Febrero murió rápido. Marzo todavía más. El jueves, el alba cenizosa se filtró por las persianas. Acostado en la cama, Nicolás leía en voz alta The Invisible Man Sleeps:
—Invisible! —he said.
—Is there such a thing as an invisible animal? In the sea, yes. Thousand! Millions! All the larvae, all the little nauplii and tornarias, all the microscopic things, the jellyfish. In the sea are more things invisible than visible! I never though of that before… If a man were made of glass he would still be visible.
—Invisible, ¿de qué sirve ser invisible?, ¿para verles el coño a las chicas?, ¿para andar por la calle sin ser visto?, ¿para espiar al vecino impunemente? —recordó que su padre le preguntó una vez agarrándolo del cogote, frustrado porque había fallado en sus experimentos repetidamente.
Al salir de su morada se dio cuenta de que Tranchant acechaba, pero pasó a su lado burlando su vigilancia.
En Rue Freycinet, una niña en un patín se echó a correr. A punto de cruzar la calle contra la luz roja y de ser arrollada por un taxi, Nicolás la cogió del brazo.
—Qué susto me has dado, tonta —la regañó la abuela.
—Un hombre me salvó —explicó la pequeña.
—Por mentirosa acabarás como Eveline, una de las ocho niñas colgadas por Barba Azul, no lo dudes —la abuela le quitó el patín.
—Ahí está el hombre —la niña señaló al vacío.
—Alucinas, pequeña.
Nicolás bajó al metro de Place d’Iena. Afiches pegados en las paredes anunciaban los nuevos espectáculos: Le Theatre Magique de l’Homme Invisible por Rudi Stern; Les Jouers Invisibles des Échecs, opéra bouffe por François-André Danican Philidor, y Les Anges Invisibles por Emmanuel Swedenborg. En el túnel de correspondencias de la estación Franklin D. Roosevelt, Nicolás se topó con el watusi.
—Too bad, brothers, too bad —clamaba sentado en el piso.
—Fíjate bien en La lentille á echelons de Fresnel, en el astrolabio de Arsenius Gualterius, en el cuadrante solar de Passemont y en las clepsidras, esos relojes de agua donde el tiempo se escurre, y te daré una cámara Minox —prometía Moses a Nicolás en el Museo de Arts et Métiers, arrastrándolo los domingos en la tarde por los largos corredores de paredes altas repletos de vitrinas con aparatos y objetos varios. En la Sala 2, llamada de l’Echo, Moses solía colocarlo en un rincón y hablarle en voz baja desde el rincón opuesto para demostrarle sus propiedades acústicas.
—¿Me oyes, Nicolás? —le preguntaba con un susurro.
—Muy bien, papá —respondía él con otro susurro.
—¿Viste pasar a la mujer invisible?
—No he visto pasar a ninguna mujer entre tú y yo, papá.
—No la has visto porque es invisible. La próxima vez que oigas pasos que se dirigen a la biblioteca, síguela.
Entonces, Moses lo cogía de la mano y conduciéndolo a través de la Grande Salle des Machines (l’Ancienne eglise), los laboratorios de química, el patio de los laboratorios y las salas de astronomía y relojería, le decía:
—Mañana te llevo al cine para ver The Bride of Frankenstein.
—Pero si ya vimos esa película de horror tres veces —protestaba Nicolás—. ¿Se puede saber por qué te gusta?
—Me fascina la escena cuando Elsa Lanchester (Mary Shelley, la novia), reanimada por la tormenta de rayos, con pelo electrizado y cara de demente sobrenatural, rechaza al monstruo, Karloff.
—Ah.
—Así que después de detenernos delante de los cabinetes de física, visitaremos las salas de las invenciones y las ciencias mágicas, los silicones translúcidos y los materiales resistentes, y las cámaras Contax, Eclair Lux, Canon y Minolta.
—¿Veremos las primeras Polaroid?
—Te enseñaré un sitio que nadie conoce: la cámara de la invisibilidad —un domingo de diciembre le confió su padre.
—¿Cómo ven los astrónomos las estrellas recién nacidas? —le preguntó Nicolás.
—Mediante telescopios muy potentes que pueden ver lo invisible.
—¿Puedo verlo ahora?
—No.
—Bueno, ¿cuándo será el día?
—Cuando estés dispuesto a ver lo invisible y escuchar lo inaudible y hayas perdido el miedo de encontrarte contigo mismo. Nada más te digo ahora una cosa: viniendo por la Rue Saint Martin, y accediendo al Conservatoire des Arts et Métiers por la entrada principal, por ahí donde estaba l’Ancien réfectoire, está la puerta de lo invisible —Moses señaló a una pared—. Es bueno que lo sepas, porque algún día tendrás necesidad de pasar unas vacaciones en el mundo donde todos se convierten en destellos, soplos y siseos.
