Mariano José de Larra y Dolores Armijo

 

Atracción fatal

 

 

 

Cuenta la leyenda oficial que Mariano José de Larra (1809-1837), el mejor representante español del Romanticismo, fue un hombre tumultuoso, emotivo y doliente, como corresponde al tópico del romántico; y que, en la flor de la edad y en la cumbre del éxito, enloqueció por una mujer casada y se voló la cabeza de un disparo por pura desesperanza enamorada. Pero las leyendas, ya se sabe, esquematizan y a menudo traicionan la realidad. La vida de Larra tiene muchos más ingredientes, más matices. Y un buen puñado de enigmas sin resolver.

Era un joven bajito, atildado, fastidioso, un petimetre. Los grabados le muestran con mofletes carnosos, boca floja, ojos grandes pero ahuevados. Un rostro blando y algo bovino rematado por un absurdo copete de pelo en el que cada rizo estaba atusado con precisión maniática. Era tan primoroso, tan obsesivamente recolocado al vestirse y peinarse como suelen serlo los adolescentes enamoradizos que se sienten feos. Feíllo sí que debía de ser, o más bien poco sexy para las mujeres; en cuanto a la adolescencia, tengo para mí que, en el terreno emocional, nunca llegó a abandonarla. Intelectualmente, sin embargo, era un monstruo, un portento. Fue un niño prodigio y un adulto precoz. Sus textos, brillantes y profundos, siguen hoy vigentes. No hay nada en ellos de esa blandura que parece deslizarse por sus mejillas.

Larra era el hijo único de un médico culto y extravagante, el doctor Mariano de Larra, un ardiente afrancesado partidario de José I, alias Pepe Botella, el rey que el invasor Napoleón impuso en España. Por entonces la sociedad española vivía un agitado pulso entre la modernidad y el inmovilismo, entre la reacción cerril y una apertura hacia el progreso que nunca llegó a cumplirse cabalmente, lo cual nos descolgó durante más de un siglo del desarrollo histórico europeo. Dentro de ese marco, ser afrancesado era una opción política más que patriótica, hasta el punto de que la guerra de la Independencia tuvo mucho de guerra civil, como lo demuestra el hecho de que un hermano del doctor Larra murió luchando contra los franceses, mientras que él se hizo médico del ejército invasor. De modo que, cuando Napoleón fue derrotado en 1813, la familia Larra se vio obligada a huir a Francia.

El pequeño Larra tenía a la sazón cuatro años, y aquello debió de ser el principio del final. Quiero decir que hasta aquel momento había sido la joya de la casa: era hijo y nieto único (en Madrid vivía con sus padres y sus abuelos), un niño rico y previsiblemente muy mimado. Pero de pronto fue sometido a un éxodo durísimo, y luego abandonado, interno durante cuatro años en un colegio de Burdeos, en donde es de suponer que las cosas no le fueron fáciles: era demasiado inteligente, demasiado sensible y extranjero. Algunas personas pierden así de temprano el paraíso y luego el resto de sus vidas es decaer.

Cinco años más tarde los Larra regresaron a Madrid al abrigo de una amnistía, y para entonces el niño apenas si recordaba el idioma español. De nuevo era diferente: un afrancesado. Por lo visto era un chico serio y triste y apenas si tenía amigos en el colegio. Precoz e interesado en la política, tal vez asistiera en 1823 a la ejecución pública del general Riego, símbolo del liberalismo revolucionario. Eran años malos para los progresistas. En vida de Larra siempre lo fueron, incluso cuando hubo progresistas en el Gobierno.

A los dieciséis años se matriculó en Leyes en la Universidad de Valladolid, pero entonces sucedió uno de los primeros episodios enigmáticos de su vida: al parecer se enamoró como un desesperado de una mujer bastante mayor que él, y de pronto descubrió que era la amante de su padre. Dicen que este sórdido enredo de vodevil, tan novecentista y tan burgués, le partió el corazón. Lo cierto es que abandonó no sólo los estudios, sino también la casa familiar: se fue a Madrid, se buscó un empleo administrativo en el Estado y empezó a vivir por su cuenta.

