Hernán Cortés y la Malinche

 

Amor y traición

 

 

 

Éste es el relato de una doble traición: doña Marina, por amor a Cortés, traicionó a su pueblo, su raza, sus costumbres; pero Hernán Cortés terminó traicionando el amor absoluto de doña Marina. Él era un bribón que supo estar a la altura de unos tiempos heroicos. Ella era india y más conocida como la Malinche; es nuestra Pocahontas, o más bien Pocahontas es un pálido reflejo de la Malinche, porque la historia de doña Marina y Hernán Cortés se encuadra en un ámbito inconmensurablemente mayor, entre el fragor de mundos que entrechocan y vastos imperios que se derrumban. Cuando se conocieron, en 1519, doña Marina tenía quince años y Cortés treinta y cuatro.

El conquistador había nacido en Extremadura en 1485, hijo de unos hidalgos pobres. Estudió un par de cursos en Salamanca, en donde aprendió latín y gramática: pero era un muchacho demasiado inquieto para ser bachiller. Con dieciséis años abandonó los estudios y se dedicó a quemar los días. Era vividor, bala perdida, mujeriego; pero también audaz, creativo y ambicioso. Un personaje así tenía que sentirse por fuerza atraído por ese colosal y promisorio Nuevo Mundo que Colón acababa de descubrir. En 1502 se apuntó a una expedición a las Indias, pero ese primer viaje se vio frustrado por un lance amoroso: perseguido por un marido burlado, se cayó de un tejado y se rompió una pierna, perdiendo así la partida de los barcos. Al fin consiguió cruzar el océano y llegar a La Española (Santo Domingo) en 1504. Tenía diecinueve años.

Tuvo suerte: nada más llegar se alistó para luchar contra los indígenas rebeldes (un eufemismo de la época) capitaneados por la cacica Anacaona, y eso le valió un botín de tierras y esclavos. Convertido así en un hacendado, vivió durante cinco o seis años una existencia bárbara y opípara, manteniéndose con el trabajo de sus indios, revolcándose con sus indias (una de las cuales le dio una hija) y entreteniéndose en acuchillarse de cuando en cuando con otros españoles pendencieros, de resultas de lo cual le quedó para siempre un tajo en la boca.

Pero los indios y las tierras de La Española ya estaban todos repartidos, de modo que había que ponerse otra vez a conquistar para aumentar las rentas. Entonces Cortés participó en la toma de Cuba como secretario y tesorero de Diego Velázquez, que luego sería nombrado gobernador de la isla.

Con este Velázquez tuvo Cortés una relación rarísima; al parecer el gobernador robaba y no enviaba a la Corona española la quinta parte de beneficios que le correspondía, y Cortés se unió a los descontentos dispuestos a denunciarle al Rey. En todo ello se mezcló una mujer, Catalina Juárez, una española que era la enamorada de Cortés y hermana de la amante de Velázquez, no sé si me siguen en el culebrón. De resultas de este oscuro embrollo Cortés fue aprisionado dos veces por el gobernador y puesto con grilletes, y las dos veces se quitó milagrosamente las cadenas y consiguió escapar como si fuera un mago. Al cabo alcanzó algún acuerdo con Velázquez: no se volvió a hablar de denuncias al Rey (¿a cambio de qué?) y Cortés cedió y se casó con Catalina, a lo que antes no parecía muy dispuesto. La historia resulta impenetrable, pero deja un regusto de turbios manejos y de corrupción que debió de ser muy habitual en aquellos primeros años americanos.

La conquista de Cuba le había traído a Cortés pingües beneficios, tierras e indios. Pero él quería más: más riqueza, pero sobre todo, a estas alturas, más poder y más gloria. Taimado y truhán, el listísimo Cortés siempre fue un genio de la mentira, la seducción y el engaño. Ahora sobornó a dos consejeros de Velázquez, prometiéndoles repartir con ellos los bienes que “adquiriese y robase” (como dice el padre De las Casas), si aconsejaban al gobernador que le nombrara capitán de la expedición para la conquista de México. Velázquez le nombró, pero luego, temiendo con razón que Hernán le traicionara y aspirara a quedarse él con las nuevas tierras, revocó el nombramiento e intentó apresarle. Pero Cortés se adelantó y partió en febrero de 1519 hacia México con once barcos, quinientos soldados y dieciséis jinetes, no sin antes asaltar y piratear un par de navíos mercantes para avituallarse. Era tremendo.

