Veneno puro
Cuando se conocieron, Paul Verlaine tenía veintisiete años, estaba casado y era un poeta bastante famoso, mientras que Jean Arthur Rimbaud tenía dieciséis años y era un oscuro provinciano que escribía versos turbadores. Se encontraron en París, en septiembre de 1871; dos años más tarde, Verlaine intentó matar a tiros a Rimbaud. Entre medias se extiende la agonía de una pasión perversa y degradante. Fueron, como dijo Rimbaud, compañeros de infierno.
Rimbaud siempre dio miedo. Incluso de pequeño, cuando era un alumno brillante y ejemplar que ganaba todos los premios escolares; pese a su docilidad, los profesores le temían: “Es muy inteligente, pero acabará mal”. Asustaba porque era definitivamente extraño: la locura profunda siempre inquieta. Y Rimbaud, desde luego, no era normal: ni por su mente prodigiosa ni por su intensidad. Había nacido en Charleville en 1854, hijo de una campesina y de un oficial de infantería que abandonó a su mujer y sus cuatro hijos cuando Arthur tenía seis años. No volvieron a verle.
La excentricidad psíquica le venía a Rimbaud por vía materna: sus dos tíos habían acabado trastornados, y su propia madre, Vitalie, era una señora rarísima e incapaz de manifestar el menor afecto. Sin padre, sin dinero en la casa y en manos de esa mujer frustrada y fronteriza, la niñez de Rimbaud debió de ser penosa. Hasta los quince años fue, ya está dicho, un niño modelo. Era tan hermoso que cortaba la respiración: andrógino, delicado, con grandes bucles trigueños y unos ojos claros inolvidables. Un ángel, mismamente. Y de la noche a la mañana se convirtió en demonio.
De repente sucedieron muchas cosas. Sucedió la guerra franco-prusiana: y los alemanes acabaron invadiendo el pueblo de Charleville. Sucedió, en París, el levantamiento de la Comuna. Y sucedió que Rimbaud empezó a escribir versos. El caos exterior de la guerra y la revolución se unió al caos interior de Arthur, y las compuertas de las convenciones se derrumbaron. Asfixiado por su rígida madre, Rimbaud huyó tres veces de casa. Su tercera fuga fue en febrero de 1871, ya con dieciséis años, al París de la Comuna. Fue un viaje terrible: no tenía ni un céntimo y durante varias semanas tuvo que dormir bajo los puentes y escarbar en las basuras para poder comer. Pero lo peor es que al parecer fue violado por los soldados de un batallón; y que, más allá de su espanto como víctima, hubo algo en la degradación y la violencia del asalto que le resultó turbiamente atractivo. La experiencia le dejó destrozado.
Regresó a Charleville y entró en total colapso. No se lavaba, no se peinaba; iba vestido como un mendigo; grababa a punta de navaja “¡A la mierda con Dios!” en los bancos del parque; merodeaba por los cafés a la espera de que alguien le invitara a una copa; blasfemaba y contaba a voz en grito truculentas historias de cómo seducía sexualmente a las perras que encontraba por las calles; llevaba siempre en la boca una pipa con la cazoleta vuelta hacia abajo. En fin, todos los atributos del perfecto chiflado.
Además se pasaba horas en la biblioteca estudiando libros de ocultismo y de iluminismo. En aquellos meses desarrolló su teoría literaria del Vidente: el poeta era un transmisor, un traductor de la divinidad: “Yo soy otro”, decía, probablemente compensando su íntimo sentimiento de enajenación con la explicación de la clarividencia homérica. Llegó a creer que, con ayuda de las drogas y la magia, podía llegar a fundirse con Dios (podía ser Dios) y acabar con la dolorosa escisión entre el Bien y el Mal. Y a ese estado supremo se accedía a través de la infamia y el sufrimiento.
En el verano de aquel mismo año de 1871, Rimbaud, que quería mudarse a vivir a París, envió por correo unos poemas a Verlaine, poeta al que admiraba. Verlaine, entusiasmado con los versos del desconocido, y siempre manirroto y generoso, le mandó dinero para que viniera a la capital y le ofreció su casa: “Venga, querido, alma grande, se os llama y se os espera”. Con tan dulces palabras comenzó el tormento.
