Elisabeth de Austria (Sissi) y el emperador Francisco José

 

La extraña mujer y el pobre maridito

 

 

 

El día 8 de junio de 1867, los emperadores de Austria fueron coronados en Buda como reyes de Hungría. Francisco José tenía treinta y seis años; Elizabeth, la famosa Sissi de la leyenda rosa, veintinueve. La ceremonia fue de un esplendor asiático; en el cortejo triunfal, aristócratas y arzobispos marchaban a caballo, envueltos en sedas color púrpura y con el pecho ardiendo de joyas deslumbrantes. Las cotas de malla eran de plata, así como los arreos de las cabalgaduras; los sables estaban engastados con rubíes y perlas. Algunos arrogantes nobles magiares llevaban pieles de leopardo o de oso sobre sus costosísimos ropajes, sombreros rematados con cuernos de búfalo y esmeraldas del tamaño de huevos de paloma en torno al cuello. En el banquete hubo tartas que reproducían en azúcar la figura del emperador; peces gigantescos que los lacayos traían sobre pértigas; bueyes que crepitaban sobre hogueras; cíngaros tocando sus febriles violines. Fue, en suma, una fiesta bárbara y refinada, salida de los abismos de la Europa central, de un mundo milenario que aspiraba a durar otro milenio.

Y, sin embargo, veintidós años más tarde se suicidó Rodolfo, el único hijo varón de los emperadores, el heredero; luego, en 1889, un anarquista medio loco mató estúpidamente a Elisabeth; en 1914, el archiduque Francisco Fernando, sobrino de Francisco José y aspirante al trono, fue asesinado en Sarajevo, dando comienzo así a la I Guerra Mundial; y, por último, en 1916 murió el anciano emperador, y Carlos I, su sucesor, no supo aguantar en el poder más de dos años. De modo que en 1918, apenas medio siglo después del fulgor y la pompa de la coronación de Hungría, se acabó para siempre el Imperio Austriaco, heredero del Sacro Imperio Romano Germánico, y con él se derrumbó estrepitosamente el viejo orden.

Pero entonces, en el momento de la coronación en Buda, los aristócratas preferían cerrar los ojos a los crecientes indicios del naufragio; o al menos eso prefirió la mayoría. Porque algunos de ellos fueron trágicamente conscientes de constituir un residuo obsoleto, y de estar viviendo en el brillo y la furia de las postrimerías. “La forma de Gobierno republicana es la única racional. No comprendo cómo aún nos aguantan los insensatos pueblos”, dijo la reina Elisabeth de Rumania, contemporánea de Sissi y escritora de libros y novelas con el seudónimo de Carmen Sylva. Lo mismo opinaban la propia Sissi, emperatriz de Austria, y su hijo Rodolfo; y tal vez la amarga certidumbre de su inadecuación influyera en el suicidio del heredero en Mayerling (además de la bebida, la morfina, la depresión y las deudas).

Estamos hablando, claro está, de los monarcas del antiguo régimen, omnipotentes y antidemocráticos. Cuando Francisco José llegó al trono con dieciocho años, colocado ahí por su poderosísima madre, Sofía de Baviera, lo primero que hizo fue derogar la recién promulgada Constitución y ejecutar a unas cuantas decenas de opositores políticos. Todo esto sucedió en 1848, el año en que la revolución recorría Europa y Marx publicaba su Manifiesto comunista, una fecha sin duda de lo menos propicia para ser investido emperador. Sin embargo, y tras reprimir con mano dura a los subversivos, Francisco José y su muy reaccionaria madre creyeron que podrían reimplantar el absolutismo ultraconservador. Por entonces, Austria era una de las primeras potencias mundiales y el mayor Estado europeo después de Rusia. El imperio abarcaba territorios que hoy pertenecen a Italia, la República Checa, Eslovaquia, Hungría, Polonia, Rumania, Ucrania, Yugoslavia, Bosnia-Herzegovina y Croacia; y el emperador gobernaba esa enormidad sin Constitución y sin Parlamento.

