Entre las tumbas de los muertos del cementerio de los Santos Inocentes caminaron los invisibles sobre cenizas. Por las calles lodosas fueron dejando sus huellas. De las paredes brumosas se desprendieron como siluetas amarillentas sólo perceptibles al ojo por el vaho que exhalaban a lo largo de calles estrechas y sombrías. Algunos entraron a París por la puerta de Saint-Honoré siguiendo un camino de tierra a través de los campos desde el burgo de Ville-l’Éveque y el villorrio de Roule hasta llegar al puente de piedra. Otros, como en el pasado los reyes, entraron a la ciudad por la puerta de Saint-Antoine.

Los primeros en avistarlos fueron los vigías de la torrecilla del fortín del recinto de Charles V y el vigilante nocturno del Grand Chatelet, quien desde la torre redonda vigilaba el Sena y la Rue Saint-Denis. Aquellos que siguieron sus siluetas pálidas por Rue de la Croix, que iba de Vertbois a Rue de Pont-aux-Biches y Rue de Notre-Dame de Nazareth, hasta las puertas del convento de las Filles de la Madeleine, dites Madelonnettes, al principio creyeron que se trataba de fantasmas de soldados de la guerra entre la Liga Católica y la Evangélica, que hacía estragos en Europa central, o de las almas en pena de los miles de fallecidos de las pestes, o de los desconocidos de la morgue asesinados en las vías públicas, pero al acercarse a ellos se dieron cuenta de su corporeidad.

Una nata neblinosa cubría la place Royale, la fortaleza de la Bastilla, el juego de pelota de la Croix-Noire, el Pont-Neuf, el Hospicio de los Enfants Bleues, el Hospital de la Trinidad para peregrinos, los mercados de Saint-Denis, el convento de los Blancs-Manteaux, la iglesia de los Santos Inocentes, Notre Dame de París, la puerta Saint-Germain, el Arsenal y el fétido y siniestro Grand Châtelet, como si el Todopoderoso hubiese desparramado sobre el cielo de París una yema de huevo podrido.

El calendario Gregoriano del año 1623 había comenzado en domingo. Francia, Saboya y Venecia habían firmado el Tratado de París para arrojar a las fuerzas españolas del territorio de Valteline. La defenestración de Praga de 1618, en la que los “herejes” arrojaron por las ventanas del castillo a los emisarios imperiales sobre un lecho de estiércol, había sido un detonante de la Guerra de los Treinta Años, pero Federico V, elector palatino, jefe de la Unión Evangélica y rey de Bohemia, el “rey de invierno”, en 1620 ya había sido vencido en la batalla de la Montaña Blanca y privado por los españoles del Palatinado, exilándose en La Haya.

En Francia reinaba Luis XIII, hijo de Enrique IV y María de Médicis. La reina madre había pasado los últimos años urdiendo complots y levantando ejércitos contra su hijo para derrocarlo. El rey, nacido en Fontainebleau el 27 de septiembre de 1601, se sentía orgulloso de su petit chateau, un cortijo de caza que había construido en el bosque del palacio de Versalles. En 1622 el papa Gregorio XV había proclamado cardenal de Richelieu a Armand-Jean Du Plessis. Mas nadie estaba preparado para la extraña invasión de invisibles que sufrió la villa de París la noche del 3 de marzo, cuando sus figuras clamando poderes mágicos colocaron en puertas, paredes, plazas, puentes, postes, mercados y cruces de caminos carteles misteriosos:

Nous deputez du College principal des Freres de la Roze-Croix, faisons sejour visible et invisible en cette ville, par la grace du Tres-haut, vers lequel se tourne le coeur des Iustes. Nous monstrons et enseignons sans livres ny marques á parler toutes sortes de langues des pays oú voulons estre, pour tirer les hommes nos semblables d’erreur de mort.

[Nosotros diputados del Colegio principal de los Hermanos de la Rosa-Cruz, pasamos una temporada visible e invisible en esta villa, por la gracia del Muy Alto, hacia el cual se vuelve el corazón de los Justos. Nosotros mostramos y enseñamos sin libros y sin signos a hablar toda clase de lenguas en los países donde queremos estar, para sacar a los hombres nuestros semejantes de error de muerte.]