Todo esto sucedía durante la década ominosa (1823-1833), esa época especialmente infame del reinado de Fernando VII, cuando el reaccionarismo triunfó con mayor rigor: en 1831, por ejemplo, dieron garrote vil a la jovencísima Mariana Pineda por el simple hecho de haber bordado sobre una bandera las palabras Ley, Justicia y Libertad. Pues bien: en esas duras circunstancias, con toda la prensa prohibida, salvo los diarios oficiales, y teniendo tan sólo dieciocho años, Larra se las apañó para publicar, en 1828, un folleto satírico y crítico titulado El Duende. El periodiquillo tuvo una vida errática y en constante enfrentamiento con la censura, hasta que fue clausurado por orden gubernativa pocos meses después. Pero lo insólito es que lograra siquiera publicarlo. El Larra profesional siempre fue un hombre experto y hábil: era en lo personal en donde naufragaba. Mordaz, altivo y desdeñoso, no era un tipo que cayera simpático. Aunque tenía unos pocos amigos muy amigos (Espronceda y el conde de Campo Alange, sobre todo), era demasiado crítico y demasiado misántropo como para poder relacionarse sin conflictos con la gente.

Siempre fue por libre, siempre fue diferente, un desarraigado de su entorno. Era un perfecto hijo del Romanticismo, esto es, un “individualista exasperado”, como dice Umbral en su interesante ensayo sobre Larra. Los románticos destruyeron el antiguo orden establecido (patria, dios, costumbre, moral), y se quedaron solos, desamparados y arrogantes, frente a la negrura: el moderno vacío existencial comenzó con ellos. Esa percepción más bien trágica de la vida se avenía con el temperamento melancólico de Larra, que era un hombre capaz de considerar que todos los días 24 de cada mes eran días nefastos, sólo por el hecho de que él había nacido un 24.

Sin embargo también estuvo lleno de entusiasmo y de energía. De muy joven, por ejemplo, participó en la famosa Partida del Trueno de Espronceda, compuesta por muchachos airados y bohemios que rompían farolas y asolaban las noches madrileñas. Y además amaba su trabajo. Pero sobre todo estaba apasionadamente comprometido con la causa liberal, o, más bien, con la modernización de España. Todo su trabajo se realizó en tiempos muy difíciles y en constante pugna contra el poder, y sus cartas personales están salpicadas de oscuras referencias a secretos y peligros. Era un opositor, un disidente en la cuerda floja.

Tras la muerte de El Duende sacó otro folleto, El Pobrecito Hablador, que le conquistó un temprano éxito. Y luego escribió en La Revista Española, firmando como Fígaro. Sólo tenía veintitrés años y para entonces ya era famosísimo. Siendo como era locamente precoz, se había casado en 1829, a los veinte años, con Pepita Wetoret, una niña bien con la que enseguida se llevó muy mal. Me imagino al hipersensible y emocionalmente necesitado Larra tirándose de cabeza a los brazos de la primera muchacha que le miró. El matrimonio resultó una catástrofe: Larra era un inmaduro que prefería irse a su tertulia del Parnasillo, en el café del Príncipe, antes que estar con su mujer o ganar dinero para la casa, y Pepita era una persona celosa e insufrible. Tuvieron tres hijos, pero el tercero, nacido en 1833, no fue nunca reconocido por Larra. Al cabo, a principios de 1834, Pepita abandonó el hogar, dejando a Mariano José con los niños. Mal que bien, él se hizo cargo de ellos. A veces les cuidaba con mimo paternal; a veces les depositaba durante temporadas en casa de sus padres. Siempre fue bastante desastroso con su vida.

La ruptura final del matrimonio de Larra vino empujada por la relación, conflictiva e intermitente, que éste mantenía con Dolores Armijo. Dolores era una sevillana morena y guapa que escribía poemas y que era la esposa de un tal José María Cambronero. Cuando Larra y ella se conocieron, en 1831, él tenía veintidós años y ella apenas veinte. Los dos llevaban dos años casados, y los dos estaban desencantados de sus cónyuges. Larra, que debía de ser un pardillo con poquísimos conocimientos amorosos, quedó prendado de ella. Y yo me imagino que, al menos al principio, ella también debió de sentirse enamorada.

