Entre las pilastras del Boulevard Garibaldi el hombre invisible tenía la sensación de andar lejos del Boulevard Garibaldi. Los comercios de Avenue de Breteil y Avenue de Suffren ya habían cerrado sus puertas y encima de él pasaban los trenes del metro elevado. París en la niebla era una ciudad diferente, digamos, de París bajo el sol, y medio cuerpo de la Torre Eiffel se había esfumado en la nubosidad como una palmera en un bosque de niebla. La calle por la que sus ojos iban se perdía en una sierra urbana cuyos picos de cantera blanca estaban rodeados de bancos de neblina. A lo largo del Sena, la mirada podía desembocar en un muelle del Mar Amarillo o al borde del cráter del volcán Popocatépetl, o, simplemente, descender por una pasarela a los Bateaux-Mouches y tomar un viaje nocturno al inframundo. Con una poca de imaginación, Nicolás podría ver los tejados de París tapizados de hojarasca y de musgo, helechos y líquenes y de plantas parásitas produciendo follajes fastuosos y flores deslumbrantes. En ese escenario, la germinación de una semilla, la apertura de una flor y la vida de un hombre dependían de un puñado de niebla, de esa capa visible-invisible entre el cielo y la tierra que tiene forma de vapor.
La Reine de l’Entrecót estaba presente y ausente en la calle como una criatura salida de otro planeta. Al verla desde atrás de un arbusto del Square Cambronne, con un letrero colgado en la verja que decía: Les pelouses de ce jardin sont en repos hivernal du 15/10 au 15/04, el hombre invisible se preguntó qué pasaría si en ese momento los mundos se traslaparan, las montañas se invirtieran, los transeúntes se volvieran translúcidos, las paredes sudaran, los pies no fuesen vistos y el espacio se tragara a sí mismo. Pero si bien los bancos de niebla favorecían la invisibilidad, también facilitaban el crimen, y si bien Boulevard Pasteur podía verter peatones en las calles adyacentes, la Rue Saint-Denis podía confluir a los pudrideros del cementerio de los Saints-Innocents y a las antiguas arenas de Lutetia, con su anfiteatro para doce mil fantasmas —dignatarios, mujeres y esclavos— presenciando combates gladiatorios y a leones albinos saltando de sus jaulas hacia el vomitoir de Rue de Navarre. Así que, como en un holograma tridimensional, Nicolás veía el paisaje trastrocado, los edificios alterados por imágenes ópticas como emergiendo del Lycée Technique Fresnel, por allá donde desciende el metro elevado en Boulevard Pasteur.
Los letreros de la tienda de flores y de la estación de Police Urbaine de Proximité, del Hotel Camelia y de las boutiques cerradas a esas horas, parecían bailar en los ojos de La Reine de l’Entrecót como en un remolino de palabras, formas y colores. Todo se hallaba dentro de todo, y todo se desvanecía en esa topografía neblinosa donde la rutina se alteraba, el orden se enrarecía, los cuerpos intercambiaban siluetas y los árboles daban la impresión de caminar. Eso se decía el hombre invisible, camuflado con el entorno, como si su respiración saliera de las banquetas desiguales.
Hasta que emergió Vincent Cobra de Chez Nina. Un Club Privé. Interdit 18 ans. Nina, une fille de la vie, en la presentación impresa que hacía del antro, aseguraba haber trabajado en tantos clubes parisienses que llegó a sentirse que tenía la experiencia suficiente para abrir el suyo en un barrio cercano al Palacio de los Invisibles, donde el cliente VIP pudiera divertirse con total discreción.
—Basta —chilló Étienne, dentro de las entrañas climatizadas de Chez Nina, las salas donde dos hostesses topless lo habían colmado de caricias en une ambiance conviviale. Pero las ofertas de la casa: table dance, pole dance, lap dance, striptease intégral, que estaban a su disposición le eran indiferente, y el cuerpo que bailaba en la jaula de vidrio fue acribillado por una ráfaga de luces para neutralizarlo.
—Que por mi voluntad Vincent desaparezca de Boulevard Garibaldi —profirió el hombre invisible—. Que por un acto de magia la niebla cubra su fantasma con imágenes de amor, que el coche que se pasa la luz roja se estrelle en la esquina de Boulevard Pasteur y Rue de Vaugirard, que en el cielo de París atraquen naves con cereales y que La Reine de l’Entrecót pase inadvertida ante los ojos de ese truhán.
Lo que ocurrió fue que La Reine de l’Entrecót caminó delante de Chez Nina. La ramera de piernas sanguíneas y glúteos redondos como platos, luciendo escote generoso y faldilla de plástico marca Arcoíris, no se percató de la amenaza, y, desafiando el destino, con la mano diestra se arregló el cabello teñido y con la zurda se acomodó las gafas.
Apareció Pépin —peluca canosa y chaqueta de aviador— a las puertas del Hotel Villa Garibaldi, adornada su fachada con banderas de los Estados Unidos, Francia, México y las Naciones Unidas. El elusivo Cobra pretendió dirigirse hacia el Salon de massage thai, pero enfiló sus pasos hacia La Reine de l’Entrecót.