Ésta es una historia de poder y de decadencia. El mito de Sissi basa gran parte de su atractivo en esa suntuosidad perdida para siempre, en el estruendo de palacios que se derrumban. Además del indecible boato de su coronación como reina de Hungría, en la vida de Sissi hay muchas otras escenas propias de cuento de hadas; como su boda suntuosa, a la luz de quince mil velas. O ese primer baile en la ciudad balneario de Ischl, cuando el emperador danzó con ella, demostrando que era la elegida de su corazón. Eso fue en 1853; Francisco José tenía veintidós años y era rubio, ojiazulado y retrechero, tan esbelto y elegante en su ceñido uniforme militar. Había venido a Ischl, dirigido por Sofía, su madre (Francisco José siempre fue un hombre débil), para pedir en matrimonio a su prima Nené, de dieciocho años. Pero cuando vio a la bellísima Elisabeth, hermana pequeña de Nené, se quedó prendado. Fue a ella a quien sacó a bailar, como en la noche mágica de la Cenicienta; y con ella se casó al año siguiente, esto es, en 1854.

En 1853, Sissi tenía quince años; era hija de la hermana de Sofía y de un duque de Baviera, Max, culto, liberal y muy extravagante. Por la familia discurría una evidente vena de locura; en los casos benignos la cosa quedaba en una mera rareza o chifladura; pero en ocasiones se daban demencias turbadoras y profundas, como sucedió con dos primos de Sissi, el rey Luis II de Baviera (el famoso rey loco) y su hermano Otón.

Elisabeth debió de ser rara desde pequeña. “Tiene tendencia a escrúpulos y preocupaciones”, escribió su institutriz cuando la niña sólo contaba nueve años. Era una chica hipersensible y obsesiva. A los catorce años se enamoriscó de un joven conde que más tarde murió; y eso la hundió en una morbosa depresión. Cuando Francisco José la escogió como esposa, todos en su entorno parecían extrañamente preocupados por la resistencia psíquica de la muchacha. Con razón, porque Sissi se pasó todas las ceremonias de sus esponsales (los desfiles, y esa misa fastuosa a la luz de las velas) llorando a lágrima viva. El barón de Kübeck, uno de los invitados a la boda, escribió: “En el estrado (…) júbilo y una alegría llena de esperanza. Entre bastidores hay presagios muy, muy oscuros”. Cuando menos, la futura emperatriz parecía inquietantemente ñoña y pusilánime.

Ya tenemos a la Reina-niña (sólo contaba dieciséis años) en el palacio de Laxemburg, atrancándose con el miriñaque en todos los dinteles y sollozando por todas las esquinas. Los primeros tiempos debieron de ser muy duros para ella: la corte vienesa era pomposa, estricta, ultraconservadora, jerarquizada y seca, muy distinta al ambiente informal, espontáneo y liberal del que Sissi venía. Para fomentar el respeto absoluto hacia el monarca, Sofía opinaba que Francisco José debía permanecer alejado de todo el mundo. El dócil emperador había sido educado así, en un completo aislamiento afectivo, y este mismo aislamiento era impuesto ahora sobre Elisabeth.

Además Sofía lo mangoneaba todo, desde la vida en común de la pareja hasta los hijos de Sissi, que empezaron a llegar inmediatamente: a los dos años de casada ya había sido madre de dos niñas, y estas princesitas habían sido prácticamente secuestradas por Sofía, que era quien se ocupaba de su educación. Sin duda desconfiaba de la capacidad de Elisabeth, que era demasiado joven, demasiado inestable y demasiado inculta (aunque escribía poemas y leía mucho, no le gustaba estudiar y no había sido educada en absoluto), pero en cualquier caso se trataba de una injerencia abusiva. Sissi se enfrentó a su suegra e intentó combatir su poder, pero tuvo mala suerte. Cuando, a los tres años de casada, se llevó a sus dos niñas, contra el parecer de Sofía, a un viaje a Hungría, la hija mayor, de dos años de edad, murió de una súbita enfermedad. Esta desgracia aterró y hundió a la frágil Elisabeth; a partir de entonces se desentendió por completo de sus hijos: de la otra niña, Gisela, y de Rodolfo, el heredero, que nacería poco después. Salvo una oportuna intervención para librar a Rodolfo de un preceptor demasiado duro, Elisabeth no volvió a hacerles ni caso en toda su vida.

Es muy fácil sentir compasión por la pobre Sissi de los primeros tiempos, tan sola y maltratada en la corte de Viena; pero poco a poco, año tras año, empieza a emerger el dibujo de una mujer narcisista y egocéntrica hasta el paroxismo. De una persona en realidad muy enferma. Al cabo, la compasión que se siente por ella nace de la comprensión de su patología: fue una mujer patética que construyó un infierno de su propia vida.

