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Abel no puede sabotear los esfuerzos de Noemí Vidal ni desobedecer sus órdenes, y tampoco tiene previsto intentarlo, pero la soldado se ha equivocado al juzgar sus intenciones. Aunque no puede hacer nada que pueda perjudicarla, sí puede actuar por iniciativa propia en otros aspectos. Y no tiene por qué informarle de ello.

Sonreiría por saberse más listo que ella si no estuviera tan concentrado. Se dirige hacia la pequeña sala de máquinas de la nave, que contiene una consola de comunicaciones secundaria. No puede pedir ayuda, no puede hacer nada que ponga en riesgo la vida de Noemí, pero sí puede satisfacer la curiosidad que lo ha corroído por dentro estos últimos treinta años.

En cuanto se detiene frente a la consola, hace una búsqueda con el nombre de Burton Mansfield. La nave contacta enseguida con los satélites que surcan el espacio en el sistema de Kismet y recopila toda la información que encuentra.

¿Habrá muerto su creador? ¿Murió huyendo de la Dédalo? Treinta años después, no puede seguir viviendo con la incertidumbre. Cuando por fin se ilumina la pantalla, se queda sin aliento, un reflejo humano que sobrevive en lo más profundo de su ADN humano.

Los resultados que tiene ante sus ojos no le dicen tanto como los que no ve. Ni una sola necrológica, ni un homenaje, y una persona de la talla de Mansfield habría recibido cientos tras su muerte. Por tanto, tiene que estar vivo.

No importa que no vaya a volver a verlo, al menos no tanto como la certeza de saber que su creador ha sobrevivido. La emoción que le inspira esta información, esta especie de luz que se ha encendido en su interior, ¿es eso que llaman alegría? Espera que sí. Siempre ha querido saber qué se siente al menos una vez en la vida.

Ojalá pudiera informar a Mansfield de su destino. Lo más probable es que no pudiera ofrecerle ninguna forma de rescate, pero aun así le gustaría hablar con él, con su «padre», explicarle los largos años de soledad y los extraños cambios que se han producido en su forma de pensar y en sus matrices emocionales. La información podría resultar útil para futuros experimentos en el campo de la cibernética.

No obstante, no hay muchos datos sobre el paradero actual de Mansfield. Hace tiempo que no hace comunicados de prensa. Tampoco ha dado conferencias. Su último artículo data de hace casi una década. Ya debe de ser un hombre anciano según los estándares humanos; lo más probable es que esté disfrutando de una muy merecida jubilación. Pero se le hace raro imaginárselo envejeciendo mientras que él sigue siendo el mismo.

Tampoco parece que Mansfield haya hecho avances significativos en el campo de la cibernética. Abel revisa las especificaciones actuales y ve que se siguen produciendo los mismos veinticinco modelos, del Bistró al Zebra. Su apariencia ha sido modificada, con nuevos peinados y proporciones físicas para reflejar los gustos actuales y, por lo visto, también han sufrido mejoras para reparar viejos defectos y vulnerabilidades. Lo esencial —a saber: fuerza, habilidades e inteligencia— no ha sufrido ningún cambio.

Para Abel se trata de una información táctica muy útil. Sin embargo, la satisfacción que experimenta no tiene nada que ver con ningún objetivo racional. Si hasta se le escapa una sonrisa mientras la pantalla proyecta una suave luz verde sobre su rostro.

Mansfield no ha fabricado otro meca tan inteligente como él. Ni tan hábil, ni con tanta capacidad de aprendizaje. Dicho de otra manera, nunca ha intentado sustituirlo.

Noemí Vidal puede destruirlo, pero jamás podrá arrebatarle la verdad: sigue siendo la creación definitiva de Burton Mansfield.

 

 

Cuando la Dédalo ya está a una hora de distancia de Kismet, Abel se pregunta cuál es la mejor forma de despertar a Noemí. ¿A través del sistema de comunicaciones interno? ¿Llamando directamente a su puerta? Pero justo cuando está pensando en ello, la soldado de Génesis aparece de nuevo en el puente, alerta, recién duchada (a juzgar por el suave olor a jabón que desprende) y vestida con ropa de civil de la capitana Gee.

