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Dentro de tres semanas, Noemí Vidal morirá aquí, en este mismo lugar.

Lo de hoy es solo una práctica más.

Noemí quiere rezar como el resto de los soldados que tiene a su alrededor. El suave murmullo ondulante de sus voces le recuerda las olas rompiendo contra la orilla. La gravedad cero hace que parezca que están debajo del agua, con el pelo flotando alrededor de la cabeza, los pies meciéndose fuera de los arneses como arrastrados por la corriente. La única prueba de lo lejos que están de casa es la estrella oscura que asoma al otro lado de las ventanillas.

Los otros soldados que están con ella comparten una mezcla de distintas fes. Casi todas las Gentes del Libro se sientan cerca los unos de los otros: los judíos se cogen de las manos; los musulmanes están sentados en una esquina para poder rezar mejor en dirección al lejano punto del firmamento en el que está la Meca. Como los demás miembros de la Segunda Iglesia Católica, Noemí tiene su rosario de cuentas en la mano, el pequeño crucifijo tallado en piedra flotando cerca de la cara. Lo aprieta con fuerza con la esperanza de que la ayude a no sentirse tan hueca por dentro. Tan pequeña. Tan desesperada por vivir una vida a la que ya ha renunciado.

Todos son voluntarios, del primero al último, pero ninguno está realmente preparado para morir. Dentro de la nave de transporte, el aire está cargado de una terrible determinación.

«Veinte días —se recuerda Noemí a sí misma—. Me quedan veinte días.»

No es mucho a lo que aferrarse, así que mira hacia la fila en la que está sentada su mejor amiga, una de los civiles que los acompaña, pero solo para trazar posibles trayectorias para la Ofensiva Masada, por lo que no morirá en el proceso. Los ojos de Esther Gatson están cerrados en señal de ferviente oración. Si Noemí pudiera rezar como ella, quizá no estaría tan asustada. Esther lleva el pelo, largo y dorado, recogido en dos gruesas trenzas enroscadas alrededor de la cabeza, como una aureola y, de pronto, Noemí siente que la llama del valor vuelve a encenderse en su interior.

«Esto lo hago por Esther. Si no sirve para salvar a nadie más, al menos que la salve a ella… Aunque solo sea de momento.»

Casi todos los soldados que la rodean tienen entre dieciséis y veintiocho años. Noemí solo tiene diecisiete. Su generación se está diezmando por momentos.

Y la Ofensiva Masada será el mayor sacrificio de todos.

Es una misión suicida, aunque nadie utiliza esa palabra. Setenta y cinco naves atacando al mismo tiempo, todas con un mismo objetivo. Setenta y cinco naves que volarán en mil pedazos. Noemí pilotará una de ellas.

La Ofensiva Masada no decantará la guerra del lado de Génesis, pero sí le dará más tiempo. Su vida a cambio de tiempo.

«No. —Noemí mira otra vez a Esther—. Tu vida a cambio de la suya.»

En esos últimos años de la guerra, han caído miles de personas y la victoria no parece cercana. La nave que los transporta tiene casi cuarenta años, lo cual la convierte en una de las más nuevas de la flota de Génesis, pero cada vez que Noemí levanta la mirada descubre algo nuevo: un parche que insinúa una vía reparada en el casco, las ventanas cubiertas de marcas que difuminan las estrellas que brillan al otro lado, el desgaste de los arneses que los sujetan a los asientos. Incluso tienen que limitar el uso de la gravedad artificial si quieren conservar la potencia.

Ese es el precio que Génesis tiene que pagar a cambio de una atmósfera limpia, de la salud y del bienestar de todas las criaturas que pueblan el planeta. En Génesis no se construye nada nuevo mientras lo antiguo siga funcionando. Su sociedad se ha comprometido a limitar la industria y las manufacturas, lo cual les ha supuesto más beneficios que desventajas, o al menos así fue hasta que la guerra volvió a estallar, años después de que cerraran las últimas fábricas de armamento y se construyeran las nuevas naves de combate.

La Guerra de la Libertad terminó hace más de tres décadas, o eso parecía, y en Génesis estaban convencidos de haberla ganado. El planeta empezó a recuperar la normalidad. Las cicatrices de la guerra seguían estando muy presentes; Noemí siempre fue más consciente que la mayoría. Pero incluso ella, como todos los demás, creyó que por fin estaban a salvo.