Como explican muy bien las psicoanalistas Ginette Raimbault y Caroline Eliacheff en su interesante libro Las indomables, Elisabeth era anoréxica (el psiquiatra Bruno Bettelheim dice que era “narcisista, histérica y anoréxica”). Desde luego cumplía todos los ritos de esa enfermedad: no comía absolutamente nada (sólo unos vasos de leche, o un helado, o seis naranjas al día), se mataba a ejercicios (montaba a caballo como una posesa durante diez horas seguidas, hacía gimnasia, caminaba cincuenta kilómetros a paso de marcha), se sometía a curas de sudor para adelgazar, se pesaba varias veces al día, no se sentaba nunca si podía evitarlo… Su peso no pasó de los cincuenta kilos, pero a menudo era mucho más bajo: en una ocasión llegó a los cuarenta y tres kilos. Muy poco, porque se trataba de una mujer muy alta: le sacaba un trecho al emperador, aunque en los cuadros y los retratos oficiales hacían que pareciera más baja que él. A su muerte, Sissi medía un metro y setenta y dos centímetros; teniendo en cuenta que las anoréxicas se comen su propia masa ósea y disminuyen la altura en un buen puñado de centímetros, de joven debía de estar cerca del metro ochenta. Y además su espléndida y espesa cabellera, que le llegaba hasta los tobillos y era el rasgo de belleza del que más se enorgullecía, debía de pesar al menos un par de kilos.

Fue, además, una anoréxica crónica, con todo lo que esto supone de empobrecimiento personal. Quiero decir que es una dolencia que suele implicar inteligencia, tendencias obsesivas y egocentrismo; pero ese egocentrismo, cuando se da en las adolescentes, resulta de algún modo comprensible, porque en la pubertad uno necesita contemplarse a sí mismo para poder reconocese y construirse. Cuando se cronifica, sin embargo, ese egoísmo descomunal termina resultando monstruoso.

Y así, Elisabeth pareció estar incapacitada para ponerse en el lugar del otro, y eso llenó su vida de contradicciones. Por ejemplo, sin duda poseía una educación y un talante liberal, y estuvo apasionadamente a favor de los nacionalistas húngaros; pero se opuso con gran furor a los nacionalistas italianos porque su hermana era la Reina de Nápoles. Decía amar a los animales, y de hecho estaba rodeada de perros y pájaros; pero durante años se dedicó de manera febril a la caza del zorro, y en sus cartas describe alegremente cómo una raposa medio despedazada por los perros aguantó aún corriendo cincuenta minutos en su desesperado intento por huir de la jauría (eso mejoró la caza de aquel día).

Y un ejemplo más: pese a ser supuestamente progresista y abierta de ideas, en 1869 escribió a su marido, que a la sazón estaba de viaje por Egipto, que no envidiaba al sultán “su colección de animales salvajes; lo que sí me gustaría tener es un negrito. Quizá como sorpresa me traerás uno. Como gracias anticipadas te beso mil veces”. Y esto lo decía cuando la esclavitud ya era mundialmente repudiada: había sido prohibida en Inglaterra en 1807, en Estados Unidos en 1864. El emperador, que era hombre austero, no le trajo el negro; pero al fin Elisabeth consiguió que el sah de Persia le regalara uno. Se llamaba Rustimo y era feo y contrahecho. Al cabo de unos años se cansó de él y el pobre Rustimo murió en 1891 en un asilo para pobres.

En los primeros años de casada, Elisabeth parecía estar enamorada de Francisco José: lloraba a mares cuando tenían que separarse y le mandaba cartas apasionadas. Él, desde luego, la amaba locamente. La quiso con enorme generosidad durante toda su vida; aguantó todos sus desdenes y procuró complacer todos sus caprichos. Lo más conmovedor de Francisco José, lo que mejor supo hacer en su existencia, fue amar a su esposa. Por lo demás, era un hombre mediocre y un total reaccionario (“¡Nunca había habido en el mundo semejante bajeza ni tanta cobardía!”, escribió, indignado, refiriéndose a las presiones de su pueblo para que instaurara un Parlamento); espartano y trabajador, fue un verdadero esclavo de su deber, y hubiera podido ser un estupendo rey-burócrata. Pero estaba empeñado en alcanzar la gloria militar y llevó a su país a la catástrofe. Elisabeth, inteligente y complicada, no tenía mucho que ver con ese hombre tan simple y circunspecto, incapaz de hablar con ella de Schopenhauer.