Paul Verlaine causaba menos miedo que Rimbaud, y, sin embargo, en muchos sentidos era más peligroso que él. Hijo único, su padre también era oficial del Ejército, pero el hogar de Verlaine había sido mucho más acogedor, más convencional, más acomodado y más burgués. Paul padecía un físico catastrófico: “Era de una fealdad intensa”, decían sus amigos. Tenía una cabeza triangular, un cráneo gordo y prematuramente calvo, una debilísima barbilla de ratón, unos cabellos ralos, unos ojitos tártaros crueles y achinados: hay algo repelente en sus retratos. Mimado e inmaduro, desde muy joven había hecho de su vida un disparate. Sobrio podía ser tierno y desvalido, pero estaba completamente alcoholizado y las borracheras le cegaban de violencia: a los veinticinco años intentó matar a su madre viuda, y más tarde estuvo a punto de hacer lo mismo con su propio hijo, un bebé; con su mujer, y por último con Rimbaud.
En el momento en que empieza nuestra historia, la madre de Verlaine había conseguido casarlo con Mathilde, una linda burguesita de diecisiete años, y la pareja se había trasladado a vivir con los padres de ella, acomodados y respetables, pero no totalmente convencionales: la madre era profesora de música y entre sus alumnos estaba Debussy. Por eso, cuando Verlaine habló de un poeta extraordinario de provincias, los suegros le animaron a que lo invitara. Porque fue a casa de los suegros de Verlaine adonde Rimbaud llegó en septiembre de 1871: sucio, maloliente, peludo, andrajoso y lleno de piojos. Por no hablar de su comportamiento abominable. Cayó fatal a todo el mundo menos a Verlaine, que quedó prendado. Paul era bisexual y ya había tenido relaciones con hombres anteriormente.
A los pocos días Rimbaud se marchó de la casa: la convivencia era imposible. Verlaine lo encontró por casualidad unas semanas después, mendigando muerto de hambre por la calle; acabó alquilando una habitación para él y manteniéndole. Al principio le llevó con sus amigos poetas, pero Rimbaud enseguida se enemistó con todos por sus modos atroces: les insultaba, se reía de sus versos, incluso llegó a atacar a uno de los contertulios con un bastón espada. Paul y Arthur estaban cada vez más aislados y eran cada día más notorios: resultaba evidente que formaban pareja, que eran sodomitas, una actividad infamante para la época. En noviembre, un periódico publicó: “El poeta saturniano Verlaine iba del brazo de una encantadora persona, la señorita Rimbaud”.
Verlaine siempre tuvo miedo de ser débil (lo era) y burgués (también), y el salvaje y visionario Rimbaud le impedía acomodarse y concedía a su absurda y descontrolada vida un sentido trascendente. Pues, ¿no estaban alcanzando las cumbres místicas y poéticas a través de la perdición y la miseria? Ambos eran herederos del Romanticismo e hijos del desorden. Vivían en un mundo que acababa de matar a Dios y de descubrir que el Mal está dentro de nosotros (de eso hablarían poco después Stevenson en su Dr. Jekyll y Mr. Hyde, y Freud en su teoría del psicoanálisis), y, para defenderse de tanto vacío repentino, quisieron construir una nueva razón de la sinrazón. Y así, comían hachís (por entonces esta droga no se fumaba) y se embriagaban concienzudamente con absenta y ajenjo, ansiosos de trascender los límites de una racionalidad que había demostrado no servir para mucho. A Rimbaud, que ya vivía en el delirio, todo esto le llevó a un estado de constante ofuscación: veía salones en el fondo de los lagos, mezquitas orientales en el perfil de las fábricas de París.
Los dos poetas habían construido una relación enferma y sadomasoquista. Rimbaud torturaba a Verlaine de mil maneras: le insultaba, le asustaba cayendo sobre él en un callejón oscuro y contándole los crímenes que pensaba cometer. Un día, en un café, Arthur pidió a Paul que pusiera las manos sobre la mesa para un experimento; y cuando Verlaine las extendió, Rimbaud sacó una navaja y le acuchilló repetidas veces. Después de estos paroxismos, y de las lágrimas de Verlaine, y de las cogorzas, Rimbaud se mostraba tierno y dulce durante un rato; y además se atraían mucho sexualmente. Hay versos encendidos de pasión carnal.