Hasta que hace dos años el enemigo regresó. Desde entonces, Noemí ha aprendido a disparar y a pilotar un caza. Ha aprendido a llorar por los amigos caídos en acto de servicio. Ha aprendido a mirar hacia el horizonte, ver humo y saber que el pueblo más cercano ya no es más que un montón de escombros.

Ha aprendido a luchar. Ahora le toca aprender a morir.

Las naves del enemigo son nuevas; sus armas, más poderosas; y sus soldados ni siquiera son de carne y hueso. Son ejércitos de mecas: robots con aspecto humano, pero sin piedad, sin puntos débiles, sin alma.

«¿Qué clase de cobarde participa en la guerra, pero se niega a librarla en persona? —piensa Noemí—. ¿Qué clase de monstruo mata a los habitantes de otro planeta y no arriesga ni a uno de los suyos?

»Lo de hoy no es más que una incursión de prueba —se recuerda a sí misma—. Nada importante. Solo tienes que recorrer la zona y aprendértela para que, cuando llegue el día, por muy asustada que estés, seas capaz de…»

De pronto, empiezan a brillar unas luces naranjas a lo largo de todas las filas. Es la señal que indica que la gravedad artificial está a punto de activarse. Aún es demasiado pronto. Los soldados intercambian miradas de preocupación, pero la amenaza saca a Noemí de su ensoñación. Se coloca en posición y respira hondo.

¡Bam! Cientos de pies chocan al mismo tiempo contra el suelo metálico. Ella nota que el pelo le cae hasta la barbilla; lleva una cinta acolchada en lo alto de la frente que impide que le caiga sobre la cara. Solo necesita un segundo para entrar en modo de combate: se quita el arnés y coge el casco. Siente el exotraje, de color verde oscuro, pesado pero flexible, tan preparado para la batalla como ella.

Porque parece que eso es lo que les espera.

—¡Todos los guerreros a sus cazas! —grita la capitana Baz—. Parece que tenemos naves a punto de cruzar la puerta en cualquier momento. ¡Despegamos en cinco minutos!

El miedo desaparece, desplazado por el instinto del guerrero. Noemí se une a las filas de soldados que se dividen en escuadrones y corren hacia sus cazas por los estrechos pasillos de la nave.

—¿Qué hacen aquí? —murmura el novato que tiene justo delante, un chico con la cara redonda, mientras avanzan a toda prisa por el túnel entre paneles desmantelados y cables al descubierto. Bajo las pecas, está pálido como la cera—. ¿Es que sabían lo que íbamos a hacer?

—Aún no nos han atacado, ¿verdad? —señala Noemí—. Eso significa que no saben nada de la Ofensiva Masada. En realidad, es una suerte que nos los hayamos encontrado aquí, así podemos enfrentarnos a ellos lejos de casa, ¿no?

El pobre novato asiente. Está temblando. A Noemí le gustaría decirle algo más, animarlo, pero sabe que las palabras nunca han sido lo suyo. Siempre ha sido brusca, un poco arisca incluso, con el corazón tan bien disimulado tras un temperamento incendiario que casi nadie sabe que ella también tiene sentimientos. A veces le gustaría poder volverse del revés para que la gente viera lo bueno antes que lo malo.

La batalla saca lo peor que hay en ella, algo que en las actuales circunstancias resulta de hecho positivo. En cualquier caso, ahora ya tampoco no tiene mucho sentido intentar mejorar como persona.

Esther, que va justo delante del chico, se da la vuelta y le sonríe.

—Todo saldrá bien —le promete con esa voz tan dulce que tiene—, ya lo verás. En cuanto te montes en el caza, recordarás el entrenamiento y te sentirás el más valiente de todos.

El chico le devuelve la sonrisa, visiblemente más tranquilo.

Cuando se quedó huérfana, Noemí odiaba el mundo por el mero hecho de existir, odiaba a los demás porque no sufrían como ella y se odiaba a sí misma por seguir respirando. Los padres de Esther, los Gatson, fueron muy amables al acogerla, pero ella no podía evitar ver las miradas que intercambiaban, la frustración por hacer tanto por alguien que no podía o no quería agradecérselo. Pasaron años antes de que pudiera sentir gratitud o cualquier otro sentimiento que no fuera odio y rencor.

