Una figura transparente vestida con ropas obsoletas ascendía lentamente los doscientos ochenta y cuatro peldaños de la escalera en espiral que conducía a la terraza del Arco del Triunfo. Con pies invisibles pisaba los escalones gastados por generaciones de visitantes. Al llegar al primer descanso pareció que abriría la puerta de metal, pero siguió subiendo. Al mismo tiempo, del Centro de la Courneuve salieron criaturas invisibles rumbo a Avenue Victor Hugo, Boulevard Pasteur, para tomar el metro la Courneuve Aubervilles. Otras se metieron en el periférico de l’Ile-de-France desafiando los coches conducidos por choferes invisibles, vestidos, pero sin cabeza ni manos, que se detenían para dejarlas pasar. Otras formas elusivas con anillos herméticos y piedras brillantes emergieron de Rue des Joncs, cogieron Rue de Chaumont y Rue Blaise Pascal hacia la Route de la Torchaise y la A10. Las que se dirigieron a Avenue de la Liberation alcanzaron Boulevard Tisson y Promenade des Cours para girar en Rue Delaunay en dirección de la Route de Liguge y la Route de Poitiers.
Cuando la figura que ascendía la escalera llegó a la terraza, el inmenso cielo matutitno pareció venírsele encima. Indiferente a sus resplandores, escrutó las siluetas que en las calles proyectaban sombras pálidas. De la Place de l’Etoile irradiaban avenidas transitadas. Desde arriba del Arco del Triunfo, la persona divisó el vasto panorama de París. En busca de algo o de alguien, a ojo desnudo escrutó los alrededores: la Voie Triomphale hasta el Rond-Point, los hôtels particuliers que habían sobrevivido a demoliciones, el obelisco de la Place de la Concorde, un autobús recogiendo pasaje, los jardines de las Tullerías, el barrio del Louvre, la torre Saint Jacques, los kioskos y los cines, los peatones, los coches y las motos cruzando Campos Elíseos. En la distancia surgieron el Grand Palais, la Gare de Lyon, la catedral de Notre Dame, edificios con sombras. Más lejos, el cementerio del Pére Lachaise, la Madeleine, Sacre-Coeur y el parque de Buttes-Chaumont. Al este distinguió la Ópera. Hacia el sur, la Torre Eiffel, Trocadéro y grupos de turistas tempraneros. A derecha e izquierda, autobuses, árboles, mujeres con sombrillas, la serpiente fluvial del Sena, el Pont Neuf, las puertas imaginarias de Saint Honoré y Saint Antoine.
Como un río feérico fluían siluetas por la avenida. Bajo la dudosa luz del día los doce ramales se bifurcaban con su ajetreo cotidiano. El alumbrado público todavía prendido les daba un aire espectral. Vistas de lejos las figuras vestidas parecían planas, sin contenido, pero al toparse con ellas alguien descubría su corporeidad. Un fenómeno fantástico estaba teniendo lugar. Esa mañana un afiche misterioso había sido pegado sobre los muros y a la entrada de comercios, estaciones de metro, cines y museos, plazas, pasajes, puentes, corredores y cruce de avenidas:
Nous deputez du College principal des Freres de la RoZe-Croix, faisons sejour visible et invisible en cette ville, par la grace du Tres-haut, vers lequel se tourne le coeur des Iustes. Nous monstrons et enseignons sans livres ny marques à parler toutes sortes de langues des pays où voulons estre, pour tirer les hommes nos semblables d’erreur de mort.
[Nosotros diputados del Colegio principal de los Hermanos de la Rosa-Cruz, pasamos una temporada visible e invisible en esta villa, por la gracia del Muy Alto, hacia quien se vuelve el corazón de los Justos. Nosotros mostramos y enseñamos sin libros y sin signos a hablar toda suerte de lenguas en los países donde queremos estar, para sacar a los hombres nuestros semejantes de error de muerte.]
En la Maternidad Saint Vincent de Paul figuras desconocidas, suplantando a padres biológicos, bajaron con criaturas en los brazos de la segunda a la primera planta y salieron a la calle. Les Petites Soeurs des Maternités Catholiques, que atendían las recámaras, la nurserie, la sala de baños y la sala de cuidados de los recién nacidos, descubrieron a los ladrones de bebés por el chilladero, creyendo que se trataba de cobijas rosas y azules vacías. Se dieron cuenta del hurto cuando el personal de guardia los vio entrar a la Piscina para la preparación del nacimiento, que los Rosacruces llamaban la Piscina para la preparación del re-nacimiento.