Rimbaud torturaba a Verlaine y Verlaine torturaba a la joven Mathilde. Cuando volvía a casa, borracho y enloquecido, Paul la pegaba bárbaramente. Un día intentó quemarle el pelo, y otro día le hizo cortes con un cuchillo en las manos (las manos, cómo no). Mathilde, espantada, odiaba a Rimbaud: pensaba, no sin razón, que estaba pervirtiendo a su marido. Al fin, una noche de enero de 1872, Verlaine cogió a su hijo, un bebé de tres meses, y lo estrelló contra la pared (el niño se salvó gracias a la mucha ropa que le envolvía); acto seguido intentó estrangular a Mathilde. A sus gritos, entraron los suegros, y a duras penas consiguieron contener a Paul y echarle de casa. Y el caso es que, en mitad de toda esta miseria y esta mugre, Rimbaud y Verlaine escribían sin cesar versos hermosos.
Pese a estar atrapado por su pasión hacia Arthur, Verlaine le temía, y además quería a su mujer. Los dos años que duró la relación de los poetas están llenos de altibajos provocados por las dudas de Paul entre Mathilde y Arthur. Su mujer le amenazaba con divorciarse y él prometía reformarse y enviaba a Rimbaud a Charleville, pero al mes ya le estaba llamando nuevamente. Un día Verlaine salió a buscar medicinas para Mathilde, que estaba enferma, y Rimbaud le abordó y le conminó a que se fuera con él al extranjero. “¿Y mi esposa?”, preguntó Paul. “Que se vaya al infierno.”
En realidad el que se fue al infierno fue Verlaine, que se largó a Bélgica con Arthur, sin equipaje y sin decir nada en casa, Unos días después le mandó una carta a su mujer: “Mi pobre Mathilde, no sufras ni llores; estoy viviendo una pesadilla pero regresaré algún día”. En un postrero esfuerzo conyugal, Mathilde y su madre se fueron a Bruselas a buscar a Paul. Dicen que la muchacha se le metió en la cama, que hizo el amor con él, que le convenció para que volviera con ella. Pero en la frontera el poeta se arrepintió y se bajó del tren. Fue la última vez que vio a Mathilde.
El resto de la relación de Rimbaud y Verlaine es redundante: más maltrato, más lloros, más idas y venidas, más escándalos, más dolor y más locura. Vivieron en Londres; se separaron; se juntaron de nuevo. Mathilde comenzó el proceso del divorcio y amenazó con airear la relación homosexual de ambos. Para entonces, Rimbaud estaba en una crisis literaria y mística: había descubierto que su teoría del vidente no funcionaba, que no podía convertirse en Dios, que por la vía de la degradación sólo llegaba a la demencia (muchos años después su hermana le preguntó que por qué había dejado de escribir, y él contestó que seguir con la poesía le hubiera vuelto loco). Redactó Una temporada en el infierno, una especie de autocrítica poética; y empezó a pensar en dejar a Verlaine. Pero no tenía fuerzas suficientes para hacerlo.
En el verano de 1873 vivían de nuevo en Londres. Rimbaud se comportaba de manera tan feroz con su amante que un día éste no pudo más y se marchó: salió corriendo de casa sin siquiera pararse a coger equipaje, y se subió a un barco que iba al continente. Rimbaud, espantado de perder a su víctima, le mandó una atropellada y apasionada carta: “Vuelve, vuelve, amigo mío, mi único amigo. Te juro que seré bueno”.
Mientras tanto, Paul se instaló en Bruselas y comenzó a escribir a todo el mundo explicando que se iba a matar: a su madre, a la madre de Rimbaud, a Mathilde, a sus amigos. Y a todos ellos les decía: “Sobre todo, ni una palabra a nadie”, como si no estuviera dando cuenta de su suicidio al planeta entero. Mamá Verlaine corrió al rescate de su niño, por supuesto; y los días pasaban y Paul no se mataba. Al fin, el 8 de julio Verlaine telegrafió a Rimbaud pidiéndole que viniera a Bruselas: quería despedirse de él porque se iba a enrolar en las fuerzas carlistas españolas. Rimbaud llegó ese mismo día: sin duda la emoción puso alas en sus pies. Pero, en cuanto se vieron, el veneno volvió a hervir en sus venas: Verlaine ya no quería irse, sino seguir su relación con Rimbaud; y Rimbaud, viendo a Verlaine otra vez entregado, ahora quería dejarle.
