El jueves en la tarde Damiana Gabriela se dejó aplastar por el autobús 63, que iba de Porte de la Muette a Gare de Lyon. Ella y Suzanne esperaban su arribo para desplazarse a casa de Iulian Brancila donde un grupo de rumanos celebraría su cumpleaños. Para la reunión algunos compatriotas habían aportado salchichas asadas Mititei, carne asada Sarmale, carpas estilo Danubio con sabor a lodo, rollos de crema Papanisi cu smintina, quesos de oveja Dobrogea, Penteleu, Nasal y Telemea, vinos Feteaca Neagra y Feteasca Alba, de Copou y Bucium.
—¿Qué te pasa, mujer? Te veo preocupada —le había preguntado Suzanne.
—Nada, amiga.
—Estás nerviosa.
—Bueno, anoche tuve una visita que me causó desasosiego. Tres tipos entraron a mi cuarto para exigirme que les entregara unos papeles, documentos relacionados con un tal Petru Margul. Como no sabía de qué hablaban, me golpearon en partes donde no se ve, pero duele mucho.
—¿Se los diste?
—Se fueron en busca de otra presa.
El autobús se estaba deteniendo y las amigas se aprestaban a abordarlo cuando Suzanne vio a Damiana bajo las ruedas del 63. ¿Cómo llegó hasta ahí? No supo. Creyó que estaba a su lado, pero un quejido de dolor y el vestido amarillo limón le hicieron saber que ella había sido arrollada por el vehículo.
—Le pido perdón, señora, si fue mi culpa —expresó el conductor a Damiana, quien debajo de la carrocería aceptó las excusas con sonrisa helada.
—¿Es que alguien ha llamado una ambulancia? —increpó Suzanne a los curiosos.
—Se me hizo tarde, señor —replicó una joven, con un teléfono móvil pegado a la oreja.
Suzanne pensó que ella notificaría el accidente, pero hizo otra llamada:
—Maurice, llegaré tarde, una mujer se aventó al paso de un autobús y está muerta.
—¿Se arrojó o la aventaron? —preguntó Suzanne.
—Se aventó, Suzanne, qué preguntas haces; ignoras que ella estaba muy deprimida por la muerte de su hermana —el doctor Bratu hizo su aparición.
—¿Cómo llegaste hasta aquí, Tiberiu?
—Me avisaron, Suzanne, me avisaron.
—¿De veras, Tiberiu?
—De veras, Suzanne.
—Estaré alucinando, pero creo que alguien la empujó.
—Estás alucinando, Suzanne.
—No me gusta que cada vez que dices algo enfatices Suzanne, como si fuera una necia. —A través de una densa nubosidad imágenes de la muerte de Moses cruzaron por su mente.
—Suzanne, ¿no sabías que en estas últimas semanas Damiana estaba tomando pastillas para dormir, pastillas para despertar, pastillas para pasar el día y pastillas para contrarrestar los efectos de las pastillas que tomaba? —Bratu se mostró divertido por la dependencia de la rumana a los tranquilizantes.
Suzanne echó a andar. En un café pretendió buscar la toilette, aunque se fue a hablarle a su hijo por teléfono. Como no estaba, le dejó un mensaje en la máquina contestadora:
—Nicolás, Damiana acaba de morir. La arrojaron a las ruedas de un autobús. Temo por mi vida, háblame, es urgente. Ah, y otra cosa más, Tiberiu me habló anoche urgiéndome a reunirnos él y yo para hablar de un proyecto que va a hacernos ricos.
—¿Te acompaño a casa, Suzanne? —el doctor Bratu le puso la mano sobre el hombro.
—No te molestes, Tiberiu.
—No es ninguna molestia, en realidad iba a visitarte.
—No voy a casa, voy a ver a Nicolás.
—Lo importante es que te acompañe.
Fuera del café, Suzanne no supo si pedir ayuda a los peatones o aceptar la compañía de Bratu. “¿Verdaderamente es tu amigo?” solía preguntarle ella a Moses, pues nunca pudo él explicarle la razón por la cual Bratu, bien relacionado con la Guardia de Hierro, y sin ser judío, había llegado a Auschwitz como asistente de Margul.
—No me lo vas a creer, Suzanne, ayer en la tarde vinieron tres hombres de negocios a visitarme y me prometieron una gran fortuna si les entregaba unos papeles que tú guardas, nada importantes. Margul se los confió a Moses antes de morir. Y cómo son las cosas, ahora esos negociantes han manifestado un gran interés por ellos y están dispuestos a dar un buen dinero. Si me los das, Nicolás y tú tendrán su parte. No es mucha plata, pero podrían salir de apuros y tu hijo podría casarse con Nicole, ahora que ella ha regresado —le dijo Bratu.
—¿Estás seguro de que Damiana no fue asesinada? Quisiera volver al lugar del accidente.
—Suzanne, se llevaron el cuerpo, pero puedes reclamarlo en el depósito de cadáveres —los ojos helados de Bratu detrás de las gafas redondas la hicieron temblar—. Ahora te voy a aconsejar una cosa: No pienses más en Damiana, piensa en tu hijo.