Bailando descalzo sobre la sangre
En 1890, un gigantón carnoso y lívido entró en un café de París y se acercó al director de la pequeña orquesta que animaba el local: “Estoy escribiendo una obra sobre una mujer que baila, con sus pies descalzos, sobre la sangre del hombre del que estaba desesperadamente enamorada y al que ha matado”, explicó con exquisita educación: “¿Podrían tocar ustedes algo que se adecuara a esto?”. Los músicos, al fin y al cabo parisinos y finiseculares, encontraron la solicitud de lo más natural, e interpretaron una pieza tan terrible y agónica que los parroquianos del café, estupefactos, interrumpieron sus conversaciones. El hombrón escuchó la tenebrosa melodía con evidente satisfacción, y al cabo regresó a su cuarto a seguir escribiendo. Se trataba de Oscar Wilde, y la obra era Salomé.
Por entonces, Wilde era un libertino de lo más inocente que aún no conocía a lord Alfred Douglas, el hombre que se convertiría en su perdición y su martirio; pero ya intuía el aterrador abismo de la pasión. Salomé besa la decapitada cabeza del Bautista y sus labios le saben amargos: es el gusto de la sangre y del amor. Esta horrible cualidad destructiva del querer es una constante simbólica en la vida de Wilde; mucho más tarde, después de haberlo perdido todo, Oscar escribirá la estremecedora Balada de la cárcel de Reading, su última obra, basada en la historia real de Charles Woolrigge, un miembro de la Guardia Montada que asesinó a su esposa y que fue ejecutado en la prisión de Reading mientras Oscar cumplía condena allí: “Los hombres matan lo que aman”.
Oscar nació en Dublín en 1854. Su padre, sir William Wilde, era un famoso cirujano de oídos y ojos, además de escritor folclorista. Su madre, lady Jane, era poeta (con el seudónimo de Speranza), gigantesca y genial. Con su inmensa altura y su inteligente excentricidad, Speranza mantenía un salón de contertulios de primer orden. Un invitado alabó un día a una persona diciendo de ella que era respetable, y Speranza contestó con esa loca grandeza tan wildeana: “Nunca emplee la expresión respetable en esta casa. Sólo los comerciantes son respetables: nosotros estamos por encima de la respetabilidad”. En ese caldo de cultivo creció Oscar: atrevido, transgresor, valiente, feliz merodeador de la frontera. “Seré poeta, escritor, dramaturgo”, dijo a los veintipocos años. “De un modo u otro, seré famoso; y, de no conseguirlo, seré al menos notorio.” Terrible maldición, la del deseo cumplido.
Era un bicho raro desde muy pequeño. En primer lugar, por su aspecto: tan alto, tan lánguido, tan pálido, con esas carnes mórbidas y blandas y ese culo tan grueso (del que, por otra parte, él se sentía orgullosísimo). Sus rasgos, contemplados por separado, podrían ser definidos como bellos: la boca grande y sensual, la nariz aquilina, los ojos soñadores. Pero en conjunto se percibía una desmesura fatal, como si hubiera en él algo físicamente erróneo que le convirtiera en un personaje monstruoso. Esa mezcla inquietante entre la atrocidad y la hermosura terminó siendo el emblema de su vida.
En vez de amilanarse por su diferencia, Oscar, apoyado en su propio talento y seguramente en la fuerza de su madre, creció a favor de su rareza y se construyó a sí mismo como un espectáculo público. Siendo aún un estudiante, llevaba el pelo muy largo, vestía de modo alucinante y se comportaba con perfecta y coherente extravagancia. Sus habitaciones de Oxford estaban llenas de lirios y porcelanas azules: “Cada día me resulta más difícil mantenerme a la altura de mi porcelana azul”. A veces hubo de defenderse a puñetazo limpio de la burla de sus compañeros más estúpidos, pero era un chico airoso, gracioso, vitalista. Tuvo muchos amigos (Wilde siempre tuvo grandes amigos porque era un hombre fundamentalmente bueno y generoso), y ganó todos los premios académicos en su especialidad, el griego y la cultura clásica. Elefantino y extraño como era, también supo ser un triunfador.