Pero Esther nunca le hizo sentirse mal. Ya en aquellos primeros días, los peores, sabía que no tenía sentido intentar animarla con palabras vacías sobre el pasado o sobre la voluntad de Dios, y eso que por aquel entonces solo tenían ocho años. Era consciente de que lo único que Noemí necesitaba era a alguien que estuviera ahí, que no le pidiera nada, pero que le hiciera saber que no estaba sola.

«¿Cómo puede ser que no se me pegara nada de ella?», piensa Noemí mientras recorren los últimos metros a la carrera. Quizá tendría que haberle pedido que le enseñara.

Esther se aparta a un lado y le indica al chico que se coloque junto a Noemí. Acto seguido, se gira hacia esta y le dice:

—Tranquila.

Demasiado tarde.

—Tú hoy no tienes caza asignado, solo una nave de reconocimiento. Con esa cosa no puedes entrar en combate; deberías limitarte a monitorizarnos desde aquí. Díselo a la capitana Baz.

—¿Y qué crees que me dirá? ¿Siéntate aquí y haz un poco de calceta? Las exploradoras también pueden transmitir información muy valiosa. —Esther niega con la cabeza—. No puedes mantenerme alejada de todas las batallas, lo sabes, ¿verdad?

«No, solo de la peor de todas.»

—Si te pasa algo, tus padres me matarán, y eso si Jemuel no me coge primero.

Esther reacciona como cada vez que alguien menciona a Jemuel: las mejillas se le ponen coloradas de placer y aprieta los labios para disimular una sonrisa. Sin embargo, su mirada transmite el mismo dolor que si acabara de ver a su amiga herida y sangrando en el suelo. Hubo un tiempo en que Noemí se alegraba cada vez que veía aquella mirada porque significaba que Esther se preocupaba por su desamor como por su propia felicidad, pero ahora la encuentra irritante.

—Noemí —se limita a decir—, mi deber, al igual que el tuyo, es estar ahí fuera. Así que déjalo ya.

Esther tiene razón, como siempre. Noemí respira hondo y avanza aún más deprisa por el pasillo.

Su división adopta la formación de despegue: una hilera de cazas pequeños e individuales, elegantes y aerodinámicos como dardos. Se sube de un salto al asiento del piloto. Al otro lado de la sala, ve a su amiga haciendo lo mismo con tanta decisión que parece que vaya a entrar en combate. La cubierta transparente de la cabina se cierra sobre su cabeza y, mientras se pone el casco, ve que Esther le dedica una mirada, una que significa «Eh, que no estoy cabreada contigo. Lo sabes, ¿verdad?». Es una de las miradas que mejor se le da, lo que tiene su mérito ya que es alguien que casi nunca pierde los nervios.

Noemí le devuelve la sonrisa de siempre, la que significa «No te preocupes». Seguro que no se le da tan bien como a su amiga, más que nada porque es la única persona con la que la ha practicado.

Pero Esther sonríe de oreja a oreja. Lo entiende. Le basta con eso.

La compuerta del hangar empieza a abrirse, exponiendo los cazas del escuadrón a la fría oscuridad del espacio en los confines más remotos de este sistema solar. Génesis es poco más que un punto verde y borroso en la distancia; el sol bajo el que nació Noemí sigue dominando el cielo, pero desde aquí parece más pequeño que cualquiera de las lunas de su planeta vistas desde la superficie. Ese primer instante, cuando no hay nada frente a ella más que estrellas infinitas, es tan precioso que no puede evitar emocionarse como si fuera la primera vez.

Y, como siempre, no puede evitar pensar en su deseo más secreto, más egoísta: «Ojalá pudiera explorarlo todo…».

De pronto, la compuerta se abre por completo y allí está, frente a ella: la Puerta de Génesis.

Es un enorme anillo del color de la plata pulida, formado por una mezcla de componentes metálicos y de decenas de kilómetros de ancho. Dentro del anillo, Noemí puede ver un brillo débil, como la superficie del agua cuando casi es demasiado tarde para que se refleje algo en ella, pero no lo suficiente. También sería hermoso, piensa, si no fuera la mayor amenaza para la seguridad de Génesis. Cada puerta estabiliza uno de los extremos de una singularidad, un atajo a través del espacio-tiempo que permite que una nave recorra media galaxia en un instante. Así es como el enemigo llega hasta ellos; aquí es donde empieza el combate.

Noemí distingue a lo lejos los restos de algunas de esas batallas pasadas, fragmentos de naves que volaron en pedazos hace mucho, mucho tiempo. Parte de los escombros no son más que esquirlas de metal. Otros trozos son bloques enormes y retorcidos, incluso alguna que otra nave entera. Todos los restos orbitan lentamente alrededor de la puerta, atraídos por la fuerza de la gravedad.

