Como niños en un cuarto oscuro
No acabo de entender por qué los biógrafos oficiales de Robert Louis Stevenson, el genial autor de La isla del tesoro y de El extraño caso del Dr. Jekyll y Mr. Hyde, son siempre tan feroces con Fanny, su esposa, cuando todo parece indicar que fue una mujer extraordinaria. Tal vez les desconcierte la heterodoxia de Fanny, su evidente rareza; y el hecho de que acabara siendo una deliciosa vieja dama indigna y que recorriera el mundo, viuda ya de Stevenson, con su último amante, el dibujante, guionista de Hollywood y dramaturgo Ned Field, un chico listo y guapo que se enamoró de ella cuando Fanny tenía sesenta y tres años y él veintitrés.
Ned y Fanny permanecieron juntos durante más de una década, hasta que ella falleció, en 1914, a los setenta y cuatro. Entonces Ned escribió un emocionado texto necrológico en el que decía que Fanny “desprendía un perfume de salvajismo”, y que era “la única mujer en el mundo por la que yo podía imaginar que un hombre estuviese dispuesto a morir”. Debía de tener razón: muchos años antes, Robert Louis Stevenson había estado a punto de morir por ella.
Fanny Vandegrift había nacido en 1840 en la civilizada Costa Este norteamericana, hija de un granjero y comerciante. Era una menudencia de persona, apenas metro y medio de mujer, muy morena de pelo y de piel, con los ojos muy negros y los cabellos rizados: su aspecto siempre fue exótico y algo mestizo, la antítesis de la delicada, transparente belleza victoriana. En sus retratos primeros, Fanny es una muchachita de rasgos regulares y aspecto obstinado, casi cerril. Después, en la madurez, tras reducir su melena a unos rizos muy cortos (un peinado rompedor para la época), ataviada con trajes amplios y adornada con extraños collares, Fanny resultaba mucho más atractiva: “De joven era bonita, de mayor era hermosa”.
Tenía problemas psicológicos. Stevenson también. Probablemente ésa fue una de las bases de su mutua adoración: los abismos de la mente pueden ser muy seductores, sobre todo para aquellas personas que están situadas en los confines. Había antecedentes de locura en las dos familias, y tanto el padre de Fanny como el de R. L. S. murieron medio dementes. Ellos siempre temieron acabar igual.
Robert Louis, hijo único de un rico ingeniero de Edimburgo, sufría gravísimos problemas de salud desde la cuna. Fiebres gástricas, reúma, bronquitis, oftalmias que le dejaban medio ciego durante temporadas y unos pulmones debilísimos. Medía un metro y setenta centímetros y, en sus mejores momentos, sólo llegó a pesar cincuenta kilos: era un ser esmirriado, un puro perfil. En cuanto a su estado mental, de joven padeció alucinaciones auditivas, y sus nervios eran tan frágiles que se le saltaban las lágrimas por cualquier cosa: “Me gustaría que no se echara a llorar en el momento que uno menos se lo espera”, se quejaba Fanny de él cuando se conocieron. Con el tiempo, y sobre todo, estoy segura, con su escritura, R. L. S. se serenó bastante.
Como Fanny carecía del recurso salvador de la literatura, sus altibajos anímicos perduraron durante toda su vida. Tuvo varias crisis mentales graves, episodios de uno o dos meses de duración con delirios, cegueras nerviosas, mudez transitoria, pérdidas de memoria. Algunos médicos han querido ver en ella síntomas de esquizofrenia, pero en realidad los periodos de total colapso fueron pocos y siempre tuvieron una causa exterior. Por otra parte esta tendencia hacia el desequilibrio no le impidió desarrollar una vida normal. Qué digo normal: una vida plena y asombrosa.
Fanny siempre fue una mujer de armas tomar. Se casó a los dieciséis años con Sam Osbourne, un abogadillo guapo, débil y aventurero que marchó a buscar fortuna al Oeste y compró una mina de plata en las montañas de Nevada. Allí, en la frontera salvaje, en una región en donde sólo había cincuenta y siete mujeres blancas para cuatro mil hombres, entre violentos mineros y amenazadores indios shoshones, Fanny vivió una ruda existencia de pionera. Fumaba sin parar, manejaba los naipes como un tahúr y llevaba al cinto un enorme pistolón con el que era capaz de volar la cabeza de una serpiente cascabel a varios metros de distancia.