La piscina utilizada por los kinésithérapeutes et psycho-motriciens les serviría para el entrenamiento de las comadronas de la Ordre de la Re-Naissance. A la espera del momento de la resurrección, las comadronas habían acompañado a los difuntos con plegarias, porque, cuando ocurría un deceso, la empresa de pompas fúnebres, en contacto con la familia, solía dirigirse a la parroquia para fijar la hora de las obsequias y para que el sacerdote determinara con los parientes la ceremonia, los invisibles habían registrado previamente los nombres de los miembros de la Orden fallecidos y solicitado encontrarse con Les Petites Soeurs des Maternités Catholiques para la Préparation Spirituelle á la Re-Naissance.
Hacia las siete de la mañana, en las oficinas de consulta y en las salas de cursos preparatorios aparecieron dibujos de la Cruz con la Rosa con la intersección en Oro, y círculos encerrando el Triángulo y el Cuadrado, y pentagramas con la imagen del Hombre Re-Nacido. En los corredores se hallaron frases como éstas:
LAS PUERTAS DEL TEMPLO INTERIOR ESTÁN ABIERTAS
OYE PALPITAR LA ROSA ROJA DE TU CORAZÓN
—No se pueden hallar a sí mismos, mucho menos podrán hallarnos a nosotros —dijo la voz del Grand Maître parado entre las gárgolas de las torres de Notre-Dame.
—Sácalos de su vida cotidiana y andarán perdidos como moscas en un tren que corre a toda velocidad —dijo un miembro de la Orden con máscara translúcida.
—El mundo está lleno de avenidas principales; nosotros iremos por las secundarias de ciudad en ciudad para instaurar el reino del hombre original.
—Hasta el fin de los tiempos.
No cabía duda, una insólita transparencia estaba tomando la ciudad, una extraña epidemia de invisibilidad la conmocionaba de extremo a extremo. En coches y autobuses, pasajes cubiertos y parques públicos, librerías y supermercados, vestíbulos de hoteles y terrazas de cafés, hombres, mujeres y niños, y hasta perros, pichones y ratas, se habían vuelto invisibles. En el corazón del bullicio el oído atento podía detectar silencios y movimientos, toses y voces. Las puertas se abrían, pero no se veía a nadie entrar ni salir. En los corredores y en las escaleras se escuchaban pasos, pero apenas se percibían vestidos, pantalones y zapatos. Ciudadanos pálidos, con gafas o sin ellas, se llevaban las manos a la cara y el cuerpo para cerciorarse de que estaban todavía ahí, de que pululando por esas banquetas familiares no eran fantasmas de sí mismos y si los periódicos que llevaban en la mano no eran reminiscencias de una vida anterior. Sólo dudaban por momentos, porque luego continuaban su marcha tratando de dar la impresión de que todo era normal, de que la invasión de invisibilidad que sufría la ciudad no afectaba su propia cotidianeidad.
—Mira, mamá, a esas personas —dijo una niña.
—Mira, hija, no hay nadie ahí —replicó ella.
—Yo sé bien que no existen, pero cuánto me gustaría que se fueran.
—Mira, niña, no te vayas a perder.
Atravesando el Puente Alexandre III, el hombre invisible pasó del sol a la sombra como si su cuerpo fuera translúcido. Centrado en un halo de niebla, parecía una aparición en el centro de un arcoíris roto. En torno suyo, hombres y mujeres daban la impresión de haber perdido no solamente facciones y manos, sino también individualidad. La multitud, huérfana y desorientada, avanzaba a lo largo del río rumbo al Pont Neuf. Los Rosacruces, como espectros vestidos con ropas obsoletas, andaban en ella.
En un café del Boulevard Saint Michel un hombre, invisible de cuerpo y cara, pero con el traje lleno de agujeros de bala, violentamente cogió un cuchillo para amenazar a un mesero que le había ofendido aventándole la cuenta sobre su comida. Arrojándolo sobre la mesa el hombre masacró croissants y derramó cafés. En seguida, con un rifle en una mano y en la otra un maletín negro con folletos marcados con la palabra ARPA, se dirigió al Pont Neuf.
