traía a cenar a Suzanne faux filet au poivre y Canard aux cerisses. Aquí, a fines del siglo XVIII, François-André Danican Philidor, autor de motetes ejecutados en la Capilla Real de Versalles, jugaba partidas de ajedrez con Rousseau y Voltaire, escritores fuertes, pero jugadores débiles.

—¿Cómo fue la historia de los ópalos? —lo interrumpió Nicolás.

—Ah, a esa vieja loca de Damiana Gabriela le di a guardar una maleta y se molestó porque no le dije que contenía ópalos. Cuando lo supo me llamó por teléfono para gritarme que esas piedras no las quería en su casa porque eran maléficas. “A la gema del ópalo se le llamó Oculus Mundi u Ojo del Mundo por sus propiedades mágicas”, me dijo.

—Los antiguos mexicanos la llamaban piedra de colibrí por sus iridiscencias semejantes a plumas de esa ave. Y porque va de transparente a translúcido, creían que el ópalo encerrado en el corazón de la montaña guarda el secreto de la invisibilidad —dijo Nicolás.

—Place de la Concorde, antigua Place de la Revolution, allí se levantaba el patíbulo de la guillotina. Más de mil contempóraneos del doctor Joseph-Ignace Guillotin perdieron la cabeza en ese altar de la Revolución. Up, down, up, down, la máquina hacía descender una cuchilla, y zaz, en la Plaza del Terror rodaron tanto las testas coronadas como la cabeza plebeya de Maximilien Robespierre.

—Mi padre solía decir que si a medianoche te asomas desde un balcón del Hotel des Crillons podrás ver pasar a los fantasmas decapitados de Marie-Antoinette y Louis XVI rumbo al jardín de las Tullerías en busca de sus cabezas.

”Guillotinador que la guillotina usas, / Guillotínate a ti y guillotíname a mí,

”Que guillotinando a los demás / Te guillotinaste a ti.

”Podría ser el epitafio del Incorruptible —dijo Nicolás.

—Madame Guillotine sigue funcionando todos los días en las plazas de Mademoiselle Pobreza —replicó Bratu.

—Oh, desde aquí se ve cómo el yang del Obelisco penetra el yin del Arco de Triunfo.

—Nicolás, hasta aquí llegamos —el rumano frenó el coche, descendió, y con una pistola le apuntó al pecho. Una acumulación de odio había aflorado en su cara con una ferocidad fría.

Prince d’Aquitaine a la tour abolie! —de repente gritó una figura invisible.

Sorprendido, el doctor Bratu cayó al suelo.

La figura invisible se rió.

Bratu se levantó profiriendo denuestos.

La figura invisible se alejó riendo.

—Caramba, Nicolás, ¿te asustó mi broma? ¿No dices nada? ¿Dónde estás? —el doctor regresó al coche, se sentó a su lado.

—Aquí.

Como si no hubiera pasado nada, radiante de malicia, Bratu empezó a hablar de otra cosa:

—¿Conoces la obra Historia rumana de Sergiu Cornea, una obra en tres actos cada uno de una línea? Personajes:

Acto 1. Drácula, Antonescu, Ceausescu.

Acto 2. Drácula, Ceausescu.

Acto 3. Drácula.

Nicolás guardó silencio.

—Si Cornea pasa a la posteridad será por su “Poema contra el Pasaporte”.

Me bajo en la esquina, doctor Bratu, camino a casa.

—Adiós, Nicolás, cuídate del síndrome de Medusa.