Pierre el Fantasma le arregló a Nicolás una cita con Pépin. El Cobra propuso que fuera en el restaurante Le Train Bleu. Jueves, 21:00 horas. Para tomar luego el último tren a Lyon.
El hombre invisible llegó antes de las nueve. Quería explorar los alrededores de la estación, Rue de Lyon, Rue Traversiére, Boulevard Diderot, y los hoteles de la zona. Localizó al Cobra en un pasaje comercial. Andaba por el Gamma Café, desde donde podía ver quién iba y quién venía por la calle, cuando pasaron dos mozos cargando un espejo.
Cuando Pépin se detuvo delante del Correo, con la finta de depositar una carta, el hombre invisible se le acercó. Pero de incógnita, lo siguió hasta la Tour de l’Horloge, y a la deprimente Salle d’Attente, donde un africano con playera amarilla y shorts blancos dormía con las gafas caídas sobre la nariz.
Dentro de la estación, el tejido de vías se anudaba y desanudaba, las máquinas de los Train á Grande Vitesse, parecidos a torpedos en forma de tiburón, con vagones, lámparas azules y tinglados metálicos, ondularon ante sus ojos como en duermevela.
Desde el balcón, al que convergían las escaleras exteriores del restaurante Le Train Bleu, la vista era buena para mantenerse al tanto de los cambios de lugar de Pépin y para ser registrado por las cámaras de vigilancia. El problema fue que a su lado se pararon dos policías de la Garde Nationale y tres soldados que patrullaban los vestíbulos y parecieron husmear algo en la pared.
Por la puerta giratoria el hombre invisible entró a Le Train Bleu, sin ser detectado por el mesero, un metiche que iba y venía por el restaurante. Entre dos filas de mesas vacías, pero ya con manteles blancos y cubiertos plateados para la cena, caminó. Vigiló por una ventana el ir y venir de los viajeros y el movimiento de las escaleras mecánicas que subían y bajaban.
—Álvaro, Álvaro, córrele —gritó un español a su hijo pequeño que se había quedado atrás.
—No hay nada más nada en la calle que un papel que pisotea la gente nada, ni los mendigos lo quieren —dijo un hombre a otro. Ambos llevaban casaca negra y gorguera, y la cabeza cautiva en un acordeón de espuma como actores de teatro que estuvieran representando a caballeros rosacruces.
—El servicio aquí es tan lento que entre sentarse y ser atendido por un mesero hay tiempo para todo un examen de conciencia —masculló un hombre flaco, famélico, y exasperado porque el mesero pasaba sin atenderlo.
—Siento haberme comido ese plato de foie gras; parece que me comí mi propio hígado —la mujer gorda que lo acompañaba sacó una bolsita con pañuelos húmedos para limpiarse la boca.
—No necesitas un espejo de mano para verme; dondequiera que voltees estoy yo.
—No te estoy viendo a ti; quiero ver esos destellos detrás de mí.
—¿Soy unos destellos vistos al fondo de un bar en un espejo de mano? —se preguntó el hombre invisible, su imagen perdida en los espejos de las paredes, mientras sus ojos se multiplicaban hasta el infinito entre candelabros dorados, artesonados de oro, sillones rojos y objetos varios.
—El Salon Marocain está vacío —oyó decir al mesero.
Cuando Nicolás entró al orinal de hombres y se puso a ver por la ventanilla la plataforma de la estación, también recorrió con los ojos la plaza exterior, la fachada del Hotel Terminus, y, más lejos, el Holiday Inn y el Hotel Azur. Enfrente estaba el letrero blanco con las letras al revés de la Gare de Lyon, el Café aux Cadrans, L’Europeen y el parking de motos. A la izquierda, la Sortie Boulevard Diderot. En el centro, la Sortie Cours de Chalon, el Relay, los cafés y los kioskos de sándwiches, ensaladas y pasteles. Entre dos trenes TGV, en la D, vislumbró a Pépin. Con un arma de fuego debajo de la gabardina.