—Don’t worry, I take care of myself. I would be on time. I know, I am a key man in all this mess —vociferó por su móvil.
—Be careful in Notre Dame —dijo una voz del otro lado de la línea.
—Please, stop nagging me —el hombre del portafolio negro tiró el teléfono móvil a la basura. Y lo recogió de un manotazo, sólo para patearlo de nuevo.
—Pierre el Fantasma, ¿no estabas en Córcega? —le preguntó el hombre invisible.
—Nicolás, sucede que hoy amanecí en París.
—¿Alguna misión?
—Matar al Imperator.
—Y el traje lleno de agujeros, ¿a qué se debe?
—A una pelea que tuve en Ajaccio por una chica.
—¿Por qué te interesa el Imperator?
—Yo no tengo ego, ni intereses personales; mis jefes sí.
—¿Los de la ARPA?
—Un hombre que tiene que ganarse la vida como yo no debe contestar preguntas necias.
—¿Has estado jugando en dos bandos a la vez?
—Nos vemos en el Pont Neuf.
—¿Por qué ahí?
—En el viejo puente tendrá lugar el mitin del Imperator, te invito a que seas testigo de un hecho histórico.
—¿Magnicidio?
El hombre del maletín negro se perdió en la multitud.
El hombre invisible empezó a buscar un teléfono. Halló uno en una cabina transparente.
—Alló, oui? J’ecoute —una lentísima señora Antschel se levantó de su sillón para ir a responder.
—Madre, no abras la puerta a nadie. Algo raro está pasando en la ciudad.
—No entiendo nada, Nicolás.
—Los invisibles están tomando París.
—Entre más me explicas más confundida estoy —ella colgó.
El hombre invisible volvió a llamarla. Como el número sonaba ocupado, él pensó que su madre había dejado el aparato sin colgar. Lo que sucedió realmente es que de regreso al sillón ella se cayó. Y, sin poder levantarse, se quedó tiesa en el piso.
Junto a la cabina pasó una mujer con un vestido de maternidad y un sostén como un nido de palomas. En su presencia él percibió cierta familiaridad. Sobre todo en el momento en que ella se abrió la blusa como para amamantar a un bebé invisible.
—Nicole, no hay seno, no hay bebé, ¿no te das cuenta?
—El Dios de la Nueva Era es un Ser Invisible.
—Nicole, ¿te acuerdas de Aurélia de Gérard de Nerval?
—Estoy a punto de dar a luz y tú haces preguntas impertinentes.
—Espera —el hombre invisible la siguió hasta el metro Alma Marceau tratando de no perder de vista sus zapatos rojos, mientras ante sus ojos ella aparecía y desaparecía, aparecía y desaparecía como en un espectáculo sicodélico.
—Mira —camino de los andenes, ella volvió un libro hacia su dirección.
—Le réve est une seconde vie. Je n’ai pu percer sans frémir ces portes de ivoire ou de corne qui nous séparent du monde invisible —profirió él.
—Estás loco —ella entró al carro del metro.
—¿Nos vemos esta noche?
—Se me hace tarde, adiós.
Las puertas se cerraron.
—¿Nicole? —llamó él, pero el tren había partido.
—En una incubadora hay un niño que es la reencarnación de Christian Rosencreutz. Una mujer que supera en belleza a Magda Lupescu va a parirlo —profirió un hombre cuya voz le sonó como la de Iulian Brancila.
—Ten, el rumano me jugó una broma pesada haciéndose pasar por muerto —se dijo Nicolás.
—No estés tan seguro de que es Brancila; alguien puede estar impostando su voz para hacerte creer que está vivo —sopló a su oreja la voz del librero Filmus.
—Ten —al borde de la escalera de la estación Alma Marceau Nicolás prendió un cigarrillo y se fue echando humo por la boca invisible.
—Hey —le dijo una mujer que salía de una tienda de modas.
—¿Nicole Nemier?
—Nicole Fournier —ella volvió a la tienda.
—Patientez —pidió un agente por un magnetófono.
