64. Le Grand Palais

Bajo el sol blanco, el animal vidriado se ahogaba en su propia luz. Las viguetas metálicas parecían levantar en vilo una inmensa araña color vert réséda. En su carrera hacia el Grand Palais, el hombre invisible sintió que el vasto edificio era como un Coup de Dés, un lance de dados en el espacio urbano.

El hombre invisible accedió a la nave por la entrada Clemenceau. Su madre no estaba en la terraza del restaurante ni en la sala modulable ni en el Balcon de l’Horloge, situado arriba del peristilo. Tampoco en los Espaces techniques. Así que regresó al vestíbulo.

—La armadura metálica se disimula bajo una vestidura de vidrio, el Grand Palais, construido por Deglane, Louvet y Thomas para la Exposición Universal de 1900, al gusto de la Belle Époque, tiene una fachada de doble columnata y está coronado por bóvedas bajas, pilares y escaleras de acero de inspiración Art-nouveau. En sus esquinas, sobre los escalones, se perciben dos grandes cuadrigas: Inmortalidad venciendo al Tiempo, y Harmonía derrotando a Discordia —explicaba una guía a un grupo de estudiantes asiáticos—. La suavidad con que la luz solar se filtra a través de los vidrios del bajel principal contrasta con la incandescencia del cielo, y como el Regulus de la historia, uno puede atreverse a mirar el disco de oro con ojos sin párpados, pues el sol que irradia en el exterior quema también por dentro.

Entre las escaleras y los balcones, el hombre invisible no sabía si escuchaba a la guía o se hablaba a sí mismo con sus palabras. Los estudiantes, con cuadernos y plumas en las manos, parecían brotar de un mundo déja vécu. El tejido aéreo del gran palacio ondulaba en sus ojos como si las columnas-instrumentos musicales soportaran no sólo la bóveda vidriada, sino también sus divagaciones. Y hasta las arcadas que atravesaban el edificio de un extremo a otro daban la impresión de pertenecer a un teatro mítico donde él era un cautivo con el pecho abierto al pie de la pirámide de la historia a punto de ser sacrificado por un Dios Padre invisible.

—La Carta de Neacsu de Campulung —el doctor Bratu saltó sobre Suzanne para arrebatarle los papeles de la mano.

—Aquí están —ella se los tendió.

Bajo la gran vidriera ambas figuras parecían insignificantes. Sobre todo porque en ese momento pasaban aviones de la armada del aire y de la marina nacional revitalizándose en vuelo. De entre los Mirages 2000 y los Hércules el hombre invisible percibió que se desprendía una nave, la cual rápidamente dirigió hacia abajo sus potentes rayos, antes de partir para sobrevolar el Sena.

Nicolás corrió hacia su madre y le quitó la carta tan bruscamente que estuvo a punto de tirarla al piso. Bratu, las facciones contrariadas por su súbita intervención, metió la mano al bolsillo de su chaqueta color gris rata en busca de una pistola. Pero ante la furia del hombre invisible el doctor, consistentemente cobarde, corrió a refugiarse en los baños.

—Bon soir —lo saludó la mujer de limpieza, una africana que mañana, tarde y noche saludaba con la misma frase a todos los que visitaban la toilette.

Bratu no sólo no le contestó, sino que pateó la puerta.

Bajo la luz ardiente que llegaba de arriba el hombre invisible trató de leer la carta. Mas el texto comenzó a girar incomprensiblemente en su cabeza como si estuviera escrito en un idioma desconocido. Frustrado, vislumbró al reverso unas palabras de Petru Margul.

—La más grande invisibilidad a la que podemos aspirar los seres humanos la otorga la luz cotidiana. El Paraíso Terrestre está en todas partes delante de nosotros sin que reconozcamos su presencia. En sueños he visto el laberinto universal con la forma de una araña circular. Alimentándose constantemente de soles y de seres muertos, se devora a sí mismo. Un sábado a las doce del día la Rosa Solar mirará hacia abajo. Y la Piedra de Oro brillará en cada ojo.

En ese momento, el hombre invisible vio arriba de la bóveda vidriada una bóveda más grande. Y sobre ésta, otra más grande. Y otra más grande. Como si los soles quemados se perdieran de vista en los abismos de sí mismos. Pero nadie, aparte de él, percibió la nave de regreso dando vueltas sobre el edificio. Nadie reparó en que los vidrios del palacio caían quebrados por una fuerza extraña. Excepto él, quien asumió que la nave arriba de la vidriera era producto de su imaginación.

Un fulgor de otro mundo atravesó su cuerpo. Un calor extraordinario fundió la estructura metálica del techo. Un esplendor similar al del 14 de julio bañó el cielo. El hombre invisible movió sus manos de un lado a otro: parecían visibles. Sólo por un momento, porque los flashazos de una cámara saetearon sus ojos y, entonces como al principio, la luz fue anunciadora de cambios. Entonces, como cuando niño, se vio sentado a la mesa de la cocina mirando el agua en un vaso atravesada por una materia lúdica fantástica que era la luz de la mañana.

—Hijo, ¿dónde estás? —le preguntó Suzanne, como en un sueño ya vivido.

—Aquí, madre —respondió él, niño, sin poder verse a sí mismo.

—Nicolás, si te miras mucho tiempo en el espejo parecerás pescado.

—¿Quién es Bratu?

—No sé por qué preguntas tanto por él si no es tu padre.

—No pregunto por él porque crea que es mi padre, sino porque no me gusta su rostro.

—Esto es lo que queda de la Carta de Neacsu de Campulung.

—Cenizas.

—Llévame a casa.

Bajo la techumbre de vidrio se filtraba un rayo de luz. En su forma cúbica de dado, y en cada una de sus caras mezquinas, se perdía como un número la figura deplorable de Suzanne Antschel.

Afuera del Grand Palais unos músicos aficionados masacraban el Concerto Núm. 1 en D major de Vivaldi.