En la estación Saint-Augustin el hombre recostado en el asiento anaranjado que había respondido en vida al nombre de Marcel no se movía. Al principio Nicolás creyó que estaba dormido por hallarse descalzo y tener el sombrero de fieltro caído, mas tenía las gafas puestas, un puro medio consumido en la mano y la moneda de 2€ que Nicolás le había dado la víspera entre los dedos venosos. Pronto se dio cuenta de que Marcel estaba tieso, irremediablemente tieso, desnucado por manos desconocidas durante la noche. Alguien le había metido en la boca un rollo de papel con un mensaje:
El autobús de la muerte sigue circulando
Próxima parada: Pont Mirabeau
Cuando pataleó el móvil en su mano, Nicolás reconoció la voz de Pierre el Fantasma:
—Llegó la hora de Vivianne Tortelier. Pasé la noche junto a su cadáver, soñando.
—¿Con ella?
—No, con el criminal, soñé que le apretaba el cuello.
—¿Tienes a alguien en mente? —preguntó Nicolás.
—¿Al que mató a La Reine de l’Entrecót?
—Sí, a Vivianne.
—¿La conociste?
—Un poco, la vi algunas veces, sin cita previa, para charlar.
—Mentiroso. ¿Me estás confesando que frecuentabas a esa mujer por casualidad? Gracias por darme una pista, no te alejes, el caso sigue abierto, tenemos dos líneas de investigación.
—¿Cómo sabes que yo la frecuentaba?
—Mi jefe asegura que los asesinos pasionales entran a las casas de sus víctimas por ventanas entreabiertas (escotes) y puertas fáciles de abrir (muslos), sobornando a los perros guardianes (conserjes) con embutidos envueltos en billetes.
—Yo no soborno a nadie.
—No te preocupes, sólo indago los móviles del crímen.
—Háblame cuando sepas algo, adiós.
—No te despidas todavía, tenemos que revisar y valorar algunos elementos.
—Me dicen que recibió muchos ramos florales y expresiones de afecto.
—Y tarjetas amenazantes. Como las que unos delincuentes le depositaban debajo de su puerta cada noche: “Descuenta tus días, hija de perra”. “Eres la calavera más bella de París, hija de perra.”
—Te aseguro que no sé quién escribió esa basura. Los desgraciados renacerán convertidos en cucarachas.
—Busco nombres de proxenetas y psicópatas que matan con un oso de peluche en los brazos.
—Me enfurece pensar que el asesino anda libre.
—¿El asesino? ¿O los asesinos?
—Vete al diablo, Pierre.
—¿Puedes repetirme la amenaza?
—Que te vayas al diablo.
—Registré tu voz en una grabadora.
—¿Ya te interpelaste a ti mismo?
—Sigue mi consejo, Nicolás, aléjate de este caso.
Ambos colgaron. Nicolás salió de Saint-Augustin. A sus espaldas Marcel, sentado en el asiento anaranjado con el sombrero de fieltro caído y el puro medio consumido en la mano, desnucado por manos desconocidas, con el rollo de papel metido en la boca, como en vida seguía siendo un invisible ante los ojos de los usuarios del metro.
Apesadumbrado por la muerte de su amigo circunstancial, como una sombra buscó el río, el cigarrillo humeante en su mano invisible. Las frases de una novela gráfica resonaban en su mente: “Sometimes, when I walk into my office, I get the impression that I’am walking among the ruins of a lost civilization. Not because of the reigning disorder, but because it all seems to be the remains of that civilized person that I used to be”.
—Eh, ¿qué pasa? ¿Otra Vivianne? —se preguntó Nicolás al toparse con una muchacha sentada a caballo en un banco con las piernas abiertas. Una gabardina color beige le caía a ambos lados del cuerpo desnudo. Sentado también a caballo, en el otro extremo del banco, un hombre le clavaba la vista en el sexo. Ella, con ojos inmensos de muñeca ebria, lo miraba a su vez.
Nicolás se dirigió al Café des Chiméres. En ese lugar había tenido su primera cita adulta con Nicole, y desde ese lugar se había ido a un hotel con ella. Entre la Nicole del Liceo Balzac y la Nicole actual había tenido amigas de ocasión, cuyo rostro y nombre no recordaba, no obstante que en su momento creyó poder amarlas para siempre.
Sentado a una mesa bebió sin asco el café ajeno. La imagen de la muchacha acostada en el banco con las piernas abiertas persistía en su mente y hasta llegó a compararla con Nicole en sus tiempos del liceo. Y con Vivianne, por su semejanza con una cabeza de carnero muerto exhibida en una carnicería de Rue Myrha.
Al encontrarse en la terraza del café, de pronto vio un arcoíris en el cielo, juzgándolo un hecho insólito en París; primero pensó en el Arca de Noé y luego se puso a imaginar un cuadro del pintor y aguafiestas italiano Salvatore Rosa, Chicas del crepúsculo en ropa interior, con dioses, nubes rosas y pastores.
A la toilette bajó de prisa. Mientras orinaba en el espacio reducido, con las puertas batientes sobre su espalda, se figuró a Vivianne como si fuese la muchacha del banco. Se acordó del día en que la agencia le pidió un reportaje fotográfico sobre La Venus de la Goutte d’Or y al verla parada delante de una vitrina con peluca azul y mechas torcidas la escogió para que le posara. Ella aceptó:
—Cada foto, cincuenta euros. Otros servicios, cien.
Acordado el precio, le sacó tres retratos desnuda: con tobilleras rojas, con un gato salaz en los brazos y tendida en una cama. Y lo que no estaba en el guión, se arregló con ella para verse dos veces por semana, como modelo y amante. Mas al paso de los meses, ella empezó a sentirse perseguida por los hermanos Cobra. Y con ella él. Sobre todo porque ambos comenzaron a recibir flores negras y tarjetas congratulatorias:
Él: —Despídete del mundo, coquin.
Ella: —Feliz cumpleaños, putain.