Helicópteros Alouette III, Ecureil y Fennec vigilaban desde el aire. En Alma Marceau, policías, que habían colocado barreras de metal para bloquear el paso, iban y venían en pares y tríos parando a personas y vehículos para identity checks. A derecha e izquierda la police nationale había estacionado camiones y patrullas, Renaults, Citroens y Peugeots para guardar el orden público. ¿A quién buscaban? Era difícil saberlo. No sólo se trataba de recuperar algunos coches de lujo que habían desaparecido de las salas de exhibición en Campos Elíseos, sino de extraer de las personas interrogadas ciertos secretos. En la dócil procesión hacia la Estigia, el hombre invisible reconoció al malvado Tranchant y a su mujer Alice (por la ropa y los zapatos), y a dos vecinas suyas, a las que identificó por los pantalones entallados. Cuando era visible, solía toparse con ellas en panaderías y supermercados.
—Venga conmigo —un gendarme lo detuvo.
—¿Por qué?
—No pregunte por qué, los porqués los pongo yo. Las cámaras de vigilancia han detectado su conducta sospechosa. Explíqueme por qué se detiene aquí y allá. Tengo órdenes de arrestarlo, anda un violador de niñas rubias suelto.
—¿Qué pasa en la ciudad?
—Lo que pasa no le incumbe.
El hombre invisible se alejó de prisa.
—Párese ahí —gritó el gendarme al hombre invisible perdiéndose entre la gente.
—Dejaste la luz prendida —dijo una mujer a su izquierda.
—¿Cómo lo sabes? —dijo una muchacha a su derecha.
—La veo prendida en la ventana que da a la calle.
AVIS IMPORTANT
Dans un souci d’economie d’energies et afin d’eviter les incidents divers,
les destinataires du présent avis son priés de bien vouloir:
prendre soin d’eteindre les lumiéres lors qu’ils s’absentent
de leurs bureaux notamment le soir et pendant la journée;
remonter les stores extérieures et de fermer toutes les fenétres
de leur bureaux en partant le soir, afin d’eviter les infiltrations
dues aux eventuelles intemperies et aux invasions des hommes invisibles.
La Mairie remercier les usagers de leur bienveillant coopération.
En un kiosko, el hombre invisible leyó los encabezados del día:
“Los Invisibles están violando a nuestras jóvenes en flor.”
“¿De dónde vienen? ¿Quiénes son? ¿Qué quieren?”
“¿Extraterrestres o Rosacruces? ¿Son locos o dioses?”
“Regresaron los descendientes de los Invisibles que invadieron París en 1623.”
“Una epidemia de Invisibilidad azota a Francia”, cabeceaba un periódico español.
“El rey de la mafia ha sido encontrado.” Una revista mostraba en su portada un cuerpo acribillado, como si la noticia procediera de un mundo desaparecido. “Pépin Cobra, condenado por tráfico de drogas en Marruecos, se paseaba a sus anchas por las calles de París. Se había fugado dos veces de la cárcel de Kenitra, al norte de Rabat. Nacido en la calle de Fuente Caballo en Ceuta, hijo del siniestro y también fallecido Papá Cobra, con sus hermanos Étienne y Vincent en los últimos diez años se le consideraba el más grande contrabandista de estupefacientes del norte de África a Marsella y Málaga.”
La Reine de l’Entrecót. “Asesinada en Boulevard Garibaldi fue encontrada en las aguas cafesosas del Sena”, decía un periódico del día anterior.
“Météo. Aujourd’hui et jours suivants: Un soleil torride. Une luminosité total. Il fera trés chaud dans tout le pays”, pronosticaba un diario capitalino. “Pour la derniere fois, Paris plage s’etend jusqu’au bassin de la Villette. Samedi, de nombreux parisiens sont venus se d’étendre au fil de l’eau. Les enfants, eux, ont pu se régaler d’activités ludiques.”
—Arretez —a la entrada de una gran tienda de discos y libros, la voz cavernosa de un guardia de seguridad le ordenó a una niña gitana.
—¿Qué?
—A ti hablo —gruñó la voz.
—No —la interpelada trató de irse.
—Petite salope, je te dis de venir —el guardia la cogió de un brazo.
—Mais pour quoi.
—Has robado.
—Au secours.
—Confesez, ou je te casse le gueule.
—J’expliquerai —la niña se debatió entre las manazas del vigilante.
—Depechez-toi —el guardia arrojó a la niña al asiento trasero de un carro.
—¿Conoces la Galerie des Estampes Anciennes? —un hombretón le cerró el paso al hombre invisible.
Nicolás calculó el tamaño de su cuerpo por las dimensiones de la carpeta negra con grabados y fotos del viejo París que llevaba debajo del brazo.