El hombre invisible se lavó la cara con agua helada como para limpiar sus ojos de una mala visión. Junto a Pépin pasaron en ese momento dos lavadores de ventanas con uniformes y botas azules, palos blancos y cubetas con ruedas.
Buscando un resquicio entre el incesante flujo de pasajeros arrastrando equipaje, Nicolás sacó la pistola de un morral, y apuntó a la frente de Pépin. En eso se atravesó una mujer con una maleta. Era raro, pero los acompañantes de la mujer parecían conocidos. ¿Eran los actores que habían pasado vestidos de caballeros rosacruces?
—Mesdames et Messieurs, passagers avec destination de Grenoble… —anunció una voz, y varios viajeros se dirigieron al tren.
Desde la ventanilla del orinal el hombre invisible disparó a Pépin. La bala pegó en el piso. Disparó otra vez. La bala dio en un vidrio. El Cobra, sin saber de dónde venían los tiros, intentó huir. En su fuga tropezó con una joven miope y cayó al suelo. Se levantó, y corrió hacia la salida.
El hombre invisible corrió detrás de Pépin. Los curiosos se alarmaron al notar una pistola en el aire avanzar sin mano. En el otro extremo del andén apareció un desconocido envuelto en una gabardina negra, con un sombrero negro cubriéndole la cara ausente, que se lanzó sobre el Cobra.
El hombre invisible volvió a disparar. Pépin, herido, trastrabilleó, amenazando con un revólver a la joven miope, y a su hijo pequeño, que se le atravesó en su fuga. Se oyó otro disparo. Pépin giró sobre sí mismo. El proyectil le había dado arriba de los ojos causándole un horrible agujero. Tieso delante de sus pies, el hombre invisible arrastró su cuerpo por el piso con el propósito de sacarlo de la estación.
—Perfecto, un taxi esperándome en la oscuridad —el hombre invisible se metió en el carro que estaba estacionado en una curva—. Départ immédiate.
—Tengo veinte años trabajando el taxi y nunca antes un loco invisible me había apuntado a la cabeza —el chofer, que lo había estado viendo empujar por la banqueta el cuerpo muerto, quiso arrancar en el momento en que aventaba el bulto en el asiento trasero.
—Avanza —Nicolás golpeó el vidrio con la pistola.
—Tranquilo —el taxista se enfrenó.
—Rápido.
—¿Quién me va a pagar? —el chofer se fue maldiciendo.
—Yo, por hora.
—¿Adónde quieres ir?
—Gira a la derecha… A la izquierda.
—¿Se te antoja leer? —el conductor, con los faros apagados, le arrojó un periódico viejo mientras pasaba por una calle con inmuebles venidos a menos.
—Aquí me bajo —el hombre invisible le puso la pistola sobre el hombro indicándole que se detuviera.
—Llévate al muerto.
—Ahora regreso para pagarte.
—Eso dices, pero luego desaparecerás en la casa y no te hallará ni Dios Padre.
—Ayúdame a sacarlo —el hombre invisible le arrojó unos euros metidos en una cajetilla de cigarros y con su ayuda bajó el cadáver del coche y lo subió por la escalera de la Promenade Plantée.
—Te espero en la banqueta —el taxista, que no era otro que Spenser Lee, volvió al automóvil y comenzó a limpiar las manchas de sangre del asiento con un pañuelo rojo sin dejar de observar al hombre invisible.
—Hijo de puta —Nicolás aventó el cuerpo de Pépin hacia abajo.
Al final del pasaje, un letrero decía:
Défense de déposer des Ordures sous peine d’Amende.
Reglement Sanitaire du department de Paris.
—Estoy a tiempo para cenar esta noche con Nicole —se dijo el hombre invisible, yéndose por Rue de Charenton para dar vuelta en Rue Moreau, y perderse en la noche.