Arribó a la península de Yucatán y lo primero que hizo fue guerrear contra el cacique maya de Tabasco. Fue una pelea fácil: los indios quedaron aterrados por los caballos, criaturas desconocidas para ellos, que iban cubiertos de cascabeles y armaban un ruido indescriptible. Según la magnífica Historia verdadera de Bernal Díaz del Castillo, que era soldado de Cortés, murieron dos españoles y ochocientos indios. Al cabo el cacique firmó la paz, y, entre otros regalos, les entregó veinte indias, que Cortés se apresuró a bautizar y luego repartió, convenientemente cristianizadas, entre la tropa. Y es que, pese a todos sus otros pecados, o quizá por ellos, Cortés era un católico fanático que se empeñaba en soltar a los indios, a la primera de cambio, inmensos discursos teologales que les dejaban temblando. A menudo, los curas que iban con él (como Aguilar, el traductor) tuvieron que convencerle para que, en el primer encuentro con algún cacique, no se empeñara en hacerle primero escuchar, y luego aceptar, el dogma de la virginidad de María.

Entre esas veinte indias que regaló el jefe de Tabasco había una especialmente hermosa, inteligente y arrogante a la que bautizaron Marina. Los indígenas la llamaban Malinali o bien Malintzin (o, en su corrupción hispana, Malinche), siendo tzin una desinencia que indica rango y respeto, puesto que era la hija de un cacique lejano. La vida no había sido fácil para ella: su padre había muerto y la madre se había casado con otro hombre, el cual, para asegurarse de que la sucesión del poder recayera en su hijo (en el Nuevo Mundo las mujeres ocupaban un lugar prominente y podían ser cacicas), vendió a la niña a un comerciante, que a su vez la vendió al pueblo de Tabasco, en donde había crecido como esclava. No obstante, había conservado su dignidad de aristócrata; de ahí el uso del tzin entre los indígenas y del doña entre los españoles.

Porque para los españoles siempre fue doña Marina. Salvador de Madariaga apunta con penetrante juicio que la ausencia de racismo por parte de los españoles se manifiesta en ese respetuoso y elitista “doña” con que se trataba a las indias de mérito; aunque a mí se me ocurre que tal vez el clasismo fuera por entonces un prejuicio mayor que el de la raza, es decir, que los señores eran respetados como señores en todas partes. Lo cierto es que las indias aristocráticas eran entregadas a los capitanes, y los hijos que éstos tenían con ellas eran reconocidos legalmente y considerados miembros de la buena sociedad española a todos los efectos. Martín, hijo de Marina y Hernán Cortés, llegó a ser comendador de la Orden de Santiago, un privilegio altísimo.

Pero estoy corriendo demasiado. Por entonces, cuando le regalaron a Marina, Cortés se la dio a un hidalgo, Puertocarrero, al que apreciaba especialmente. Pero a los cuatro meses este hombre regresó a España, y entonces Hernán Cortés se quedó con la muchacha. Ella fue su compañera desde 1519 hasta 1524 y sin duda la mujer más importante de su vida.

Para cuando Puertocarrero se marchó, los españoles ya habían descubierto que Marina poseía un don único: hablaba no sólo maya, como los indígenas de Tabasco, sino también náhuatl, el idioma de los aztecas. Se convirtió inmediatamente en la “lengua” o intérprete de Cortés, al principio traduciendo al maya, idioma que luego a su vez traducía el cura Aguilar, y luego directamente al español, que dominó muy pronto. Doña Marina fue una pieza fundamental en la conquista de México. Era inteligente y elocuente, y conocía las costumbres y el país. Era, además, un personaje muy respetado: “La doña Marina tenía mucho ser y mandaba absolutamente entre los indios en toda la Nueva España”, dice Bernal de ella. Era un personaje tan importante que los indígenas empezaron a llamar Malinche también a Cortés, como si él fuera un atributo de ella, y no al revés. Pues bien, doña Marina puso todo ese prestigio, toda esa sabiduría y toda esa experiencia al servicio de Cortés para traicionar a su propia gente.