Según Richard Ellmann, autor de una deslumbrante biografía sobre Wilde, el escritor salió de Oxford sifilítico. Durante dos años se medicó, según los usos de la época, con mercurio, lo cual le dejó los dientes negros y no le curó (aunque él creyó que sí). La enfermedad la había cogido con una prostituta, porque Wilde se relacionó sexualmente con mujeres (y sólo con mujeres) durante mucho tiempo. Escribía odas a las piernas de los muchachos griegos y se besuqueó con algunos hombres (el poeta Walt Whitman entre ellos), pero hasta pasados los treinta no hizo más. Probablemente no se atrevió: la sociedad victoriana en la que vivía era terriblemente puritana y violenta en su homofobia. Tuvo un par de novias (o algo así) y, por último, se casó a los veintinueve años con Constance Lloyd, una mujer hermosa, inteligente y leal que tenía tres años menos que él.
Según todos los testigos, al principio de su matrimonio Wilde estaba muy enamorado. Debía de sentirse feliz al creerse rescatado de su homosexualidad: la vida era mucho más cómoda desde la ortodoxia. Enseguida tuvo dos hijos con Constance; Wilde les adoraba y escribió para ellos sus preciosos cuentos de hadas. Pero la mujer-madre se transmutó para él en un objeto sexual imposible de soportar: “Cuando me casé, mi esposa era una hermosa muchacha blanca y esbelta como un lirio (…) Al cabo de un año, se había convertido en algo pesado, informe y deforme (…) con su espantoso cuerpo hinchado y enfermo por culpa de nuestro acto de amor”. De algún modo, consiguió que Constance aceptara el fin de sus relaciones sexuales (Ellmann dice que la convenció de que padecía una recurrencia de la sífilis). Siempre se trataron bien, sin embargo; siguieron viviendo juntos y se quisieron. Poco después, Robert Ross, un muchacho de diecisiete años ya experto en estas lides, sedujo al pardillo Wilde y se lo llevó a la cama. Eso fue en 1886, y Oscar tenía treinta y dos años. Pasado el enamoramiento primero, el encantador Ross se convirtió en su mejor amigo.
Si el sexo con las mujeres le parecía sucio, el amor viril encerraba para Oscar toda la hermosura, toda la espiritualidad y la trascendencia. Porque Wilde, al contrario de lo que su fama e incluso él mismo sostenían, era un hombre tremendamente trascendente, casi un místico. En apariencia Wilde exaltaba lo trivial, pero luego era de una rara profundidad. Fue el profeta del esteticismo, pero bajo la estética para él se enroscaba la ética. Como muchos otros intelectuales de fin de siglo, Oscar había descubierto que el Bien y el Mal no eran lo que la ortodoxia dictaminaba; por eso, en sus epigramas, en sus obras teatrales, hay una constante denuncia de la hipocresía social, y un alineamiento con las víctimas. La grandeza de Wilde radica en que en él siempre se percibe esa sorda palpitación por entender lo humano.
Para sus contemporáneos, y durante muchos años, fue simplemente un fantasmón. Era un conversador maravilloso e ingeniosísimo, y gracias a eso, y al movimiento esteticista, ridiculizado por todo el mundo, se hizo famoso (o más bien notorio) siendo aún muy joven. Se hablaba de las ropas de Wilde (bombachos de terciopelo, medias de seda negra, zapatillas de baile de charol, abrigos ribeteados de nutria), de sus desplantes y sus frases provocativas. Con los años, sin embargo, su talento fue abriéndose paso irremediablemente, pese al odio que los biempensantes le tenían. Se hizo famoso en Francia, en donde se identificó con el decadentismo; y, a partir de 1891, estrenó en Londres cuatro obras de teatro con progresivo éxito, hasta llegar al triunfo total de su última comedia, La importancia de llamarse Ernesto. Esta obra fue estrenada en febrero de 1895 con fabulosas críticas; tres meses después, Wilde entraba en la cárcel.
Todo había empezado en 1891: fue entonces cuando Oscar conoció a lord Alfred Douglas. Bosie, como todos le llamaban, tenía veintiún años; Wilde, treinta y siete. Douglas era lacio, lánguido, egoísta, vanidoso, frívolo, violento, malvado. También era rubio y con grandes ojazos azules, pero, a juzgar por las fotos del estupendo libro ilustrado de Juliet Gardiner, no valía gran cosa. Posa, en los retratos, con una triste cara de mártir virginal, a lo Juana de Arco, todo él ansioso de heroicidad, sobre todo si el tormento se lo aplican a otro: como así fue. No valía ni el polvo de los zapatos de Oscar, pero, ¿qué importa? El amor no es más que la voluntad de amar. Y la voluntad de Wilde era conmovedora, trágica, total.