—Aimez-vous la Grande Odalisque?
—Si no me gustara, mi amiga Nicole no me hubiera dado pasaporte para cruzar las fronteras de su intimidad.
—Voilá —el hombre le puso el retrato a la altura del rostro.
—Pero si es el watusi del Museo Galliera —exclamó Nicolás.
—Au revoir —el portador del cuadro se alejó por Rue de Rivoli.
—Tu viens? —alguien con aliento de entrañas lo interceptó.
—¿Quién eres?
—Du temps que la Nature en sa verve puissante / Concevai chaque jour des enfants monstrueux…
—La Giganta, ¿qué haces aquí?
—Por acoso de la policía cambié de zona de trabajo —el travesti se metió en una tienda de lencería.
El hombre invisible pasó delante de un salón de belleza, cuyos espejos no reflejaron su imagen. Entró a un baño público, donde percibió la presencia de una clienta por el líquido que segregaba. Vio pasar por el aire, sin descubrir a sus propietarios, ropas, collares, pulseras, anillos, portafolios, bolsas, cámaras fotográficas y billeteras. En calles sucesivas, bicicletas pasaron sin ciclistas, pedales subieron y bajaron presionados por pies imperceptibles. Las motos le dieron la impresión de correr solas, sus jinetes perceptibles sólo por los jeans y los cascos. Sin cesar, corrientes de invisibles confluían al círculo concéntrico del Arco de Triunfo. Por las avenidas Foch, Kléber, Marceau, Champs-Elysées, de Friedland, Mahon y Wagram parecían dirigirse al Inframundo.
—Señores y señoras, tengo el placer de presentarles al doctor Patrick Solare y al ingeniero Hervé Maurin, del prestigioso Institut Fresnel, asociado a la investigación de las ciencias y las tecnologías de la óptica, el electromagnetismo y la imagen. Ambos, discípulos del doctor Ludovic Escoubas, son expertos en invisibilidad y han venido de Marsella para contestar a sus preguntas sobre la epidemia de transparencia que azota París. Podrán identificarlos por sus gafas, gafetes y relojes —dijo la reportera de un noticiero de televisión.
—Esta epidemia de transparencia pudo haber sido provocada por un virus de origen desconocido que afecta a los organismos vivos y los hace desaparecer —opinó el doctor Solare en el aparato en la vitrina de una tienda.
—Yo creo que la plaga fue causada por una fuerte radiación proyectada sobre algunos lugares de la tierra por naves extraterrestres —afirmó el ingeniero Maurin—. O, quizás, ejércitos terroristas probando armas secretas produjeron fenómenos extraordinarios como seres humanos sin cara, sin manos y sin cráneos, los cuales, por su geometría, rareza y originalidad, podrían resultarnos de una belleza monstruosa.
—Tal parece que asistimos a la eclosión de una generación de entes invisibles, o sea, de criaturas camufladas con su entorno.
—Hay sectores del Instituto que suponen que la invisibilidad fue producida por la manipulación masiva de metamateriales arrojados a la atmósfera por grupos militares, criminales o religiosos, o por miembros de una orden secreta.
—A continuación un comunicado de la “Préfecture de Police”, que acaba de notificar que gente que se creía desaparecida ahora se prepara para reclamar seguros médicos y derechos laborales —dijo la reportera de televisión—. El problema es que los documentos que presentan no pueden ser verificados por los funcionarios ya que los retratos no pueden cotejarse con los rostros originales.
Al entrar al Café des Chiméres, Nicolás lo vio vacío porque no estaba Nicole. Cuchillos y tenedores se movían sin ayuda de manos como si hubiera un convivio de invisibles. En una mesa un pedazo de queso era comido, en otra un helado de chocolate era devorado. Alimentos y bebidas desaparecían de platos y copas como si se consumieran a sí mismos. Sentado solo, Nicolás cogió un periódico atrasado de una silla. En la primera plana venía la noticia de la muerte de Papá Cobra: “Ce n’est un mystére pour personne: avec son mort un monstre du crime disparait”.
—¿Café, señor? —le preguntó la mesera.
—Creí que nadie me veía.
—¿Las personas invisibles pueden ser vistas por otras o pasan de largo sin notarse? —preguntó ella.
—¿De dónde habrán salido tantas moscas? —él las ahuyentó de un pastel—. En la Grande Galerie de l’Evolution había tantas que no cabían en la mirada.