¿Cómo pudo suceder algo así? No se sabe a ciencia cierta; aunque Marina fue la “lengua” de Cortés, no tenemos un testimonio directo de sus sentimientos o de sus pensamientos. En realidad las crónicas apenas si hablan de ella: está sepultada por ese espeso silencio histórico que rodea a menudo a las mujeres (y a los perdedores). Pero si hizo lo que hizo tuvo que ser por amor. Por una pasión fatal que Hernán procuró avivar por interés. Sostiene Madariaga, y suena sensato, que el español jamás quiso a Marina (ni a ninguna mujer), y que la enamoró para asegurarse de su fidelidad, imprescindible en una intérprete de la que dependía la vida de todos.

Cortés no era guapo. Apenas medía un metro y sesenta centímetros, aunque al parecer tenía buen tipo y estaba delgado y musculoso. Era medio rubiato y de barbas ralas, con facciones correctas y un color de piel ceniciento. Lo mejor debían de ser sus ojos (“amorosos”, los define Bernal), y una personalidad viril, vital, tremendamente seductora cuando quería. Era un marrullero, un mentiroso y bastante ladrón, pero a pesar de que cometió terribles atrocidades contra los indígenas no parecía ser un hombre especialmente cruel para el nivel medio de crueldad que imperaba en su época. Sánchez-Barba sostiene que era un humanista y que llenó el Nuevo Mundo de fundaciones hospitalarias (¿?), pero el libro de Sánchez-Barba es tan hagiográfico que no resulta muy creíble. Lo cierto es que, cuando el Rey de España le ordenó que no repartiera a los indios y que los respetara como personas libres, Cortés se negó a ello. Se diría que era un pícaro de altura, no exento de compasión por el prójimo pero dispuesto a olvidar rápidamente sus escrúpulos cuando le convenía.

Con Marina a su lado, Cortés se lanzó a la conquista del México de Moctezuma. Con sibilina y tramposa habilidad, levantó a todos los pueblos vecinos que estaban sometidos a los aztecas, mientras simulaba negociar con Moctezuma. En la ciudad santa de Cholula, Marina fue advertida por una vieja del lugar de que dejara a los españoles si no quería morir, porque iban a ser emboscados al día siguiente por los aztecas. La Malinche fingió ir a recoger sus cosas y advirtió a Cortés de la celada. Entonces el español pidió a los aztecas 2.000 guerreros para que le sirvieran de porteadores, y los reunió en un patio, tal vez desarmados; y, tras explicarles a través de la lengua de Marina que estaba al tanto de la emboscada que preparaban, los mandó matar.

Marina puso palabras a esta carnicería, y a las humillaciones que recibió Moctezuma, que fue retenido prisionero dentro de su palacio y al final asesinado por su propio pueblo por la cobardía que había mostrado frente a los españoles. No cabe aquí toda la épica, la mortandad, el griterío y la sangre de la conquista de la ciudad de México. Baste decir que, al cabo de múltiples quebrantos, Cortés sitió la ciudad y acabó con el enemigo por medio de la hambruna. Para entonces la guerra había adquirido dimensiones feroces: los aztecas prisioneros eran marcados con un hierro al rojo y repartidos como esclavos o esclavas, y los tlaxcaltecas, aliados de Cortés, cometían tales salvajadas con los vencidos que todos los españoles, Cortés incluido, se lamentan en las crónicas de las horribles matanzas de mujeres y niños (aunque no consta que hicieran gran cosa por evitarlas). En la conquista de México murieron unos 100.000 aztecas, por un bando, y por el otro 100.000 indios aliados y unos 100 españoles. Es decir, que en realidad fue una guerra de indios contra indios, dirigida por la habilidad de Cortés. De hecho, el ejército del conquistador estaba compuesto por 900 españoles y 150.000 indígenas.