Para 1892, Wilde estaba atrapado: “Bosie se asemeja mucho a un narciso, tan blanco y dorado… Yace en el sofá como un jacinto y yo le adoro”. El angelical Bosie, sin embargo, era un narciso de escasa pureza; fue él quien metió a Wilde en un mundo de prostitutos, chantajistas y jóvenes lumpen. Oscar, pese a toda su capacidad de escandalizar y su decadentismo, era en realidad un inocente, una especie de niño descomunal. Tenía el corazón tierno y el alma cándida, lo que le convertía en la víctima perfecta para un perverso. Y Bosie lo era: “Tu defecto no es saber tan poco de la vida”, le reprochó Oscar a Douglas, “sino saber tanto”.
Bosie metió a Wilde en un infierno; le gritaba, le maltrataba; no le dejaba trabajar; le absorbía todas las horas de su existencia; como era un exhibicionista, obligaba a Oscar a lucirle delante de todo Londres, provocando el consiguiente y peligroso escándalo; y además le inducía a gastar en él y en prostitutos todo el dinero que no tenía: “Recuerdo muy bien la dulzura de pedirle dinero a Oscar”, explicó Bosie en sus memorias, “era una dulce humillación y un exquisito placer para los dos”. Era una relación enfermiza, aniquilante. Wilde intentó dejar a su amante varias veces; en una ocasión, incluso convenció a la madre de Douglas para que le quitara de en medio y le enviara varios meses a Egipto (cosa que hizo); pero Bosie bombardeó a Wilde con telegramas, cartas, súplicas. Incluso pidió a Constance que intercediera por él, y, cuando nada de esto dio resultado, amenazó con suicidarse (de lo cual tenía antecedentes en la familia). De modo que al final Wilde se ablandó.
Douglas era hijo del marqués de Queensberry, un tipo atrabiliario y medio loco. Bosie y su padre se odiaban, y el chico utilizó a Wilde en su lucha contra el marqués. Un día, Queensberry encontró a su hijo con Oscar en un café. Para entonces, todo Londres conocía la relación; un tipo había publicado una novela en clave, El clavel verde, en la que describía, con nombres ficticios, a Bosie y Wilde. Por otra parte, el hijo mayor del marqués se había suicidado tras ser sometido a chantaje por homosexual. Todo esto tenía a Queensberry, como es comprensible, muy sublevado; de modo que escribió una carta a su hijo diciéndole que, o dejaba de ver a Oscar, o le desheredaba. Ante el horror de Wilde, Bosie respondió a esta carta más o menos civilizada con un telegrama que decía: “Eres un enano ridículo”. La guerra había comenzado.
Quince días después del estreno de La importancia de llamarse Ernesto, el marqués dejó una tarjeta en el club de Oscar que decía: “Para Oscar Wilde, que pasa por (o se hace pasar por) somdomita (sic)”. A Wilde le habían llamado muchas cosas a lo largo de su vida de notoriedad; le habían insultado y desairado infinidad de veces, y nunca había cometido la torpeza de contestar. En este caso, sin embargo, y sin duda espoleado y aturullado por el furor de Bosie hacia su padre (Bosie inundaba a Oscar de cartas llamándole cobarde), decidió demandar al marqués por difamación.
Que la demanda era un error lo sabía desde el primer momento todo el mundo. Los amigos de Oscar le aconsejaron que huyera a Francia, y Bosie se enfrentó a ellos, amarillo de rabia: no quería que Wilde se marchase. Como era de temer, en el juicio empezaron a salir todos los detalles íntimos: cartas tórridas, contactos con muchachos, dudosas estancias en hoteles. El 5 de abril de 1895, el jurado decidió que Queensberry era inocente: la sala prorrumpió en una ovación. Esa misma tarde, Wilde fue detenido e ingresado en prisión: iba a ser juzgado por conducta indecente.