Llegada la noche, un invisible salió de una casa cuya puerta de entrada tenía una barra de hierro, se paró delante de una escalera estrecha con una rampa de madera maciza, miró la pieza baja que le servía de cocina y de recámara y salió a la calle. Desde la ventana del corredor de la primera planta de la casa, otro invisible lo vio salir y poco después lo siguió por Rue Volta y Rue Réaumur, hasta girar ambos a la izquierda por Rue Bailly. Por las huellas que ambos dejaban en el fango se supo que de la Rue Neuve-Saint-Saveur siguieron hasta la Cour des Miracles, adosada a la muralla, y se perdieron por callejuelas que formaban un ovillo fangoso y hediondo. La corte de los mendigos, ladrones y prostitutas era visitada de noche por un ejército de faux orphelins, faux sinistrés, faux soldats amputés, faux estropiés, faux aveglues, faux malades, faux pelegrins… qui vivaint sur Paris come de la vermine. Los invisibles pasaron entre ellos sin mostrar temor por su jefe Le Ragot o Grand Coesr, el cual presintió su presencia con el hocico abierto.

Otras criaturas transparentes emergieron del albergue L’Image Notre-Dame y de un cabaret con la enseña de la Cage de Fer. Pasaron por el monasterio de los Capuchinos, las caballerizas del rey y la iglesia de los Celestinos, con sus piedras tumbales de mármol y sus epitafios de personajes inhumados ahí. En la primera plaza, unos soldados vestidos de hierro con cuernos y guanteletes, y otros vestidos de rojo, varios tuertos y cojos, o con las manos y las narices cortadas, se pusieron a seguirlos, intrigados por saber adónde se dirigían, o quizás con la intención de desvalijarlos. Un falso soldado parado en una puerta, a guisa de portero, guardando un sótano en cuyas paredes colgaban herramientas de madera, piedra y hierro para picar, rajar, cortar, acuchillar y quemar, denunció con un tambor el ruido de sus pasos cuando iban debajo de las enseñas de los albergues, hasta que, al llegar al mercado de los pájaros, detrás del puente de los Orfèvres, se quedó estupefacto porque uno de ellos dio un manotazo y levantó un ave. Y como el extraño montaba a caballo, el falso soldado sólo pudo ver al ovíparo flotar en el aire.

El invisible detuvo su marcha en el patíbulo de la place de Gréve donde el retrato de un bohemio fugitivo de la batalla de la Montaña Blanca estaba colgado en efigie. No era el rey Federico V ni Iohan-Amos Comenius, sacerdote y magister, quien en unas semanas, durante el saqueo de Fulnek por las tropas imperiales, perdería familia y casa, y su biblioteca sería quemada en la plaza pública.

El invisible se dirigió al río Sena con el fin de reunirse con otros invisibles. Todos juntos navegaron por el río en un barco que transportaba madera, vino, cereales, rosas rojas y peces de mar y de agua dulce. Seis invisibles envueltos en la bruma pasaron los seis puentes del Sena. Catorce más entraron por las catorce puertas de París. Todos atravesaron un muro de niebla, y se esfumaron.

No todos los invisibles se desvanecieron. A dos o tres se les vislumbró dirigiéndose al cementerio de los Santos Inocentes, bordeando la iglesia del mismo nombre. A otros se les vio avanzar pegados a los altos muros por las calles de Saint-Denis y de la Lingerie, de la Ferronerie y aux Fers, hundiendo los pies en el lodo fétido y soportando los hedores de los charniers o pudrideros situados sobre las arcadas, en cuyos techos y bóvedas las osamentas de los recién fallecidos se secaban al aire libre.

Atravesando el cementerio los invisibles pasaron junto a las fosas comunes y las tumbas particulares, las capillas y las torres bordeando las galerías con los osarios, pero siempre evitando el encuentro frontal con el horrible esqueleto de alabastro de la Mort Saint-Innocent. Pasearon por los campos mortuorios que recogían los muertos de las parroquias, les trepassés de l’Hôtel-Dieu et les pensionnaires de la Morgue, los cuerpos de los asesinados, los ahogados del Sena y las víctimas de epidemias.