—¿Qué le sirvo?
—Café au créme —la voz tímida de Nicolás apenas se oyó. Los suspicaces habituales voltearon a verlo. Él los reconoció por los cigarrillos que fumaban y por los sacos que llevaban.
—Fait de cruche, stupide —la mesera pisoteó una polilla que se había vuelto basura en el piso.
—Arretez —Nicolás se levantó para protegerla.
—Allez —ella la aplastó con el zapato.
En ese instante aparecieron muchos zapatos. Una multitud de zapatos lo rodeó. Acosado por la zapatería ciudadana, Nicolás no supo para dónde hacerse. Una sinfonía fantástica de jadeos y voces a lo Berlioz brotó de un radio. No cabía duda, cientos de ojos lo escrutaban como si su visibilidad fuera monstruosa.
—Nicolás —lo nombró una voz. De inmediato la falda blanca, la blusa púrpura y el pelo lacio le recordaron a alguien. En las manos llevaba un ramo de rosas centifolias.
—¿Esther?
—Qué bien que te encuentro; me costó mucho trabajo identificarte entre tanto invisible.
—¿Tía Esther?
—Soy Esthercita, su hija. Ella falleció hace tres meses en un hospital de Lyon. Tenía un retrato tuyo en las manos. Te quería mucho.
—¿Por qué hasta ahora me lo dices?
—Pensé que no te importaba la noticia.
—¿Cuándo llegaste a París?
—Ayer. Pero no importa, tengo un recado para ti: tu madre ha muerto.
—¿Cómo lo sabes?
—Me estaba quedando con ella, y hoy, cuando volví del súper, la hallé muerta en el piso.
—¿Qué le pasó?
—Otro día te cuento, tengo prisa, regreso a Lyon, ¿entendiste? Suzanne ha muerto, su cuerpo está en una casa de pompas fúnebres, pero no vayas, están preparando el cadáver, ¿entendiste?; me marcho a Lyon, aquí te dejo el ramo de rosas que mandó un tal Brancila.
—No te vayas todavía —él arrojó el ramo al suelo.
—Lo siento, murió tu madre, te hablo por teléfono mañana desde Lyon, puedes estar tranquilo, no sufrió, sus últimos pensamientos fueron para ti —la prima parecía un pato perdido en la multitud.
Exhausto, Nicolás se sentó en la banqueta, la cabeza entre las manos. No sabía si llorar o reírse. Cayeron gotas de lluvia. A su alrededor se abrieron paraguas. Poco antes los había visto cerrados. Arrebató el impermeable de una niña. El robo fue breve. La lluvia cesó. Los paraguas se cerraron. Devolvió el impermeable a la niña.
—Clac, clac, claque, claquement, claquemurer, claquer, dans un monde si étroit que le corps claque, clac, clac.
Nicolás siguió el ruido que se dirigía al Pont Neuf. No salía de unas manos, sino de los pies de un corredor de alta velocidad con las piernas amputadas debajo de las rodillas. El corredor invisible corría tan rápidamente con las piernas prostéticas de fibra de carbón que rascaba los adoquines. El claqueo hizo pensar a Nicolás en cubos de hielo chocando uno contra otro en una heladera. Por su velocidad era difícil seguirlo. El corredor se detuvo en el Pont Neuf. Ahí la policía había arrebañado entre barreras de metal a la multitud procedente de Notre Dame. Dividida en columnas delgadas, se había juntado con la del Arco del Triunfo.
—Pierre, ¿dónde estás? —preguntó una voz por un teléfono móvil.
—Aquí, por la Samaritaine —respondió éste con los ojos cubiertos con gafas doradas.
—Procede —fue la orden.
Deseosas de oír al Imperator, las criaturas invisibles ocupaban los extremos del puente y los quais del Sena. En las tiendas de la Mégisserie, las mascotas ladraban y maullaban. Entre los techos y las antenas volaban canarios, loros y halcones, y aves del cielo parisiense como las Hirondelles de fénetre y los Martinets noirs.
—Hermanos Rosacruces, yo, Christian Rosencreutz, os digo, sobre las cenizas de las eras muertas, el hombre original ha renacido —comenzó a decir el Imperator desde el balcón semicircular. Dentro de los vehículos, la policía desplegó sus armas.
