El Camino de la Vida pasa por Chartres.
La salida del Laberinto lleva a la Redención.
Aquel que encuentre su secreto será Invisible.
Pero nadie olvide que sólo la muerte abre
las puertas del laberinto, sólo la muerte.
La otra noche, Iulian Brancila le dejó un mensaje en la máquina contestadora. Nicolás lo escuchó varias veces tratando de hallarle sentido, y, sobre todo, se preguntó si el viaje a Chartres era necesario. De niño había visitado la catedral con sus padres y se había parado en el centro de la flor de seis pétalos, pero desde entonces no había ido a la ciudad sobre la orilla izquierda del río Eure-et-Loir. Recordaba que Saint Bernard había predicado ahí la Segunda Cruzada, y que el maestro del Liceo Balzac había explicado a su clase que la manera más fácil de construir un laberinto cretense era comenzando con una cruz, aunque luego había hablado de los poemas de Charles Peguy, y como Peguy no le gustaba había querido olvidarse de la catedral de Chartres, no obstante que el laberinto había persistido en su memoria con sus luces color ámbar o miel de abeja.
Ante la inminencia de una revelación después de cenar sintió ahogos, como si la salida de un laberinto interior se le atragantara en la garganta. En la cama dio vueltas, y pasó la noche insomne. En su cabeza giraban diversos laberintos, desde los representados en mosaicos romanos hasta los recientes de New Harmony, Indiana; desde los zodiacales hasta los vegetales; desde los circulares hasta los cuadrados. Preguntándose si no habría laberintos en los acqueducts et les égouts, les carriéres et les réseaux ferroviares del París subterráneo, y en sus cuevas y catacumbas, se dijo si muchas veces no había entrado en sus vericuetos, y salido de ellos, sin saberlo. Se alucinó con la idea de que algunos laberintos podrían tener en su centro un ojo pétreo, y que los seres míticos del Tiempo del Sueño de Anbanghang seguramente conformaban un laberinto sagrado, y que la placa de marfil de mamut en forma de diadema de Siberia del Paleolítico Superior podía evocar un laberinto sexual. “Tal vez —pensó— la criatura sobrenatural sorprendida entre animales fantásticos que llaman el ‘Dios de Sefar’ es la silueta del Ser Invisible. Y la cabellera de La Dame de Brassempouy guardada en el Musée des antiquités nacionales puede representar una imagen del laberinto sobre la cabeza humana. No todos los laberintos son iguales, y tampoco todos están inmóviles; algunos, como organismos vivos inteligentes, nacen, crecen, se reproducen y mueren dentro del hombre que los lleva consigo. Los laberintos viven en nosotros.”
Como un Minotauro viajando en el viejo Peugeot de su madre partió de madrugada. Iba cargado de vías dudosas, puertas falsas, muros ciegos, salidas que aparentaban dar a la calle, pero se abrían hacia dentro, dédalos de tiempo, telarañas interiores, laberintos invisibles empalmados a los visibles, logodaedalia, verborum daedala lingua, la lengua dédalo de verbos. Atento a divisar las torres de la catedral no se detuvo ni una sola vez en la carretera ni para beber agua ni poner gasolina. A diferencia de Marcel Proust, quien viajó a la catedral rouennaise como obéissant á une pensée testamentaire, no se dirigía a Chartres siguiendo los pasos de un gurú intelectual como John Ruskin, sino las huellas de generaciones enteras de peregrinos anónimos.
Enfrente de la catedral, parado sobre la grava, pensó que el hombre que veía a Chartres por primera vez la construía en sus ojos, pues la obra realizada en 26 años, con naves, pórticos y vitrales, en unos cuantos segundos nacía entera en la mirada, como si hubiera sido trazada en los confines ancestrales de sí mismo.
