58. Étienne Cobra

—¿Qué vas a hacer esta tarde? —en el Café des Chiméres Nicole le preguntó a Nicolás.

—Ejercitarme para la lucha final —la voz del hombre invisible pareció estallar en el aire.

—¿Y mañana?

—Hacer picadillo a Bratu y a los Cobra.

—Nicolás, nunca te había oído hablar así; te estás volviendo horrendo como ellos.

—Mi familia viene del país de Vrad Draculea, Antonescu, Ceausescu y otros asesinos seriales, ¿qué quieres que te diga?

—Tengo planes para nosotros.

—¿Planes?

—De matrimonio.

—¿Ves a los invisibles? —Nicolás se levantó de la silla.

—¿A quiénes?

—A los invisibles.

—Nicolás, estás alucinando.

—Me voy.

—¿Adónde?

—A Boulevard Haussmann.

—¿De compras?

—A ver las vidrieras fin-de-siécle en Galeries Lafayette.

—Te quiero decir algo.

—Dímelo rápido, o, bueno, mejor háblame por teléfono.

—Es urgente, es para ayer.

Yesterday is very soon.

Nicolás se alejó por la calle. Nicole lo siguió con la mirada, sin saber si se había dado vuelta en la esquina o se había quedado cerca de ella. Había tantas posibilidades de estar y no estar que acabó abandonando las suposiciones. Y también partió.

Pero Nicolás no entró a la tienda departamental ni a un café de la Ópera; se fue por Rue Provence, las vitrinas anunciando Soldes Soldes Soldes. Delante de los cajones las mujeres se arremolinaban como buitres hambrientos de trapos. En Rue Joubert las prostitutas étnicas hacían guardia junto a las tiendas. Hacía calor, iba a llover. Nicolás atravesó el pasaje de Cité d’Antin, salió a Rue Lafayette. “Il pleut, il pleut”, chilló una mujer porque le cayeron unas gotas de lluvia en la cabeza. El hombre invisible pasó delante de Lobophoto, donde alguna vez trabajó, y del restaurant New Balal, Cuisine Pakistanaise Indienne, donde alguna vez se indigestó. En el Hotel Richmond Ópera y en el Grand Hotel Haussmann Étienne acostumbraba llevar a sus amantes. Solía comer en el restaurant Hong Kong o en el Hippopotamus de Rue des Italiens o en el Bistrot Romain, abiertos hasta las tres o cuatro de la mañana. Los cines de Rue de la Chaisse d’Antin, en caso de que se aburriera de las piernas y las pechugas femeninas, estaban a unos cuantos pasos. En cada calle había Coiffeurs, pero el que le interesaba a Nicolás era Jules et Julie, donde Étienne tenía su amante coiffeuse. Delante de la ventana, el hombre invisible se puso a leer:

Femmes, Femmelettes

Shampooing 5€

Taille de cheveux 40€

Brushing Cheveux Courts 20€

Longs 28€

Meches 45€

Permanent 80€

Como un cliente interesado, miró el letrero de adentro:

Espace Masculin

Cinq minutes seulement pour estomper les cheveux blancs

Al cabo de un rato salió Jules. El peluquero llevaba pantalones verdes que combinaban con sus ojos verdes y su arete dorado en la oreja izquierda. Masculló algo en catalán.

Por la puerta abierta nadie emergía. Hasta que apareció Étienne volviendo a derecha e izquierda la cabeza para escrutar la calle. No percibió a Nicolás. Tenía el pelo teñido. Se veía de mal humor.

Entrez donc —detrás de él vino Julie la coiffeuse. Con el vestido y el pelo rojo anaranjado como la peinadora de Degas, por la expresión de la cara parecía prostituta reformada. Con agitación, extendió la mano para retenerlo—. J’expliquerai!

Non, non, merci, un autre jour, je suis fatigué —Étienne entró a una camioneta negra con vidrios polarizados y placas superpuestas. Dio un portazo.

La coiffeuse se quedó parada delante del vehículo y regresó a la peluquería. Su socio Jules le abrió la puerta. Étienne prendió el motor.

El hombre invisible levantó la pistola y apuntó a la masa de hombre sentado al volante. Jaló el gatillo una, otra, otra vez. Hasta que no hubo balas en el cargador.

Étienne, herido de muerte, enderezó el cuerpo en el asiento como si quisiera levantarse, pero se quedó sentado.

Nicolás trató de insertar otro cargador en el arma. Oyó caer dos cajas metálicas. Los disparos continuaron. Todo sucedía en cosa de segundos. O eso parecía. Porque las balas seguían latigueando el aire. Como emitidas con silenciador. Su pistola no tenía uno. Al piso caían cartuchos distintos a los suyos, calibre 25.

Media hora después, Pierre el Fantasma se apersonó con un grupo de agentes a una calle adyacente al Café de la Paix. Ahí estaba la camioneta negra con los vidrios rotos y las puertas perforadas.

—Policía, no se mueva —Pierre gritó al hombre que yacía profundamente muerto en el asiento del conductor. Había recibido 17 heridas, incluso cuatro de salida, en el cuello, el tórax, la cara, los brazos y las piernas. Su camisa azul cielo había perdido los botones. En una mano empuñaba una pistola calibre 9 mm Parabellum; en la otra, un teléfono móvil, como si en el momento de su ejecución no se hubiese decidido entre defenderse y comunicarse con alguien. Junto a él estaba una bolsa de compras con la palabra Soldes. Sobre el pecho tenía colgado un papel con un mensaje:

Le Royaume du Maroc presente ses compliments á la Prefecture de Police au service des parisiens et a l’honneur de l’informer que Monsieur Étienne Cobra sera absente du Paris par vacances permanentes. Sa tante Mme. Fatimah Cobra assumera la direction de la famille.