Indiferente a la arenga, Pierre el Fantasma se desplazó entre los agentes de la Direction centrale du reinsegnement intérieur y los reporteros y fotógrafos que tomaban imágenes. Tranquilo se posicionó en un lugar desde el que podía ver al Imperator rodeado de oyentes.
—Caballeros de la Piedra de Oro, prestemos juramento de fidelidad y obediencia a estos artículos: Mantener el orden, que es el de nuestro Dios, vuestro Creador, y de su servidora, la Naturaleza, sin obedecer al diablo, ni a cualquier otro espíritu. Ayudar a aquellos que necesitan ayuda y son dignos de ella. Odiar todo desenfreno, toda lujuria, toda impureza, sin manchar vuestra Orden con la práctica de vicios semejantes —bajo el sol poniente, como un fulgor rojizo, el Imperator hablaba a sus fieles. En las calles paralelas al río, vehículos militares se posicionaron y hombres en trajes de camuflaje descendieron.
—¿Sabes algo de él? —le preguntó Pierre el Fantasma a Nicolás.
—Un poco.
—¿Es un andrógino mutante?
—¿Le vas a volar los sesos?
—Órdenes son órdenes.
—¿De qué gobierno?
—De los servicios de inteligencia.
—La ciencia suprema es la de nada saber. Hermano Christian Rosencreutz, caballero de la Piedra de Oro. Cada uno escriba lo que mejor le parezca —profirió el Imperator.
Pierre el Fantasma alzó el rifle y apuntó a la rosa roja del Imperator, debajo de la cual estaba su corazón. Se oyó un disparo. Sangre fluyó del agujero negro que era la boca del sicario. A unos pasos Iohannes le apuntaba con una pistola. Miembros de la Orden cubrieron con sus cuerpos el espacio donde había caído Pierre el Fantasma, tratando de aparentar que no había pasado nada. Nicolás miró hacia el balcón. El Imperator había desaparecido. Apesadumbrado, siguió a la masa de Rosacruces invisibles hasta los Campos Elíseos. Los miembros de la Orden iban a congregarse en el Arco del Triunfo. Los que subieron a la terraza, vistos detrás de los barrotes, parecían ropas negras sin contenido. Unas veces estaban inmóviles, otras se desplazaban. Un sol radiante invadía la ciudad como un finale musical glorioso. Nicolás atravesó la avenida. Corto de aliento, subió la escalera en espiral. Se cruzó con una mujer que bajaba. Falto de luz, vio el contorno de su cuerpo. Al precisarse su silueta, su corazón latió con fuerza. En su cara invisible sus ojos fulguraban, sus labios se curvaban en una sonrisa.
—¿Cómo has estado? —preguntó él.
—Estoy encinta.
—¿De cuántos meses?
—De veinticinco.
—¿Soy yo el padre?
—No.
—¿Eres Nicole?
—Ella me dijo que viniera a verte.
—¿Dónde está?
—No te preocupes, ella te buscará pronto —la mujer sacó un cigarrillo.
—¿Te lo enciendo?
—Por favor —de sus labios invisibles pintados de rojo salió humo.
—¿Puedes decirle…? —cuando él le extendió la mano, ella se había esfumado.
Nicolás salió a la terraza. En una cabina, sentado en una silla de plástico, estaba el Imperator invisible. A través del vidrio sus ojos parecían carbunclos. Sobre el barrio de La Défense se ponía un sol furibundo. En torno suyo las sombras de los barrotes se proyectaban sobre las paredes blancas. En el horizonte París anochecía. Allá abajo ríos de coches prendían calaveras rojas. Nicolás sintió frío. Cuerpos y cosas se internaban en la invisibilidad.
—Algo raro ha pasado. Nicole y Valerie, Petru Margul y el hombre invisible, el murciélago volando entre las gárgolas de Notre Dame y la vieja del crucigrama en el autobús 63, Tiberiu Bratu, Moses y Suzanne, los hermanos Cobra, Vivianne y Pierre el Fantasma, y hasta los caballeros Rosacruces, todo es fantástico —Nicolás, sentado en un camastro de un cuarto mal iluminado, clavó la vista en las puntas de sus zapatos, oprimimiendo su diario contra el pecho—. Cansado de andar, cansado de hablar, cansado de ser lo que no soy, me despido de mí. Esta mañana la ciudad amaneció invisible: aves, animales y gente, y yo, el invisible, soy el único visible.