Conquistado México, Cortés mandó dar tormento a Cuauhtémoc, el príncipe de diecinueve años que ocupaba el lugar de Moctezuma, para que dijera dónde estaba escondido el oro azteca. Cuentan que Hernán no quería torturarle y que se vio obligado a ello por la presión de algunos españoles: pero lo cierto es que metieron repetidas veces las manos y los pies del joven en aceite hirviendo. No habló, pero Marina debió de estar ahí, esperando, contemplando, callando.

En 1522 apareció de repente en México Catalina Juárez, la esposa de Cortés, llegada inopinadamente desde Cuba. Justo por entonces doña Marina estaba dando a luz a Martín, el primer hijo varón de Hernán, cosa que debió de enfurecer a Catalina, que no había tenido descendencia. Ella y su marido tuvieron frecuentes y públicas broncas, la última a los tres meses de la llegada de la mujer, durante una cena con más gente. Esa misma noche, Catalina apareció muerta en brazos de Cortés. En el juicio de residencia que se le hizo al conquistador años más tarde, varios testigos dijeron que el cuello de la mujer mostraba señales de estrangulamiento. Era una persona asmática y de salud débil, así es que quizá muriera de causas naturales; pero también parece bastante posible que, como muchos de sus coetáneos sostuvieron, Cortés la asesinara.

También en 1522, poco después de quedarse viudo, el emperador Carlos V concedió a Cortés el título de gobernador de la Nueva España, legalizando así su situación: hasta entonces había sido un rebelde contra el gobernador Velázquez. Fue el momento cumbre de nuestro hombre: lo había conseguido todo, riqueza, poder, fama. Un par de años más tarde, el capitán Olid, a quien había enviado al mando de una expedición a Honduras, se levantó contra él, lo mismo que él se había levantado contra Velázquez. Incapaz de permanecer inactivo, Cortés cometió el doble error de encabezar él mismo la expedición punitiva, y de dirigirse a Honduras por tierra. Con él iba Marina, naturalmente.

Iniciaron el viaje en otoño de 1524 y al principio todo marchó bien. Hasta que un día, de repente, “estando borracho”, como dice un cronista, casó a doña Marina con uno de sus capitanes, Juan Jaramillo. Tremenda crueldad la de Cortés: conquistado México, la Malinche ya no le servía. Ella aceptó su destino con la misma callada dignidad y el mismo valor, tan admirado por Bernal, con que había llevado el resto de su vida.

Pero a partir de entonces todo pareció torcerse para Cortés, como si doña Marina hubiera sido el talismán de su buena suerte. El mismo viaje aquel se convirtió en una pesadilla: se perdieron en la selva durante un año, hambrientos y enfermos, y, en el entretanto, los funcionarios que el conquistador había dejado en México le dieron por fallecido y le robaron la hacienda. Se repuso Cortés de aquello y aún viajó un par de veces a España, y se casó por segunda vez, y tuvo más hijos, pero su estrella nunca volvió a brillar de la misma manera. Su vida fue un continuo decaer hasta la muerte, ocurrida en 1547 a los sesenta y dos años.

En cuanto a la Malinche, murió muy pronto, en 1527, tal vez de viruela o de melancolía, después de haber sido una leal esposa para Jaramillo y de haberle dado una hija. Este Jaramillo era un buen hombre; en 1530, siendo alcalde de México y viudo ya de doña Marina desde hacía tres años, le concedieron el altísimo honor de sacar el pendón en la fiesta de San Hipólito, instituida para celebrar el triunfo de los españoles sobre los indios: y él, para no tener que participar en la ceremonia, se ausentó de la ciudad (“quizá por respeto a la raza de su mujer”), con gran escándalo e indignación de las fuerzas vivas. Así de profunda y de perdurable debió de ser la influencia que ejerció en su entorno esta mujer, esta india principesca que, pese a haber muerto a los veintitrés años, se ha hecho un hueco en la Historia con el denso y sugestivo enigma de su vida.