Sus relaciones íntimas debieron de acabar bastante pronto, entre otras cosas porque Sissi, como buena anoréxica, nunca fue una mujer muy sexualizada. Por eso es casi seguro que la emperatriz no mantuvo ninguna otra relación carnal, aunque amó a un par de hombres y tal vez a alguna mujer: le gustaba contemplar a las jóvenes hermosas. Francisco José, por su parte, tuvo un par de amantes estables. La segunda, la actriz Catalina Schratt, contó con el visto bueno de la propia Elisabeth, que se hizo pasar públicamente por amiga de Catalina para que el emperador pudiera verla sin que resultara escandaloso.

Como cuenta Brigitte Haman en su magnífica biografía sobre la emperatriz, la anorexia de Elisabeth había sido evidente desde el mismo momento de su boda. Mientras tanto, y como telón de fondo, se iba cumpliendo paso a paso la implacable decadencia de Austria. La boda de Francisco José y Elisabeth se produjo en mitad de la guerra de Crimea, en la que Austria se alineó con Prusia contra Rusia. En el 59, tras apenas tres años de tranquilidad, estalló la guerra contra Cerdeña y Francia, y Austria sufrió las sangrientas derrotas de Magenta y Solferino; esta última batalla fue tan feroz que el médico Henri Dunant, conmovido ante las dantescas condiciones de los heridos, creó la Cruz Roja.

Tras un humillante tratado de paz vino el conflicto de Schleswig-Holstein, de 1864, en el que Austria y Prusia combatieron contra Dinamarca; y, tan sólo dos años después, la guerra austro-prusiana y la monumental derrota del imperio en Königgrätz, la mayor batalla de la historia moderna (combatieron en ella 450.000 soldados), que supuso para Austria la pérdida definitiva de todo su poder y su futuro. Y aún falta por mencionar la ocupación armada, en el 78, de las provincias turcas de Bosnia y Herzegovina, y un sinfín de revueltas internas, levantamientos revolucionarios y luchas nacionalistas. Los soldados austriacos morían como corderos en los diversos frentes, y el pueblo se moría de hambre para pagar a los soldados. Parece increíble que un país pueda soportar en tan poco tiempo todas esas carnicerías, ese dolor y ese nivel de incompetencia en el Gobierno. Pues bien, en mitad de la atrocidad y el desconsuelo, de las mutilaciones y las hambrunas, Sissi se dedicaba a vivir única y exclusivamente para sí misma.

Embriagada de autoconmiseración, se negaba a cumplir ningún compromiso oficial; no veía a la corte, a la que detestaba; no salía; galopaba durante todo el día y se mataba de hambre. Francisco José, embarcado en las diversas guerras, se angustiaba ante las noticias que le llegaban de su mujer: “Te suplico, ángel mío, que procures cuidarte la salud (…) Te suplico, por el amor que me profesas, que procures contenerte y te dejes ver alguna vez en la ciudad. Visita instituciones, para que en la capital se mantenga el buen estado de ánimo”, le escribía el desesperado emperador cuando la derrota de Solferino. Y ella seguía galopando, ayunando, autocompadeciéndose y haciendo gimnasia.

Salvo esporádicas atenciones a los enfermos en los hospitales de guerra, y unas cuantas visitas a asilos y manicomios en épocas de paz, Sissi jamás hizo nada ni mostró ningún interés por su maltratado pueblo; tampoco prestó ninguna atención a la política, salvo la obsesión prohúngara que le entró a mediados de los sesenta, y que sin duda estuvo fuertemente influida por su enamoramiento platónico por el conde Andrássy, un nacionalista magiar. Ésa fue la única vez que presionó y atormentó a su marido para que atendiera las reivindicaciones húngaras y creara el imperio bicéfalo austro-húngaro, lo cual supuso una gran injusticia para los eslavos, que constituían, con gran diferencia numérica, el pueblo mayoritario del imperio.