—No entiendo —gritó entonces Nicolás. Y la misma frase repitió ahora, invisible, abandonando de prisa las galerías como si lo siguiera el fanatsma de su padre.
—Espía que al prójimo espías, espíame a mí y espíate a ti, que espiándote a ti me perdí —Nicolás, camino del metro, parafraseó unos viejos versos españoles.
La estación había sido diseñada por François Schuiter como un Nautilius de cobre. El tren dirección de Mairie des Lilas acababa de irse. El reloj anunciaba 2:04. El tiempo de llegada del próximo. En los nichos de los andenes se exhibían una rueda hidráulica, la esfera de Desnos y, metido en una botella, el cuerpo en miniatura del Abbé Henri Gregoire, fundador del Conservatoire des Arts et Métiers, y la estampa de un hombre fulminado por un rayo.
Hacía un calor de los mil diablos. Las figuras humanas vacilaban en los ojos como monedas de cobre. Un periódico pasó rozándole la cara. El portador invisible llevaba el tabloide bajo el brazo. Al sentarse en un banco, lo colocó sobre su pierna ausente. Un verso de Shakespeare cubría la plana entera:
We walk invisible.
Colegialas en uniforme hablaron a través de él, como si no existiera. Una vieja con cara de chagrin aventó una revista hacia él, como si no estuviera. Delante de él pasaron sin verlo hombres vestidos de negro. Arrastraban maletas con ruedas. Aprovechaban el puente vacacional para largarse de la ciudad. Mujeres abochornadas aguantaban mal la ropa. Un murciélago emergió del túnel cruzando la estación de un extremo a otro. Llegó el tren. Los usuarios buscaron los tubos para sujetarse. El espacio fue ocupado por piernas, traseros y melones de California, por tobillos mugrosos y espaldas endebles. Nicolás se dispuso a abordar el carro. Unas manazas se lo impidieron.
—Sonríe, estás muerto —dijo Pépin.
—Inútil correr, las salidas están cubiertas —aseguró Étienne.
—Si aprecias tu pellejo, ven con nosotros —sugirió Vincent.
Las puertas del vagón se cerraron.
Pour votre sécurité dés que la signal sonore retentit ne montez plus.
Advertía un letrero en un disco rojo.
Sobre las vías rechinó un tren. La máquina partió hacia el Inframundo. Nicolás recibió un golpe. De su boca sangrienta brotó un ay. Dedos se clavaron en su espalda. Dragón tatuado giró en sus ojos. Una muchacha con cara de canario de piquito azul se paró a unos centímetros. Llegó un tren. El reloj marcó 2:13. Los usuarios vieron volar gafas rojas sobre el andén. Una mujer vio una pistola. Un adolescente, un cuchillo. Tres hombres forcejearon con Nicolás. Parado sobre la banda blanca, él trató de que no lo tiraran del parapeto a las vías. Los trillizos tomaron su distancia. Cargaron como búfalos. Un ruido metálico se entrometió. Pépin acostó a Nicolás sobre la puerta del tren parado. Étienne intentó decapitarlo con un hacha. El tren partió. Nicolás se tambaleó sobre el vacío. La gente seguía llegando. Los pasajeros arrastraban maletas de viaje, mochilas, bolsas de compras. En la pelea que tenía lugar delante de ellos no sabían quién ganaba y quién perdía. Por las bocinas una voz anunció que como había ocurrido un accidente en la línea 1 el servicio estaba suspendido entre l’Étoile y La Defense, y que por la estación Arts et Métiers el tren pasaría de largo. Vincent cogió el rostro de Nicolás entre sus manos como si apretara una esfera sudada. Étienne le dio un puñetazo. Pareció sangrar el aire. Nicolás sintió como si la invisibilidad se fuera de su cuerpo. Creyó ver venir a un policía. El policía pasó de largo. Él quiso alcanzar la escalera. Unas rejas se lo impidieron. Se colgó de unos cables. Y pudo salir.
Un testigo dijo a la policía que hubo una disputa entre mafiosos rusos y chechenos. Otro, que un rumano había apuñaleado a otro rumano causándole traumatismo abdominal. Una señora manifestó que alguien había sido lesionado con arma blanca. Los agentes arrestaron a dos ciudadanos guatemaltecos que estaban irregulares en el país y decomisaron un video a un japonés. En una cabina telefónica, con las manos sobre las paredes de vidrio como un Bufo calamita, el sapo de los rosales, Nicolás se topó con Tiberiu Bratu. Al notar su presencia, el doctor dejó el teléfono descolgado, y se alejó de prisa.
—¿Quién está al aparato? —preguntó Suzanne.
—Yo —replicó el hombre invisible.
—Nicolás, ¿estás ahí? Bratu me llamó para decirme que te acaban de matar en el metro.
—Son puros deseos, madre, puros malos deseos.