59. Vincent Cobra

Por las rejas vidriadas del club-dancing el hombre invisible atisbó: todo era rutinario y extraño a la vez: los escasos clientes, los bancos forrados de terciopelo rojo, las meseras con el pelo teñido, el travesti atendiendo el guardarropa, las luces entubadas, las paredes negras. Vincent Cobra, cliente propietario, maquillado para la noche, llevaba chaqueta color púrpura, camisa de seda con nudo de mariposa, pelo recortado en las sienes para permitir peluca, uñas largas y cuidadas, y chassures vernis como espejos negros.

—La mesa está reservada para ti —el Kiev, acento extranjero y rostro eslavo, en su indumentaria manifestaba poder y dinero: cadenas de oro, anillos lucientes, tarjetas de crédito, fajos de euros.

—No está mal el lugar —Vincent echó un vistazo rápido al interior, rehuyendo estrechar su mano como si evitara un contagio.

—¿Cuándo volviste?

—Hace unas horas.

—¿De viaje de placer?

—De un viaje relámpago.

—¿Se puede saber adónde?

—A Marruecos.

—Katya puede venir, si te apetecen ancas de rana, aquí se precalientan en el horno a 190º C.

A una seña del Kiev a la mesa vino una chica rubia con el pelo teñido de verde, falda corta y suéter apretado. Su busto enorme incomodó a Vincent.

—Prefiero rognons de beuf —Vincent la ignoró.

—¿No quieres que se siente con nosotros?

—Sabes bien que no me gustan las mujeres.

Con un movimiento de mano el Kiev indicó a la chica que se fuera, pues se había quedado parada delante de ellos.

—¿Quieres que vayamos chez moi?

—Quiero que nos quedemos aquí.

—Tengo un cabaret ruso por Campos Elíseos.

—En otra ocasión me invitas.

—Ganaste unos kilos.

—La prosperidad.

—Las cicatrices en la cara te sientan bien.

—Las del amor son indelebles.

—¿Cenamos juntos esta noche?

—Siempre vuelvo a casa para cenar.

—No comprendo que a tu edad cenes con tu madre.

—Mamá Cobra murió; no vuelvas a mencionarla, pendejo.

—Cálmate, no quise ofenderte.

—Comprendo tu impertinencia, lo que no comprendo es que no tengas madre.

—Dije que me disculpes.

—¿Quiénes son esos?

—Mis guardaespaldas.

—¿Cuántos tienes?

—Dos.

—¿Y los que están en la calle?

—Otros dos.

—¿Y los que platican con el barman?

—Sirven tragos.

A una seña del Kiev un hombre fornido trajo una botella de champán, que Vincent desdeñó con un gesto. Lo mismo ocurrió con el pianista, que empezó a dar manotazos con euforia y el Cobra mandó callar con un “Basta”.

—¿Dónde quieres que te mande el polvo?

—A Rue Valette —Vincent se levantó de la mesa.

—Te lo mando con una garce.

—Con un garçon.

—Te busco.

—Yo me comunico contigo.

Vincent salió a la calle. El Kiev se quedó sentado. Dos hombres en un coche sin placas lo cuidaban. La chica rechazada vio pasar a Vincent del otro lado del vidrio como si ella estuviera dentro de una pecera. Fue a sentarse con el Kiev.

Nicolás siguió a Vincent. En la esquina de Rue Sufflot y Rue Saint Jacques, lo vio detenerse para sacar dinero de un cajero automático. Por el Comptoir du Pantheon y la Pharmacie l’Hopitaliere pasó de largo. Mostró indiferencia ante las banderas francesas apiñadas en las columnas de la antigua iglesia Sainte Genévieve. “En la Edad Media, en los aledaños de esa colina, un poeta pícaro robó, mató, fornicó y desapareció dejando tras de sí bellos poemas”, se dijo el hombre invisible recordando a François Villon, como si las frases brotaran de la banqueta.

Vincent caminó junto a las rejas como un ratón que sale de su madriguera buscando la protección de las paredes. Saludó con la mano a un norafricano haciendo guardia a las puertas de la Faculté de Droite de la Université de Paris. Se fue por Rue Valette. Llegó a Dactycopie, esquina con Rue Laplace. Por esa callecita, antaño quieta, pateó a un pichón. Hizo la finta de entrar en el número 12, pero siguió de largo.