Esta obsesión prohúngara, que culminó en 1867 con la suntuosa ceremonia de coronación en Buda, formaba parte también de la desesperada búsqueda de Sissi de una identidad. Era tan lábil la emperatriz, y tan carente de un ser propio, que toda su vida se estuvo representando en diversos papeles. Y así, en los años sesenta de repente decidió ser húngara; aprendió el idioma, y sólo hablaba y escribía cartas en esa lengua. Por entonces, eran sus años de esplendor físico, su personalidad consistía mayormente en ser húngara y bella; estaba sumida en una absoluta y morbosa atención a su propio cuerpo, y pasaba el día cuidando su hermosura. Sólo peinar su larguísimo cabello llevaba tres horas al día; vestirse, otras tres horas. Además estaban los interminables ejercicios gimnásticos, las marchas, las clases de esgrima, los baños fríos y calientes, las largas cabalgadas, los masajes. Imponente narcisa como era, se bastaba con embelesarse a sí misma y no necesitaba ser contemplada por el mundo. Cualquier compromiso, por pequeño que fuera, que rompiera esa absorta atención que se dispensaba, era considerado un horror y un agravio. Y en esto se incluían sus dos hijos mayores. Mientras que el emperador procuraba estar con ellos entre guerra y guerra, y llevarlos al circo y a pasear, Sissi ni siquiera asistió a la primera comunión de Gisela.

Sin embargo, en 1868, tras la coronación en Hungría, Elisabeth tuvo a su cuarto y último hijo, una niña llamada María Valeria; y a esa criatura la quiso con un cariño tan obsesivo y asfixiante que la pequeña era conocida en la corte como la Única (“el excesivo amor de mamá pesa sobre mí como una carga insoportable”, diría la espantada Valeria años más tarde). Con esa niña, Sissi se pudo vivir en la personalidad de madre amantísima.

A partir de los treinta y cinco años de edad, y ante los primeros y casi inapreciables síntomas de decadencia física (por entonces la hermosura de Sissi era una leyenda en toda Europa), la emperatriz empezó a hurtarse más y más de la mirada ajena. En primer lugar por pura misantropía, pero también por evitar la contemplación de los estragos del tiempo. No quiso dejarse retratar nunca más, y comenzó a llevar un espeso velo azul, una sombrilla blanca y un abanico de cuero con los que se tapaba el rostro en todas partes. También por entonces empezó su etapa caballista; siempre había montado muchísimo, pero ahora pareció enloquecer completamente por la caza del zorro y el salto de obstáculos.

Y así, durante casi diez años, se representó a sí misma en el papel de impecable jinete. La emperatriz, en compañía de un capitán inglés, Bay Middleton, del que estuvo sin duda platónicamente enamorada, se pasaba la vida yendo de una esquina a otra de Europa, arrastrando de acá para allá sus cuadras de carísimos caballos y un séquito de más de sesenta personas. Mientras sobre Austria se cebaban los conflictos y la miseria, y mientras su torpe maridito (así firmaba el pobre hombre sus cartas a Sissi: “Tu pequeño”, “tu solitario maridito”) se afanaba en Viena en salvar los restos del naufragio, Elisabeth llevaba una vida vana y rutilante con unos costes económicos fabulosos. En todos estos años tan sólo dejó una vez sus frenéticas cabalgadas por una razón de Estado: fue cuando Hungría sufrió unas terribles inundaciones. Puesto que se trataba de su amada Hungría, Sissi consintió en interrumpir la cacería en Inglaterra y regresar por unos días al Imperio: “Me parece mejor volver (…) es el mayor sacrificio que se puede pedir, pero en este caso es necesario”, escribió, embargada de su propia magnanimidad.

De súbito, en torno a 1883, Sissi abandonó las locas galopadas: Middleton se casó, y ella tenía cuarenta y cinco años y empezaba a carecer de aguante para un deporte tan duro. Entonces comenzó la moda de las caminatas. Todos los días se hacía una marcha de ocho o diez horas de duración que dejaba a sus damas destrozadas. Ésa fue también la época griega: se construyó un palacio en Corfú, estudió el idioma, tradujo a esa lengua a Shakespeare y Schopenhauer, se hizo pasar por griega ante algunos viandantes (como antaño era húngara). Pero sobre todo fue su etapa de escritora. Sissi siempre había escrito versos, pero ahora lo hacía creyéndose una gran poeta. De hecho, en 1890 reunió dos volúmenes de sus obras, los metió en una caja y dispuso que en 1950 entregaran el cofre al presidente de la Confederación Helvética, cosa que se hizo, para que sus versos fueran publicados; y especificaba que los beneficios (evidentemente pensaba que los libros iban a ser un éxito) se destinaran a los hijos de los represaliados por el Imperio Austro-Húngaro. Pero los versos de Sissi no son más que la obra de una aficionada muy influida por Heine, a quien idolatraba: llegó a tener delirios en los que creía que Heine hablaba con ella o que venía a arrebatarle el alma.