Y digo me imagino porque Dolores Armijo, la mujer por la que supuestamente Larra se mató, es uno de los mayores misterios de su vida. Los biógrafos apenas si le prestan atención: ha pasado a la historia como una caricatura, como una casquivana incapaz de apreciar el esplendor del amor de Larra, como una beldad coqueta y displicente que le empujó a la muerte. Sin embargo, si se conocieron en abril de 1831 y el escándalo no saltó hasta finales de 1834, es que ella dudó, porfió y temió, con toda razón, entregarse a él.

Al poco tiempo la noticia había recorrido Madrid de cabo a rabo: en aquellos años la ciudad no era más que un corralón reverberante de comadreos y rumores. Tiempo después, rota ya la relación entre ellos, Dolores se quejará ante un intermediario de que el escritor era hombre que “apenas recibía un favor mío iba al café y a las tertulias a contarlo”. Me lo creo: no por grosero alarde de seductor, sino, justo al contrario, por emoción incontenible de pazguato y de feo, por la necesidad de proclamar a los cuatro vientos que la bella le amaba; y también por la inmadura y egoísta ambición de provocar la ruptura entre Dolores y su esposo, para así tenerla toda para él. El caso es que, para principios de 1835, el asunto es público y notorio. El marido de Dolores la saca de Madrid y la destierra a Badajoz. Debieron de ser unos momentos horriblemente amargos para ella.

Y también para Larra, por supuesto, que instaló a los niños con sus padres y salió detrás de ella acompañado por su amigo el conde de Campo Alange. Llegó hasta Badajoz, pero no consiguió verla; entonces siguió viaje hacia Portugal, y luego marchó a Londres, y después a París. Aparentemente iba a cobrar unas deudas de su padre; en realidad estaba huyendo del escándalo y de su propio dolor. Lo más probable es que llegara a plantearse la posibilidad de dejarlo todo atrás y de comenzar una nueva vida en Francia. Porque además, y para esas alturas, Fígaro ya se sentía agotado con la cuestión política.

En 1834, mientras se desarrollaba el melodrama de su vida privada, la vida pública española se había ido haciendo cada vez más asfixiante para él. Fernando VII había muerto a finales de 1833, y, acabada la década ominosa, llegaron al poder los liberales: fue un momento de esperanza para Larra. Pero inmediatamente estalló la guerra civil carlista (el infante don Carlos, hermano de Fernando VII y representante de la España más tenebrosa y reaccionaria, aspiraba al trono que ocupaba Isabel, la hija del rey), y el Gobierno cometió mil errores y se mostró incapaz de frenar la barbarie. Mes tras mes la situación empeoraba. La censura, por ejemplo, era más fuerte que nunca. Exasperado, Mariano José publicó un agudo comentario en La Revista: “Nunca escribo yo más artículos que cuando mis lectores no ven ninguno, de suerte que en vez de decir ‘Fígaro no ha escrito este mes’, fuera más arrimado a la verdad decir el mes que no hubiesen visto ni un solo Fígaro al pie de un artículo: ‘¡Cuánto habrá escrito Fígaro este mes!’”. Sólo en otoño de 1834 le prohibieron seis textos.

Así es que a Larra se le pasó por la cabeza dejarlo todo atrás y mudarse de país y de vida. Empezó a publicar artículos en París, pero a los pocos meses se dio cuenta de que le costaría mucho alcanzar en Francia el mismo éxito que ya había conquistado en su país. Además Mendizábal había llegado al poder en España y las cosas parecían moverse de verdad: “Visto que ha llegado el momento de que mi partido triunfe completamente, no quiero verme detenido aquí”, escribió Larra a sus padres. De modo que, tras medio año de aventura europea, Larra regresó a Madrid. El diario El Español le contrató por 20.000 reales anuales: una fortuna. La vida le sonreía. En enero de 1836 sacó su primer artículo: Fígaro de vuelta. Estaba exultante: “Si alguna cosa hay que no me canse es el vivir”, escribía.

A través de los artículos publicados por Larra en ese año se puede seguir el proceso de su deterioro, el paso atroz desde la esperanza a la desolación. Partidario al principio de Mendizábal, muy pronto la lucidez y la radical honestidad de Fígaro le enfrentaron con él. Criticó, por ejemplo, la nueva Ley electoral, que primaba el derecho de voto de los más ricos: “No hay cosa para elegir como las muchas talegas; una talega difícilmente se equivoca; dos talegas siempre aciertan, y muchas talegas juntas hacen maravillas”, escribió con sarcasmo. De nuevo un Gobierno liberal traicionaba las esperanzas de Larra. El escritor tenía unas ideas demasiado avanzadas para la época: tan avanzadas que sus críticas le enajenaron el apoyo de los liberales más ortodoxos. Empezaron a tacharle de reaccionario, sólo porque denunciaba las inconsistencias del Gobierno. Cada vez se encontraba más solo.