Todos los amigos de Oscar salieron corriendo para Francia; su casa fue embargada; sus libros desaparecieron de las librerías; su nombre fue borrado del teatro en donde se representaba La importancia de llamarse Ernesto; su mujer cambió su apellido y el de sus hijos (a los que Wilde no volvió a ver jamás), aunque acabó perdonando a Oscar e incluso le pasó una pensión vitalicia. En dos meses, en fin, se celebraron dos juicios contra Wilde: infames, sórdidos, espantosos. Pasaron por el estrado los chulos, los chantajistas, las camareras de los hoteles que daban fe de las extrañas manchas de las sábanas. “Es el peor caso que he tenido que juzgar en mi vida”, dijo el terrible juez Wills; y se lamentó de no poder aplicar una pena mayor. Sentenció a Wilde a dos años de trabajos forzados. Y todo esto sólo por ser homosexual.
Por entonces, antes de la reforma penitenciaria, las cárceles inglesas eran absolutamente infrahumanas; un hombre de la extrema sensibilidad de Wilde, al que la belleza hacía llorar, estaba abocado a la destrucción en ese medio. Su celda medía cuatro metros por dos y medio, y en ella pasaba, en total soledad, veintitrés horas al día. Dormía en una tabla sin colchón sobre el suelo; no disponía de libros ni de papel para escribir. Tenía prohibido hablar con los otros presos; y durante tres meses le mantuvieron incomunicado, sin visitas ni cartas. Hubo un traslado de una prisión a otra; durante media hora le mantuvieron de pie en el andén de una estación, bajo la lluvia, esposado, vestido de presidiario, mientras a su alrededor se arremolinaba la gente y se reía de él: “Después de aquel incidente, lloré cada día durante un año entero”. Así se fue cumpliendo, día a día, el atroz proceso de demolición de un hombre: “Nunca había podido imaginar una crueldad semejante”. Su madre murió mientras él estaba en la cárcel y no pudieron despedirse.
Mientras tanto, Bosie, en Francia, hacía de las suyas: intentó publicar en un periódico las apasionadas cartas de amor que Wilde le había escrito durante el proceso (lo cual no podía sino hacer más daño al escritor). Desde su celda, Oscar se espantó; para entonces se había dado cuenta de que Bosie era un frívolo y un malvado: “Durante los tres últimos años he estado enloquecido, y si vuelvo a ver a Douglas le mataré”. Bosie, presionado por los amigos del escritor, no publicó las cartas, pero sí un artículo pomposo: “Estoy orgulloso de haber sido amado por un gran poeta que quizá me estimó porque reconoció que, además de un bello cuerpo, yo tenía una bella alma”.
Cuando Wilde salió de la cárcel, a los dos años exactos de su condena, estaba enfermo y definitivamente roto. Sus amigos decidieron trasladarle a Francia y reunieron un dinero a escote para él. Al principio Oscar no quería ver a Douglas, pero Bosie volvió a inundarle de histéricas cartas y, cuatro meses después de recuperar la libertad, Wilde se reunió con él en Rouen: “Todo el mundo está furioso contra mí por haber vuelto contigo, pero es que no nos comprenden”, dijo el pobre Oscar, volviendo a pintar la ruin personalidad de su amante con los brillantes colores de su imaginación. Pero ahora ya no era como antes; ahora Oscar no era el autor de más éxito, sino un hombre derrotado, un apestado. Ya no adornaba nada, así es que, al poco tiempo, Douglas le abandonó: “Cuando mi dinero se terminó, se fue”, escribió Wilde a un amigo: “Es, por supuesto, la más amarga experiencia de una amarga vida”.
Después de eso, Oscar malvivió aún un par de años con la magra pensión que le pasaba la constante Constance; pero estaba acabado, ya no podía escribir, había perdido todo apego a la vida. En otoño de 1900 se le agravó una dolorosa otitis (un mal contraído en prisión) y acabó convirtiéndose en una meningitis. Sufrió mucho: “No sabía que era tan doloroso morir: pensé que la vida había acaparado todas las agonías”. Falleció en brazos del fiel Robert Ross, a los cuarenta y seis años y en la extrema pobreza: “Estoy muriéndome por encima de mis posibilidades”. Bosie llegó a todo correr, cerrada ya la caja, para protagonizar el espectáculo: “Desempeñé el papel de cabeza de duelo en su funeral”, se ufana en sus memorias. Sólo le faltó bailar descalzo sobre su sangre.