Resulta patético constatar que el desorbitado amor que Elisabeth se tenía a sí misma sólo la condujo a la desesperación. A medida que iba envejeciendo (y que se rompía la magia de su hermosura) se iba convirtiendo en una persona más depresiva, más paranoica, más amargada, más angustiada, más enferma. La autocompasión aturdía su entendimiento; una de sus personalidades más estables fue la de víctima: “No me quedó más remedio que elegir esta vida [de ermitaña]”, le dijo a una de sus damas de honor: “En el gran mundo me perseguían y hablaban mal de mí, me calumniaban y ofendían y herían de tal manera…”.

Se veía a sí misma como un hada (el hada Titania), como una criatura maravillosa y especial aprisionada y maltratada por un mundo de miserables. “No debe Titania andar entre humanos / en un mundo donde no la comprenden. / Miles de papanatas la contemplan / y murmuran: ‘¡Mira, la loca, mira!’”, dice uno de sus poemas. Pero lo cierto es que a los seis años de su matrimonio se liberó por completo de la corte (con la excusa de que estaba enferma empezó a viajar), y a partir de los diez años de casada hizo de su vida lo que le dio la gana. Toda esa libertad, sin embargo, no le sirvió de nada: estaba demasiado desquiciada, demasiado deshecha como persona. Perseguida por sí misma y por sus fantasmas (siempre temió acabar en un manicomio), la pobre y tristísima Sissi no paró de correr en toda su vida.

Porque si hay algo que define a esta mujer de personalidad resbaladiza es su carácter errante y fugitivo. Desde los veintidós años no dejó de moverse de una punta a otra de Europa. Apenas si pasaba quince días al año en Viena y nunca aparecía en público sin taparse la cara, cosa que dejaba turulatos a sus súbditos: en 1873 salió un artículo en la prensa vienesa titulado “Esa extraña mujer” que hablaba de ella. Toda Europa sabía de sus extravagancias, y tras el suicidio del príncipe heredero Rodolfo (1889), empezó a publicarse por todas partes que había enloquecido.

Por entonces la emperatriz estaba asumiendo su última personalidad, la de la dama dolorosa. A juzgar por su comportamiento y sus comentarios, el suicidio de ese hijo al que apenas si había tratado resultó devastador para ella, sobre todo porque aumentó la sospecha de su propia locura. A partir de entonces repartió sus joyas, vistió sólo de negro y habló a menudo de matarse. No comía absolutamente nada y estaba esquelética. Ahora le había dado por los barcos; se había tatuado un ancla en un hombro y se pasaba el día montada en un navío: “Quiero surcar los mares en barco como un holandés errante femenino hasta que un día me hunda y desaparezca”. Esta nueva personalidad marina debía de parecerle hermosamente romántica; ordenaba que el barco se hiciera a la mar aun en las condiciones climatológicas más adversas, y en una ocasión se ató en cubierta durante una tempestad. Probablemente hubiera querido naufragar y tener una muerte épica; la suerte de la tripulación no entraba en sus reflexiones, porque se diría que siempre tendió a considerar al prójimo como un mero figurante de la tragedia central de su propia vida.

Y de hecho murió en barco, pero no en una espléndida nave ni en un mar bravío. Fue el 10 de septiembre de 1898 y en Ginebra. Elisabeth, acompañada tan sólo por una dama de honor, iba a coger el vapor que unía Ginebra con Montreaux, en donde estaba pasando unos días. En el embarcadero, Luis Lucheni, un tipo marginal y medio chiflado que se definía como anarquista independiente, la apuñaló en el pecho con un estilete. Sissi cayó al suelo, pero no se dio cuenta de que estaba herida. Aún se puso de pie, corrió cien metros hasta el muelle y entró en el barco, que desatracaba en esos momentos. Una vez en cubierta, se desplomó: el estilete había agujereado su corazón, aunque la herida era tan pequeña que apenas si sangraba. Por fortuna, Elisabeth ni siquiera advirtió que se moría. Fue un final dulce pero también simbólico, a manos de un patético anarquista de medio pelo y en el modesto vaporcito de línea de un plácido lago: la vida de Elisabeth siempre fue menos grandiosa que lo que ella pretendió. Mientras tanto, los viejos imperios se deshacían en el polvo sin ninguna nobleza, y a la vuelta de la esquina se asomaba el doloroso y confuso siglo XX.