La pomme d’Eve sería un buen lugar para colgar de los testículos a este hijo de puta —profirió el hombre invisible—. En el South African Bar in Paris. Proudly South African. All Sport Events in Big Screen. Big Variety of beers and blood podría darle un balazo en la panza. La Trattoria Alfredo, Specialitá Calabrase es una buena opción para entramparlo. Ahí suelen reunirse los lunes los hermanos Cobra para comer.

Pero Vincent ya iba por Rue de la Montaigne-Sainte-Genévieve. El modesto Shanta Restaurant Indien, que ofrecía lunch a 10 euros, el Restaurant Pour Groups y otros comederos baratos estaban atiborrados de estudiantes. Frente a la École Polytechnique, entre las scooters y las motos estacionadas dos jóvenes mudos peleaban a señas.

De vuelta a Rue Valette, Vincent entró por la puerta lateral de un comercio de curiosidades del sudoeste asiático. Atravesó un corredor iluminado irregularmente por ventanas enjauladas. Las cajas de cartón hacinadas hacían difícil cerrar puertas. En el extremo de cada puerta vigilaba un hombre armado. Por las tapas abiertas de los cartones asomaban revistas y videos pornográficos con títulos en inglés, francés y español. Pisando un tapete raído el Cobra llegó a una recámara con cortinas negras. Por la puerta entreabierta el hombre invisible alcanzó a ver una lavadora y un televisor. En un colchón yacía una persona desnuda atada de pies y manos. Un trapo le tapaba la boca. Con ojos alarmados vio entrar a Vincent. Una bolsa de cereal, una botella de whisky, una lata de cerveza y un cenicero estaban sobre una mesa. Vincent sacó un revólver del cajón del escritorio y se acercó a la persona atada. Era La Princesa del Tenis. Con movimientos displicentes Vincent le cubrió la cabeza con una almohada. Al radio le subió el volumen, y al ritmo de música rave, le disparó.

Cuando el hombre invisible salió a la calle, el perro faldero a la puerta de Dactycopie vino a olerlo. Temeroso de que revelara su presencia, le dio una patada. El animal chilló. En Rue Jean de Beauvais se topó con Vincent de espaldas y pensó echarlo de cabeza por la escalera. Pero en los escalones se recostaba el clochard Charon, y no deseaba testigos. En ese momento el Cobra se perdió de vista.

El hombre invisible recorrió las calles del rumbo. No sabía si se había metido en Kaza Maza, Traiteur Libanais, en Godjo, Cuisine Ethiopienne, o en el restaurant La Table Russe, en 13, Rue de l’École Polytechnique. O en el bar Les Pipos. O en la iglesia de St. Ephrem, en Rue des Carmes. Se fue por el Passage du Clos Breuneau, en cuya esquina estaba el Manga Café. Cuando estaba parado junto al puesto Maubert Service. Fruits. Legumes lo vio salir del Hôtel des Carmes comiendo una manzana. Cuando sonó el teléfono móvil, Vincent dijo:

—Pépin, a los asesinos de Étienne los haré picadillo. A los sospechosos de traicionar a Papá Cobra los despellejaré vivos. Aún no los hallo, pero indago, indago.

Bon soir —lo estaba saludando el hombre invisible cuando tres, cuatro disparos lanzaron al hermano Cobra contra la pared, dejando caer el teléfono móvil.

Caído a sus pies, con un pedazo de la fruta entre los dientes, Nicolás lo arrastró por la calle. Y desde lo alto de la escalera lo aventó sobre los coches estacionados en Rue Basse des Carmes.

—Están lloviendo cadáveres —dijo una mujer afuera del Manga Café.

—Yo lo vi antes que tú. Fui la primera en oír los tiros —dijo su amiga.

—Ahí está la pistola.

—¿De él?

—No, de los que dispararon.

—¿Cuántos fueron?

—Dos. Uno de cada lado.

—¿Alcanzaste a verlos?

—Vi sus siluetas.

—Mejor.

—Muchos fueron los disparos y una sola bala lo mató.

—Pronto los vecinos nos encontraremos con el acceso a nuestras calles restringido, y con la prohibición de tomar fotos.

—Acuérdate, los vecinos no oímos nada, el muerto no se metía con nadie, cuando se le encontraba en la calle era muy atento, tenía visitas de noche, pero no hacía escándalos ni fiestas, se dedicaba a su trabajo.

El agua que bajaba acanalada y caía en una coladera haciendo un ruido como de hombre que orina punteó la conversación. El clochard que estaba recostado en lo alto de la escalera en Rue Jean de Bauvais bajó por Rue de la Montaigne-Sainte Genévieve. El hombre invisible furtivamente se metió en el metro Maubert-Mutualité.