La mina resultó ser un total fracaso, así como todas las demás locas empresas que acometió el marido. Fanny aguantó al desastroso, atractivo y mujeriego Sam durante casi veinte años; cuidó de él y de los tres hijos que tuvieron; plantó huertos en mitad del desierto, fabricó los muebles de la casa, confeccionó la ropa de la familia, consiguió hacer de la vida un lugar habitable. Y todavía tuvo tiempo para leer e instruirse de modo autodidacta, y para cultivar pasatiempos creativos, como hacer daguerrotipos.
Para 1874 Fanny ya no aguantaba más a Sam, que paseaba abiertamente a sus amantes. A esas alturas vivían cerca de San Francisco, y Belle, la hija mayor, que había cumplido dieciséis años y era físicamente igual a Fanny (siempre mantuvieron, Fanny y Belle, una difícil relación de amor y rivalidad), empezó a estudiar dibujo en la academia de Bellas Artes. Fanny, que tenía un temperamento artístico (le gustaba pintar, le gustaba escribir), decidió estudiar con ella. Eso cambió su vida, porque en la academia encontró un mundo a su medida. Un mundo de gente poco convencional, distinta.
Fue tal la emoción de este descubrimiento que, tras convencer al reacio Sam, Fanny y Belle se fueron a Europa a estudiar pintura. Llegaron a París en la primavera de 1875, acompañadas por los dos hijos pequeños: Lloyd, de siete años, y Hervey, el favorito de su madre, de cuatro. Se suponía que Sam les iba a mandar dinero desde San Francisco, pero muchos meses no recibieron nada.
Aquel primer año en París fue terrible: vivían en la miseria, muertos de hambre y frío. Belle asistía disciplinadamente a la academia todos los días, pero Fanny tuvo que abandonar muy pronto las clases porque Hervey, su hijo pequeño, enfermó de gravedad. Sin dinero, sin comida y sin amigos, el niño fue empeorando irremisiblemente. Tenía al parecer tuberculosis ósea y falleció el 5 de abril de 1876, tras una agonía lenta y espantosa: los huesos se le rompían y le atravesaban la carne. La carta en la que Fanny cuenta a un amigo el suplicio y la muerte de Hervey es uno de los textos más hermosos y probablemente el más atroz que he leído en mi vida: resulta difícilmente soportable (la incluye Alexandra Lapierre en su interesantísimo libro sobre la mujer de Stevenson). Quiero decir que es imposible que alguien pueda sobrevivir indemne a tanto horror. Fanny, desde luego, tuvo uno de sus colapsos tras la muerte del niño: lo cual no es nada raro. Lo extraordinario es que, dos meses después, fuera capaz de estar de nuevo sobre sus pies.
Pero es que Fanny estaba llena de una alegría feroz. En esto también se parecía a Stevenson: pese a todas sus dolencias y a su fragilidad, el escritor poseía una increíble capacidad para ser feliz. Aunque una y otro estuvieran perseguidos por la idea de la muerte, sabían disfrutar de la existencia intensamente. Eran dos espíritus extremados y melodramáticos, dados a la risa y a las lágrimas.
Se conocieron en julio de 1876, poco después del fallecimiento de Hervey, en un pueblecito francés, Grez, en donde veraneaba una colonia de artistas bohemios y extranjeros. Fanny y Belle eran las únicas pintoras, las únicas mujeres. Stevenson quedó prendado desde el primer momento de ella, pero a Fanny le llevó unos cuantos meses enamorarse de él. Fanny tenía treinta y seis años; Robert Louis, veinticinco. Era un joven delgadísimo que vestía unas absurdas chaquetas de terciopelo ajado; parecía un tipo raro, pero, cuando se ponía a hablar, embelesaba.
Volvieron a encontrarse en Grez al verano siguiente y se hicieron amantes. En los comienzos del romance, Robert Louis escribió un ensayo titulado Del nacimiento del amor: “Y ahora es la historia de dos seres que se aventuran paso a paso en el amor, como dos niños en un cuarto oscuro”. Probablemente se reconocieron en su mutua excentricidad, en esa heterodoxia que los dos compartían y que tal vez les hubiera llevado a la marginación si Stevenson no hubiera sido un genio literario.