Cuando ella, con las piernas doblándosele al andar por los tacones altos, volvió la cara sobre el hombro derecho para examinar al cliente potencial, Pépin no dijo nada, giró el letrero del salón de masajes que decía Ouvert para que dijera Occupée jusqu’a l’aube.
—Pop-sy, do you want pornocorn? —otro hombre surgió agitando una bolsa con palomitas.
—Tu viens? —La Reine de l’Entrecót cruzó la calle para ofrecérsele.
—Attente —ante la inminencia de degustar el filete humano, el hombre con cara de felino salvaje se ensalivó la boca.
—Merci —despegándose del muro, la blusa abierta, las manos sobre las caderas, La Reine de l’Entrecót cogió un puñado de maíz reventado.
—Vivianne, I’m really happy for you, you’re going to die —le dijo el hombre con voz cascada, alumbrándole el rostro con un encendedor.
—¡Papá Cobra! —chilló La Reine de l’Entrecót. Atrás quedaron sus zapatos de tacón alto, su faldilla arcoíris, y, desnuda, se echó a correr.
—Come on Vivianne, be reasonable.
Entonces Pépin saltó de entre las pilastras de Boulevard Garibaldi montado en una moto blanca. Llevaba en una mano un estoque y en la otra un trapo rojo de carnicero.
Nicolás vio perderse a perseguidor y perseguida por la arboleda de concreto como si se dirigieran al metro Sévres Lecourbe. Los vio surgir por Rue Jean Daudin, dirigirse a Rue Pérignon, reaparecer por Boulevard Garibaldi, seguir por Boulevard Grenelle, retornar por la otra acera de Garibaldi, pasar por el restaurant La Flambée, el Lounge Bar Le Studio y el Superette, dar vuelta en Avenue du Suffren y Avenue du Segur, coger otra vez Boulevard Garibaldi. En un momento dado, Vivianne trató de meterse en la cabina de Toilettes de Accés Gratuit en la estación del metro, pero halló la puerta cerrada. Creyendo que soñaba lo que veía, escuchó las voces desesperadas de La Reine de l’Entrecót.
—Pépin, eres un maldito —ella corría y corría, como si quisiera salirse de la calle, del piso, de sí misma, de su sombra. Espantada por un perro blanco que le mordía el anca izquierda ni siquiera escuchó el crujido de los trenes que pasaban arriba.
Pépin Cobra hacía saltar la moto y la paraba sobre las ruedas traseras. Mechones de pelo y jirones de ropa (de Vivianne) colgaban de su mano como pruebas del amor agraviado. Profiriendo injurias hacía la finta de rebanar sus piernas, sus senos y su espalda. Y cuando ella entraba a un restaurante por la puerta, él entraba por la vidriera, y cuando ella se echaba sobre los comensales, él tiraba mesas y sillas, platos y bebidas, incluso arrojó al piso al mesero que llevaba una bandeja con un canard a l’orange.
En cacería fantasmagórica Vivianne y Pépin salieron por una puerta de vidrio del restaurante y se hallaron en la calle. En los ojos de Nicolás se presentaban alternadamente imágenes de la desnudez que se abre, de la mano que desgarra, de la desnudez que sufre, del puño que golpea, de la desnudez vulnerable y de la boca odiosa. Ante la ferocidad de Pépin, Nicolás pensó en Alfred de Vigny cuando dijo: “Savez vous qu’il existe une race d’hommes au coeur sec et a l’oeil microscopique, armée de pinces et de griffes”.
—Te voy a dejar —le gritó desafiante La Reine de l’Entrecót. Aseveración retórica, porque en su pánico ni siquiera sabía a cuál de los Cobras hablaba.
—Toma, por traidora —Pépin le dio una estocada en la espalda como en una corrida de toros—. No como a una mujer que se adora, sino como a una mortal enemiga.
Vivianne cayó al suelo, el cuerpo atravesado.
Pépin recargó la moto en una pilastra. Se arrodilló junto a ella, hundió sus manos en la herida abierta. Arrojó al perro blanco las vísceras y el corazón.
Vivianne parecía la Venus de los médicos, la Venus de cera coloreada, la Venus desventrada de Clemente Susini, la Venus de Sandro Botticelli, cuando se reincorporó y se echó a correr.
La caza de La Reine de l’Entrecót se reiniciaba entre las pilastras de Boulevard Garibaldi. Vivianne, desnuda, corriendo con los brazos en alto y la cara vuelta hacia el cielo. Pépin, con chaqueta de aviador y saña insaciable, los dedos como garras y las uñas ensangrentadas, montado en la moto blanca, estoque en mano.
Sin dejar de voltear hacia atrás, Vivianne, con ojos desorbitados por el terror, buscaba al hombre invisible en la oscuridad vacía.
Como si depredador y depredada se hallaran en un sueño. Y él también, Nicolás, envuelto en la niebla, en la boca ausente un cigarrillo, se adentró en la noche y desapareció en sí mismo.