Pero poco importan comparados con las formas grises que se abren paso a través de ella. Son las naves del enemigo, del planeta decidido a conquistar Génesis y quedarse para siempre con sus tierras y sus recursos.

La Tierra.

Envenenaron su propio planeta. Colonizaron Génesis solo para poder trasladar hasta allí a miles de millones de sus habitantes y acabar también envenenándolo. Pero son pocos los planetas capaces de sustentar vida. Son sagrados. Y deben ser protegidos.

Las luces de aviso empiezan a parpadear y Noemí suelta los anclajes que la retienen mientras por el micrófono del casco la voz de la capitana Baz anuncia:

—Vamos allá.

«Desconexión de los anclajes: correcta.» La nave flota, libre de los amarres, y se mantiene ingrávida en el vacío. Los demás se elevan a su alrededor, listos para salir en desbandada. Las manos de Noemí se mueven por el panel de colores brillantes que tiene delante. Se sabe de memoria cada botón, cada tecla, el significado de todas las lucecitas. «Lectura de los sistemas: correcta. Ignición: activada.»

El caza sale disparado como un cometa plateado atravesando la oscuridad del espacio. El brillo de la puerta se intensifica como una estrella a punto de convertirse en supernova, señal de que hay más naves de la Tierra en camino.

Cierra las manos sobre los controles. Frente a ella, la puerta despide una luz cegadora y, acto seguido, un enjambre de naves aparecen a través de ella, una tras otra.

—¡Tenemos cinco…, no, siete naves de clase Damocles confirmadas! —anuncia la capitana Baz—. Los hemos pillado por sorpresa. Aprovechemos la ventaja.

Noemí acelera y su caza plateado se dirige a toda velocidad hacia la Damocles más alejada. Las Damocles son naves largas, planas y bastante pesadas, sin gravedad artificial ni sistemas de soporte vital porque no transportan humanos. Dependiendo del tamaño de la nave, cada Damocles transporta entre diez y cien mecas, todos fuertemente armados, preparados para el combate y listos para matar.

Los mecas no le tienen miedo a la muerte porque ni siquiera están vivos. No tienen alma. Solo son máquinas de matar.

El mal en su estado más puro.

Noemí observa con los ojos entornados cómo se abre la primera compuerta. Gracias a Dios son naves pequeñas, pero aun así transportan un poderoso destacamento de mecas. Si pudieran volatilizar un par de Damocles antes de que liberen su cargamento letal…

Demasiado tarde. Los mecas emprenden el vuelo protegidos por exoesqueletos de metal, con el revestimiento justo para que los guerreros robóticos que hay en su interior no se congelen en el frío del espacio. Mientras los cazas de Génesis se acercan, los mecas empiezan a tomar posición. Extienden las extremidades para expandir el campo de tiro, como depredadores a punto de saltar sobre su presa. A pesar de las batallas que ha librado, del duro entrenamiento al que se ha sometido, Noemí no puede evitar estremecerse.

—Secuencia de ataque… ¡ahora! —ordena Baz.

En el casco de Noemí retumban los gritos de combate de sus compañeros. Hace girar el caza hacia la izquierda y elige su primer objetivo.

—¡Matadlos a todos! —grita alguien a través del comunicador.

Los disparos de los mecas cortan el aire y se dirigen hacia Noemí, ráfagas de un naranja encendido que podrían mutilar un caza en cuestión de segundos. Se escora hacia la izquierda, devuelve los disparos. A su alrededor, los cazas de Génesis y los mecas de la Tierra se dispersan y las formaciones se disuelven en el caos de la batalla.

Como casi todos los genesianos, Noemí cree en la Palabra de Dios. Aunque a veces le asaltan preguntas y dudas que los ancianos son incapaces de responder, es capaz de citar cada capítulo y cada versículo sobre el valor de la vida y la importancia de la paz. Las cosas contra las que dispara no están vivas de verdad, pero tienen forma humana. Sabe que la sed de sangre que arde en su interior no está bien, ni tampoco la ira que siente, por justificada que esté. Pero hace caso omiso. No le queda más remedio que luchar, por el bien de sus compañeros de armas y de su planeta.

Noemí sabe perfectamente cuál es su deber: luchar hasta el último aliento.