Por muy extravagante y poco convencional que fuera Fanny, sabía que su relación con Stevenson era una locura. Él tenía once años menos que ella, estaba muy enfermo, carecía de dinero y posición. Ella tenía dos hijos a los que mantener, y además las mujeres decentes no se podían comportar de esa manera. Sam le mandó un ultimátum y Fanny optó por la sensatez y regresó con su marido en agosto de 1878. Pero a los pocos meses se volvió loca: de nuevo la depresión y las alucinaciones. En julio de 1879, desesperada, le mandó un telegrama a Stevenson. Aunque estaba algo enfermo, el escritor decidió ponerse en camino inmediatamente. Pidió dinero a su padre para el pasaje, pero éste no sólo no le dio una sola libra, sino que además le prohibió que se fuera y por último le desheredó. Recurrió entonces a sus amigos, pero ninguno quiso ayudarle: no les gustaba esa rara relación con una señora tan mayor y tan casada, y temían que el viaje perjudicara fatalmente la salud de Robert. Al fin R. L. S. consiguió un pequeño adelanto por unos artículos periodísticos y partió en agosto hacia Estados Unidos, sin apenas dinero para comer. Tardó veintitrés días, once de barco y doce de tren, en alcanzar Monterrey, donde estaba Fanny. Cuando llegó había adelgazado ocho kilos, tenía sarna y estaba fatalmente tuberculoso. “Todavía me parece escuchar el aullido de mi madre al verle, las risas, las lágrimas, la enloquecida felicidad del reencuentro”, explicó en sus memorias el hijo de Fanny.
Sam puso muchas dificultades para el divorcio, de modo que R. L. S. y Fanny tuvieron que permanecer separados y sin verse durante los meses que duró el proceso. Para no preocupar a su amante, Stevenson no le contó la terrible situación en que se hallaba. Lo cierto es que en dos ocasiones estuvo a punto de morir de pura inanición; la primera vez fue rescatado por unos vaqueros que le encontraron delirando en mitad del desierto, y la segunda le salvó su casero, que forzó la puerta de su cuarto al ver que llevaba dos días sin salir. Por cierto que Fanny agradeció tanto el gesto de este hombre que más tarde le pagaría una renta vitalicia.
En enero de 1880 Fanny consiguió el divorcio; en febrero Stevenson pesaba cuarenta kilos y se estaba muriendo. Empezó a padecer masivas hemorragias pulmonares que le impedían el habla. Fanny bajaba a los mataderos para conseguir tazones de sangre que luego le hacía beber y le cuidaba día y noche. No tenían un solo dólar; angustiada, cablegrafió a los padres de Stevenson. Éstos contestaron inmediatamente: perdonaban al hijo y enviaban un dinero salvador. Para el mes de mayo R. L. S. se había restablecido lo suficiente como para que pudieran casarse, aunque todos pensaban que el novio iba a morir inmediatamente: el regalo de boda del abogado de Fanny fue una urna funeraria.
Regresaron a Europa, y Fanny logró que sus suegros la adoraran. Pese a ello, los primeros ocho años de matrimonio fueron terribles. Torturado por las hemorragias pulmonares, Stevenson era un enfermo terminal. De esa época de pesadilla data el odio que los amigos de R. L. S. desarrollaron por Fanny. Porque ella era una enfermera celosa: obligaba a los visitantes a enseñar el pañuelo, y no dejaba pasar a nadie que estuviera mínimamente acatarrado. Era una actitud extremada pero en el fondo juiciosa, porque el más mínimo contagio desencadenaba hemorragias que podían ser fatales. Pero por entonces no se había demostrado todavía que las enfermedades se podían transmitir a través de microbios, de modo que los amigos la consideraron una loca.
Pese a su condición desesperada, Robert Louis consiguió escribir en estos años sus dos obras más importantes: La isla del tesoro y El extraño caso del Dr. Jekyll y Mr. Hyde. Ambos libros tuvieron un éxito fulminante y le consagraron de la noche a la mañana como uno de los escritores más famosos del planeta. Por cierto que Fanny criticó la primera versión del Dr. Jekyll como carente de profundidad alegórica, y fue ella quien sugirió que reforzara la dualidad del personaje. Stevenson montó en cólera, la insultó, se indignó (tenían los dos un carácter muy fuerte y discutían mucho); pero al poco rato regresó a la sala y le dio la razón; y, tras arrojar el borrador al fuego, volvió a reescribir la novela entera. Por entonces, en los primeros y fundamentales años, Fanny era su mejor consejera literaria.