Como sombras transparentes se les percibió bajo las luces tristes que alumbraban la villa de noche, la del Grand Chatelet, la de la torre de Nesle y la del cementerio de los Santos Inocentes. “¿Por qué deambulaban los extranjeros por las arcadas que rodeaban el cementerio en donde se apilaban las calaveras y las osamentas de tanto muerto? ¿Qué buscaban entre los miserables que cantaban y oraban arrodillados sobre las tumbas frescas? ¿Querían librar a un occiso de los tormentos del Purgatorio? ¿Hallar el cadáver de un pariente malhechor ejecutado en la place Maubert? ¿Entrever a una lánguida hija hospitalaria de Sainte-Catherine, obligada a lavar el cuerpo de un asesinado en la vía pública, cubrirlo con una mortaja e inhumarlo en el cementerio? ¿Acaso buscaban los restos del fundador de su orden entre los cadáveres anónimos? ¿O ya cerca de Rue de la Friperie planeaban comprar en las boutiques ropas baratas para vestir su desnudez?” No importaba. “La tierra visible del cementerio se comerá la carne de los invisibles en nueve días”, decía la gente.

El sentimiento de que criaturas invisibles al ojo vagaban por las calles, entraban a las casas, se sentaban a las mesas de las fondas y dormían en los albergues sin que nadie supiera dónde estaban, quiénes eran o qué querían, y sin que pudiera precisarse su sexo, edad y origen, fue causa de inquietud en el pueblo y tema de conversación en plazas y mercados. Hasta en el cabaret Trois-Pigeons, donde había dormido Ravaillac la víspera del día en que mató a Henri IV, fue causa de risa. La posibilidad de que desde ventanas, puertas y tejados personajes invisibles acecharan a parroquianos visibles produjo tal desasosiego y alarma entre los habitantes que más de un hombre celoso acuchilló el vacío creyendo que un amante invisible yacía en la cama con su mujer o la espiaba en el retrete mientras hacía sus necesidades.

Ninguna esposa, hija o hermana estaba a salvo de los invisibles. Ni los mancebos, pues se ignoraban las inclinaciones sexuales de los recién llegados. La sospecha de uno hacia otro se propagaba de tal manera que todo hombre que no pudiera acreditarse a sí mismo corría peligro de ser acuchillado. Los ciudadanos dormían con mosquetes al lado de la cama dispuestos a lanzarse contra cualquier invisible que osara violar la santidad de su recámara.

Los carteles misteriosos provocaron la publicación de comentarios y panfletos sobre una sociedad secreta, la de los Rosacruces, cuyos miembros nadie podía ver, pues como ellos mismos decían en la Confessio Dios había envuelto a los hermanos en su “nube” de manera que ninguna persona pudiera verlos o reconocerlos, “a menos que poseyera ojos de águila”.

Copias manuscritas del manifiesto pasaron de mano en mano. El historiador Gabriel Naude escribió una Instruction á la France sur la verité de l’histoire des Fréres de la Roze Croix para explicar a sus conciudadanos “la premiere cause de cette bourrasque, laquelle souffle maintenant dans nos campagnes, nous trouverons que le bruit de cette confraternité s’etait espandu depuis peu par l’Allemagne, quelques Professeurs, Médecins et personnes studieuses de cette ville avoient eu cette curiosté que d’en rechercher la cognoissance, par le moyen des livres nouveaux qui leur ‘etoient communiqués par les Libraires aprés leur retour de la foire de Francfort”, y prevenía a los crédulos contra “ces tenebrions et Anacritiques Frères de la R. C. aprés vous avoir alleché avec leurs images, figures, titres specieux, triangles, et mysterieux Iehova” [estos tenebrosos y Anacríticos Hermanos de la R. C. que os han engolosinado con sus imágenes, figuras, títulos especiales, triángulos y misterioso Iehová].