En la porta regia admiró en las jambas las esculturas de los reyes y los personajes bíblicos. Al entrar a la iglesia, habituó sus ojos a la oscuridad helada. Veladoras ardían en vasos rojos en cajas colocadas frente al sillerío vacío. Columnas parecían árboles petrificados. Parado entre el altar y el laberinto examinó los círculos luminosos de la Rosa, que en su inmovilidad parecía moverse constantemente gracias a las luces del momento, que activamente matizaban los colores de los vitrales, porque la Rosa hablaba. Sabía que el laberinto del pavimento había sido puesto en la nave con el fin de que la gran Rosa occidental de la ventana del Juicio se empalmara con él, y que en el centro del laberinto estaba delineada una flor de seis pétalos como un eco del rosetón. De manera que rosa y rueda coincidieran con el dédalo figurado en las baldosas. Y aunque la imagen hiératica de Notre Dame de la Belle Verriére, con su ropaje y su aureola azules, le cautivó, no se quedó mucho tiempo contemplándola, pues el dédalo (de trece metros de diámetro y once círculos concéntricos) lo atrajeron irremediablemente. La losa central, remachada con clavos, de una textura diferente a las otras, se abría en una flor de seis pétalos, y, camino del centro, sus pies pisaron frío, su propio frío.
A la espera de Brancila, acechó a los visitantes que hollaban el laberinto. Escuchó voces (no dirigidas a él) en diferentes lenguas: The Labyrinth, Das Labyrinth, El Laberinto, Le Labyrinth, y hasta esuchó la palabra laberynthadonte, referente al anfibio de la era Paleozoica que, como la salamandra, tenía un trazo laberíntico en el marfil de sus dientes.
En un libro sobre arquitectura medieval había leído que el nombre del maître d’oeuvre de la catedral podía hallarse en una placa de metal debajo de una baldosa, y que su cuerpo estaba enterrado bajo una losa, y que su cara tendría forma de rosa centifolia, y que el maestro no estaba en su tumba, porque su mausoleo era la catedral misma. E infirió que el centro no estaba en el piso, sino en el rosetón de la entrada, que evocaba su trazo. Y recorrió el camino de las baldosas, llegando a la conclusión de que buscar el centro del laberinto en la nave era tan inútil como buscarlo en sí mismo. O que para encontrarlo primero debía hallarlo en su interior, pues su misterio era inextricable de su persona.
—Catedrala Notre-Dame din Chartres —oyó decir a una rumana, cuyas tetas lechosas parecían salírsele por el escote holgado.
—Labirintul simbolizeaza drumul car ene duce de ce parmant la Dumnezeu —sentenció un rumano que se parecía a Bratu.
—J’etais a cent lieues de croire —exclamó una mujer vieja parada al borde del eje del laberinto—. En mi niñez el laberinto era llamado la lieue, la legua, pero hoy me han dicho que sólo la muerte abre las puertas del laberinto, y no me siento madura para hallarlo.
Dieron las cuatro y Brancila no llegó. Dieron las cinco y tampoco. Por un efecto de la luz los vitrales refulgieron como joyeles. Hacia las seis, Nicolás comprendió que Brancila no vendría y decidió regresar a París. Antes de emprender el retorno se le antojó echar un vistazo al jardín situado en la parte posterior de la catedral. Desde el mirador no vio al rumano, pero sorprendió a una joven montada sobre un hombre con los pantalones bajados. Hacían el amor. La imagen de una figura laberintoida (semejante a un útero) penetrada por una figura antropomórfica (semejante a un falo), como la explicación dada por algunos expertos del petroglifo de la Edad de Bronce de Pontevedra, lo acompañó mientras descendía por Rue des Acacias.
De regreso a París, en la máquina contestadora tenía un mensaje:
“Nicolás, te estuve observando parado al borde del laberinto. Invisible, y todo, te estuve viendo. Como un jeune catholique que ha visto a Notre Dame de la Verrerie por primera vez en la vida tenías los ojos alumbrados. Ocurrió un fuego en París y tuve que partir con urgencia. Esta noche estaré en el Centre d’Instruction des Recrues. No me busques, yo te busco. No te desanimes, lo que tengo que decirte es importante.”
Tres días después el mensaje que el hombre invisible recibió sobre Brancila no vino de Brancila, sino de una voz desconocida que notificaba que el bombero había perecido en un incendio. La esquela enviada por correo electrónico decía:
Nous avons la tristesse de vous annoncer le decés de notre regretté collégue et ami Iulian Brancila, ancien Chef des pompiers survenu samedi 17 mai.
La levée du corps aura lieu demain, mardi 20 mai á 10h00 au Funérarium de Villetaneuse:
95 Rue Marcel Sembat
93430 Villeneuve
Afin de soutenir la famille dans un moment particuliérement douloureux, nous organisons une collecte. Merci d’adresser vos dons et vos messages de soutien á: Antennes Pompier: Fontenoy-Bonvin