Tal vez esta soledad fue lo que le impulsó a dar un paso trascendental: cuando en mayo del 36 cayó Mendizábal, siendo sustituido por el más moderado Istúriz, Larra decidió presentarse a las elecciones como diputado. Por cierto que también la hermosa Dolores debió de influir en ello, aunque sin pretenderlo.

Al regresar de París, Larra se había puesto a buscar a Dolores desperadamente. Al fin la localizó a través de un amigo común: estaba en Ávila, pero no quería saber nada de él. Larra le mandó, siempre con ayuda del mismo intermediario, unas letrillas amorosas, y la única respuesta de la bella fue: “Buen hipócrita está”. Pues bien, Larra se presentó a diputado por Ávila, de modo que es posible que pensara que así iba a poder estar más cerca de Dolores, o que la impresionaría con su cargo. En agosto de 1836, Fígaro salió elegido. Pero las maniobras de Mendizábal contra Istúriz dieron por resultado el motín de sargentos de La Granja. Istúriz cayó y las elecciones se anularon; Larra fue diputado sólo por veinte días. Su situación era penosa, porque no podía seguir haciendo crítica política en sus artículos: al presentarse a las elecciones había perdido su proverbial independencia.

Una tras otra se le iban cerrando, en ese año aciago de 1836, todas las puertas: y para colmo su amigo el conde de Campo Alange murió combatiendo contra los carlistas. Los textos de Larra eran cada vez más desesperados: “Escribir en Madrid es llorar, es buscar voz sin encontrarla como en una pesadilla abrumadora y violenta. Porque no escribe uno ni siquiera para los suyos. ¿Quienes son los suyos? ¿Quién oye aquí?”. Mientras tanto se desarrollaba el último acto de la tragicomedia amorosa. ¿Puede un hombre inteligente, digno y conmovedor comportarse como un necio en lo que atañe a los sentimientos amorosos? Sí puede: según todos los indicios, Larra fue un perfecto mentecato.

No se sabe muy bien qué sucedió en aquellos meses finales, pero parece que el marido de Dolores la abandonó por fin. Fígaro debió de creer que, una vez libre, podrían amarse: no había entendido nada. Derrotado en todo lo demás, se obsesionó con ella. Pero Dolores no le quería; de hecho, tenía otro amante. Dicen que Larra, perdidos por completo los papeles, retó en duelo al rival. Es de imaginar el horror de la mujer: por un fugaz espejismo amoroso, por una equivocación de juventud, se había encadenado a una pasión enfermiza. Había despertado la atracción fatal de un pelmazo patológico, de un indeseable que la había arrastrado por el escándalo y que seguía persiguiéndola de manera inclemente año tras año.

De modo que el 13 de febrero de 1837 decidió poner fin a esa pesadilla. Le envió una carta a Larra muy de mañana diciendo que quería pasarse por su casa a hablar con él. Mariano José, enajenado por su pasión, creyó que venía a hacer las paces. A la caída de la tarde recibió a Dolores, que llegó acompañada por una amiga. Mientras la amiga se quedaba discretamente en la antesala, Dolores y Larra vivían la violencia de la última escena. Él suplicaba; ella insistía en que todo había terminado para siempre y reclamaba sus cartas. Al fin Larra se vio obligado a admitir la realidad; entregó las cartas a la mujer y ésta salió de la habitación. Pero aún no le había dado tiempo a abandonar el piso cuando escuchó el estampido fatal del pistoletazo. Mariano José de Larra acababa de volarse la cabeza; le faltaban unas pocas semanas para cumplir veintiocho años. Llevaba seis meses pensando en suicidarse (sus textos están llenos de referencias) pero ahora, al saltarse los sesos con tanta premura, en realidad se estaba vengando sádicamente de Dolores. Ningún biógrafo ha contado qué fue de esa mujer y si sobrevivió a tan brutal revancha.