Pasaron así dos días infernales, es decir, de lo más habituales en su relación, bebiendo, llorando, gritando y haciendo el amor furiosamente. Al tercer día, Rimbaud decidió irse; y entonces el borrachísimo Verlaine le encerró en el cuarto, sacó una pistola y disparó tres tiros contra él. Una de las balas se enterró en la mano de Rimbaud; otras dos se perdieron en la pared. Al darse cuenta de lo que había hecho, Verlaine salió del cuarto llorando y se echó en brazos de mamá. Entre Rimbaud y su madre le calmaron, pero a ninguno de los dos se le ocurrió hacerse cargo de la pistola. Esa tarde los tres se fueron a la estación: Rimbaud se iba, pese a estar herido. Pero Verlaine seguía borracho y delirante: se acercó a su amigo y, metiendo la mano en el bolsillo donde guardaba el arma, le dijo que en esa ocasión no fallaría. Aterrado, Arthur corrió a pedir ayuda a un policía. Verlaine acabó detenido y Rimbaud en el hospital para curar su herida. El escándalo ya era irremediable.
El 8 de agosto de 1873, Verlaine fue condenado a dos años de trabajos forzados: era la pena máxima para el delito de lesiones, y sin duda se la aplicaron por ser homosexual. De hecho fue sometido a la ignominia de un examen médico, y en el juicio salió que se le habían encontrado signos recientes de sodomía activa y pasiva. Rimbaud, por su parte, fue expulsado de Bélgica en cuanto salió del hospital. Los dos estaban acabados: por entonces la homosexualidad abierta no la aceptaba nadie. Verlaine fue excluido por sus propios amigos de la antología de poetas parnasianos de 1875, en castigo a su comportamiento. Y Rimbaud, que se apresuró a publicar Una temporada en el infierno por ver si así recuperaba cierto prestigio, fue absolutamente aislado por los medios literarios de París. En noviembre de aquel año, Arthur quemó sus manuscritos y dejó de escribir para siempre jamás.
Rimbaud y Verlaine sólo se volvieron a ver una vez, en 1875 y en Alemania, cuando Paul salió de la cárcel; se mantenía abstemio y lleno de buenas intenciones, pero su encuentro terminó con una borrachera formidable y una pelea feroz a puñetazos: Rimbaud le dejó tumbado sin sentido en las orillas del río Neckar. Tras aquella recaída en los antiguos hábitos, Verlaine volvió a la sobriedad y consiguió mantenerse lejos del alcohol durante varios años; pero para 1882 ya estaba de nuevo aferrado a la botella. Sifilítico, borracho y arruinado, se fue convirtiendo en un destrozo de hombre y sus versos perdieron calidad. La muerte de su madre acabó con él: sus diez últimos años los pasó entrando y saliendo de hospitales para pobres. Murió una madrugada de 1896, a los cincuenta y dos años, completamente solo.
También Rimbaud cogió la sífilis, pero su vida fue muy diferente a la de Verlaine. Se convirtió en un aventurero, en un viajero, en un trabajador manual: quiso encontrar la cordura por medio de la acción, de la vida básica y difícil. En Chipre fue capataz en duras canteras y maestro de obras de albañilería. Viajó por Somalia y Etiopía, y en Harar se empleó en una empresa de comerciantes de café. Sólo bebía agua, apenas si comía, trabajaba como una mula y era de una austeridad espeluznante. Exploró regiones desconocidas de África y fue traficante de armas. Había dejado la literatura para convertirse él mismo en un personaje literario, enigmático y perseguido por su destino, conradiano.
En febrero de 1891, y en mitad del África remota, se le declaró un feroz tumor de hueso en la rodilla. Aguantó dolores indecibles creyendo que era reuma, pero al fin tuvo que volver a Francia en el mes de abril y le amputaron la pierna de raíz (esa elocuencia atroz del cuerpo, la mutilación del poeta mutilado). Sin embargo el cáncer estaba ya demasiado avanzado: mes tras mes aumentaba la devastación y el sufrimiento. Prácticamente paralizado, Rimbaud lloraba todo el día: no ya del mucho dolor, sino de pena. Sin duda su vida fue muy triste. Murió el 10 de noviembre de 1891, a los treinta y siete años recién cumplidos; y su antiguo amante no asistió al entierro. En su decadencia final, sin embargo, algo tuvieron ambos en común: preguntados por la literatura, los dos contestaron: “A la mierda la poesía, a la mierda la gloria”.