Para informar sobre su arribo apareció La Neufisme tombe du Mercure Francois, ou, Suite del’Histoire de notre temps sous le regne du Tres Chrétien Roy de France et de Navarre Louys XIII. Simpatizantes y enemigos intentaron esclarecer “el misterio oculto bajo esta Cruz de Rosas”, cuya cruz estaba asociada a la pasión de Cristo y la rosa a la renovación de la vida después de la muerte. Un panfleto anónimo denunció los “Effroyables Pactions Faictes entre le diable et les prétendus Invisibles, avec leur damnables Instructions, perte déplorable de leurs escoliers, et leur miserable fin” [Pactos espantosos hechos entre el diablo y los pretendidos Invisibles; con sus condenables Instrucciones, pérdida deplorable de sus discípulos, y su fin miserable].

Los treinta y seis invisibles dispersos por el mundo habían recibido públicamente de la mano de su maestro la marca de los Magos. Con su jurisdicción de seis en seis —seis en España, seis en Italia, seis en Francia, seis en Alemania, cuatro en Suecia, dos en Suiza, dos en Flandes, dos en Lorraine, y otros en la Franche Comté—, los Hermanos Rosa Cruz habían renunciado al bautismo y a la esperanza de la resurrección.

“No obraban prodigios por la vía de los buenos ángeles, como pretendían, sino que era el demonio el que les daba su poder para transportarse a sí mismos de un extremo a otro del mundo con la velocidad del pensamiento; para hablar todas las lenguas; tener sus bolsos siempre llenos de dinero, sin importar lo que gastaran; para ser invisibles y penetrar en los lugares más secretos, a pesar de impedimentos de cerrojos y barrotes; y para ser capaces de ver el pasado y el futuro.”

Los seis destinados a París se alojaron por separado para evitar sospechas, sin dejar de comunicarse entre ellos cada día en el lugar donde su pensamiento los llevara, fuese sobre el monte Parnaso cerca del Diablo de Vauvert, hacia las columnas de Montfaucon, las canteras de Montmartre, o a lo largo de las fuentes de Belleville. Los libros sobre ellos se vendieron con rapidez, ansioso el mundo por saber algo de esta terrible y secreta hermandad de los invisibles. Incluso los badauds, alarmados por su presencia, diariamente esperaban descubrir a sus archienemigos caminando in propria persona entre ellos.

Cuando se difundió que los invisibles residían en el Marais du Temple, el barrio adquirió mal nombre. La gente no quería estar en casa por miedo a toparse con ellos hurgando en sus moradas en busca de cierta piedra de oro. Entre el pueblo menudo se propagó el rumor de que personas de aspecto extraño visitaban los albergues, los restaurantes y los figones de Rue Saint-Denis para comer carnes ahumadas, pichones, perdices, codornices y aves de corral, y para beber vinos finos, desapareciendo a la luz de las candelas con sus sacos de viaje cuando el propietario llegaba con la cuenta. “Merci. Tu as bien gagné ton argent!”, se burlaba una voz sin cuerpo. Aunque los hoteleros exigieron a los huéspedes que al comienzo de su estancia pagaran la pieza, la madera y el alimento, al paso de los días se encontraron con que el dinero guardado en sacos debajo de la almohada desaparecía. Hasta los caballos vendidos en el mercado cercano a la fortaleza de la Bastilla al ser transportados por el comprador hacia los establos subterráneos del albergue la Herse d’or, al descender por la rampa sobre el lado izquierdo del patio, se volvían ojo de hormiga. Dóciles doncellas durmiendo en Rue de Petit-Musc (deformación de Pute y musse) despertaban de noche abrazadas a hombres más bellos que el Apolo griego, quienes se hacían invisibles cuando sonaba la alarma.

Rumores corrieron de que en una casa de Rue du Pas-de-la-Mule algunas personas hallaron montones de oro y de piedras preciosas sin conocer su procedencia, como si las piezas turcas, las coronas españolas, las perlas y las joyas salieran sin cesar del tesoro real o de las manos de los cambistas de monedas del puente de los Orfèvres.