Robert Louis siempre había tenido el ensueño de navegar por océanos exóticos, así es que en 1889 Fanny decidió alquilar una goleta y viajar a los mares del Sur. El escritor parecía tan enfermo cuando subió a la nave en San Francisco que el capitán creyó que no aguantaría vivo ni siquiera un mes. Pero el barco y el calor tropical hicieron milagros: Stevenson dejó de padecer las horribles hemorragias. Siguió siendo un hombre enfermo, pero ya no era un inválido. Visitaron las islas Marquesas, Tahití, las islas Gilbert. Trataron con el civilizado rey Kalakaui, de Hawai, y con el salvaje cacique Tembinok, cuyos guerreros anclaban sus canoas con máquinas de coser Singer. Navegaron por archipiélagos remotos, cuyos habitantes acababan de dejar el canibalismo. Cada vez que recalaban en Sidney (Australia), Stevenson volvía a padecer las hemorragias. Pronto comprendieron que no podrían regresar a Europa nunca más.
Así es que compraron ciento treinta hectáreas de selva en Samoa, y Fanny logró la increíble proeza de limpiar el terreno y levantar allí una gran casa. Volvió a coser cortinas y a fabricar muebles; ideó y construyó una canalización que les abastecía de agua corriente, e incluso hizo con sus propias manos una pista de tenis para sus hijos. Ese paraíso fue llamado Vailima; y Fanny, una vez que lo terminó, se volvió a derrumbar en una de sus crisis mentales. En la peor.
No fue sólo agotamiento. Para entonces Stevenson ya no la consultaba literariamente. Robert Louis había hecho suya la causa de los independentistas samoanos y empezó a publicar en The Times encendidas cartas de denuncia del imperialismo americano y británico. Esta postura era compartida por Fanny, pero ella temía, con bastante razón, que Stevenson estuviera descuidando su talento literario. Los enfrentamientos abundaban entre ellos, y R. L. S. empezó a tacharla de “campesina ignorante”; y, lo que es peor, escogió a Belle como confidente y secretaria. Fanny creyó morir de celos. Enloqueció de nuevo: no quería comer, ni siquiera quería fumar, no hablaba, no se movía. Stevenson se aterró: la amaba mucho, pese a las discusiones. La cuidó con mimo y con paciencia, y poco a poco Fanny volvió en sí.
Los últimos tiempos de su convivencia están entretejidos con la guerra indígena. Los samoanos amigos de Stevenson fueron derrotados por los ingleses y encerrados en la prisión de Apia, cerca de Vailima. Valerosamente, Robert Louis y Fanny les llevaron comida y asistencia médica. Cuando los indígenas fueron liberados, un año más tarde, construyeron, como regalo a Stevenson, una carretera a través de la selva hasta Vailima. Fue terminada en octubre de 1894 y la llamaron la Ruta de la Gratitud. Para entonces, R. L. S. tenía cuarenta y cuatro años y Fanny cincuenta y cinco. Mes y medio después, el 3 de diciembre, Stevenson se levantó temprano, como siempre, y pasó toda la mañana escribiendo. Aquel día Fanny estaba preocupada: tenía el presentimiento de que iba a suceder algo terrible. A las seis de la tarde, Stevenson se puso a hacer mayonesa para la cena junto a Fanny, bromeando para ver si le hacía olvidar sus malos presagios. De repente dio un grito y se echó las manos a la cabeza: “¡Qué dolor!”, exclamó; y se desplomó sin sentido sobre el suelo. Había sufrido una hemorragia cerebral y murió en un par de horas.
Fue enterrado por sus queridos samoanos en lo alto del monte Vaea, encima de Vailima, y para llegar hasta allí los nativos tuvieron que trabajar toda la noche abriendo una trocha a machetazo limpio. Años después, en 1915, Belle y Ned enterraron también allí las cenizas de Fanny. Por cierto que para entonces Belle (de cincuenta y seis años) se había casado con Ned (de treinta y cuatro): a él la hija quizá le recordara a su amada Fanny, ella tal vez siguiera compitiendo con su madre, incluso póstumamente. Fue una pareja estable, en cualquier caso: permanecieron juntos durante veintitrés años, hasta la muerte de él.
En la tumba sobre el monte Vaea, en fin, está escrito el poema que R. L. S. dedicó a su mujer: “Maestra y ternura, camarada y amante, esposa / compañera de ruta / fiel hasta el final del viaje / alma libre, corazón enamorado de absoluto”. Aunque acosados por la enfermedad y por el dolor, Robert Louis y Fanny Stevenson supieron vivir con intensidad y alumbraron con ráfagas de luz la oscuridad del cuarto.