Todo París estaba inquieto. En las calles las linternas colgadas de cuerdas, y las lamparillas con gruesas bujías, ardieron hasta apagarse. Ningún hombre estaba a salvo del poder de los invisibles, ninguna virginidad segura, ninguna esposa bien guardada. Los invisibles andaban sueltos. Y como en una casa del Marais du Temple se halló una carta en código, el rey mandó a Antoine Rossignol descifrarla. Encerrado cuatro días con sus noches en la Torre de Nesle, el que sería el más grande criptógrafo de su tiempo emergió con una revelación no menos enigmática que el mensaje cifrado:

No hay prisa en levantar el Velo.

La Naturaleza con Elementos Visibles

Protege el Misterio de lo No-Visible.

Aquel que revele su misterio dominará la Tierra.

Otro invisible contestó:

La Máscara que cubre nuestra Cara

Oculta la Transparencia de la Materia vana.

Sólo aquellos que perciben lo Invisible

Son capaces de apreciar lo Visible.

El rey se quedó en las mismas. Una generación de Rosignols llegó a poner el código de le Grand Chiffre al servicio de la Corona francesa para interceptar las misivas de los Rosacruces. En medio de la conmoción general, apareció un segundo manifiesto:

Nosotros Diputados del Colegio de la Rosa-Cruz aconsejamos a todos aquellos que quieran entrar a nuestra sociedad y congregación, y lleguen a enseñarse en el perfecto conocimiento del Muy Alto, en nombre de quien estamos hoy reunidos, nosotros los haremos de visibles invisibles, y de invisibles visibles, de modo que puedan ser transportados por los países extranjeros donde el deseo los lleve.

Los lectores advertían que ellos podían adivinar sus pensamientos. Si alguien quisiese comunicarse con los Rosacruces, inducido por la voluntad de inscribir su nombre en el registro de la hermandad, ellos, jueces de los pensamientos humanos, los convencerían de la verdad de sus promesas. Por esa razón, no podían revelar al mundo el lugar de su morada.

Gabriel Naude escribió que el sentimiento popular hacia los Rosacruces creció tanto en Francia que se propagó por el país con la ferocidad de un huracán. Noticias fantásticas cruzaron las fronteras. Henricus Neuhusius afirmó en Advertissement pieux et trés utile des Fréres de la Rosee-Croix que había tres colegios Rosacruces en el mundo. Uno en la India “en una isla flotando en el mar”, otro en Canadá, y el tercero en París, en ciertos lugares subterráneos. Algunos creyeron que los Invisibles estaban del lado de Dios; otros, del Diablo.

El barullo duró un año. Los elusivos Rosacruces abandonaron Francia tan invisiblemente como habían llegado. Se fueron, pero no se fueron, porque en otras partes de Europa siguieron enseñando a sus miembros las técnicas para alcanzar la invisibilidad. Elias Ashmole heredó una receta para caminar invisible, y el masón John Macky enseñó cómo un hombre podía hacerse transparente. Corrió la voz de que en la flota de diez barcos holandeses que partió a la conquista de Perú se embarcaron dos de los seis invisibles para buscar una piedra de oro, y que, en julio, cuando el barco Anne dejó Inglaterra rumbo a New Plymouth, entre los colonos hubo dos Rosacruces, los cuales establecerían en Manhattan la Compañía Neerlandesa de las Indias Occidentales. Otro invisible se quedó en Francia para participar en Citeaux en las reformas de los monasterios de Saint-Augustin, Saint-Benoit y Cluny. Otro más, por la Vía Antigua se dirigió a Roma disfrazado de prelado del Sacro Colegio para asistir al cónclave de los 55 cardenales que el 19 de julio elegiría papa a Matteo Barberini bajo el nombre de Urbano VIII.

A comienzos de agosto siete invisibles pagaron en coronas españolas a un cochero para que los llevara a Rouen, porque habían oído que ahí se encontraba la piedra de oro. Temprano en la mañana, un coche jalado por cuatro caballos dejó París. Desde Roma, el que se hizo llamar Imperator de la Fraternidad mandó un mensaje secreto a sus seguidores. Descifrado por Rossignol, decía: “Atención, hermanos, los invisibles que hoy abandonamos esta villa regresaremos un día para ocuparla”.