Ropa que, por cierto, deja bastante que desear, o al menos eso es lo que piensa Abel: una túnica gris sin forma definida y unos pantalones anchos demasiado viejos para Noemí que, paradójicamente, la hacen parecer más joven de lo que ya es. Podría ser una niña jugando a los disfraces. Sin embargo, cuando habla su voz suena firme.

—¿Nos acercamos al planeta?

Él no tiene que responder. Justo en ese preciso instante, el panel de comunicaciones de la consola de operaciones se ilumina con un mensaje entrante, automático, seguro. Noemí duda un segundo antes de reproducirlo.

Las estrellas de la pantalla son sustituidas por una playa espectacular: un mar color lavanda y un cielo lila salpicado de nubes mullidas, más brillantes aún que el blanco cegador de la arena. Una voz de mujer los saluda. «Bienvenidos a Kismet, donde les aguarda el paraíso.» La imagen da paso a un resort de paredes perladas, frente al cual un grupo de gente joven y guapa pasea con una copa en la mano. «Tanto si han venido en busca de acción o para alejarse de ella, si ansían hallar la sensualidad o prefieren la tranquilidad, en Kismet nos comprometemos a hacer lo posible para que disfrute de esa escapada que tanto se merece. Todos los aspectos de su estancia representarán lo mejor que nuestro mundo puede ofrecer. Por favor, introduzca su código de estancia.»

—¿Qué código de estancia? —pregunta Noemí.

—A muy poca gente se le permite emigrar de forma permanente a Kismet. —La pantalla vuelve a mostrar la escena de playa—. La mayoría de los que vienen aquí son turistas de la Tierra o de las estaciones espaciales más prósperas de su sistema solar. Solo los más ricos pueden permitirse una estancia aquí.

Noemí se muerde el labio; la luz violeta de la pantalla se refleja sobre el negro de su pelo.

—No tenemos créditos suficientes para pagarnos una estancia, ¿verdad?

—Ni por asomo —le confirma Abel—. Puedo intentar enviar un código aleatorio. Si me ciño a sus parámetros, puede que sea capaz de dar con algo que nos sirva al menos para poder aterrizar.

En cuanto manda el código, desaparece la escena de la playa y es sustituida por el firmamento y unas líneas de texto: CÓDIGO INCORRECTO. PÓNGASE EN CONTACTO CON LA BASE LUNAR WAYLAND PARA SU PROCESAMIENTO O ABANDONE KISMET CUANTO ANTES.

—Adiós al plan —dice Noemí.

El tono de su voz no sugiere menosprecio alguno y, sin embargo, Abel nota una sensación extraña, una especie de incomodidad por haber sido incapaz de burlar el código, combinada con el deseo concreto y meridiano de que la soldado no hubiera presenciado su fracaso. ¿Esto es lo que los humanos llaman vergüenza? Ahora entiende por qué se esfuerzan tanto en evitarla. Al menos ella no se da cuenta de su malestar.

—No importa. Seguro que en la estación también tienen la pieza que necesitamos —añade ella.

—Una suposición razonable —admite Abel.

Según sus datos, Kismet solo tiene una luna. No debería haber estaciones espaciales en órbita, pero mientras la Dédalo rodea el planeta, Abel se pregunta por un momento si puede ser que sus datos estén equivocados porque la cantidad de tráfico supera con creces sus expectativas.

Cruceros. Viejas naves militares transformadas anárquicamente para su uso civil. Antiguos buques de navegación solar. Hasta un par de transportes para minerales. Cientos de estas naves se apiñan alrededor de la luna de Kismet, esperando obtener permiso para aterrizar en la Estación Wayland. Todas son de tamaños, antigüedad y orígenes distintos, pero tienen en común que han sido repintadas en colores brillantes, con murales de animales, llamas o motivos sacados de antiguos juegos de cartas; literalmente, cualquier imagen curiosa o extravagante que pueda salir de la cabeza de un humano. También hay nombres y palabras en inglés, cantonés, español, hindú, árabe, ruso, bantú, francés y muchas más lenguas.

—Pero ¿qué…? —Noemí mira a Abel—. ¿A eso se dedican los ricos en la Tierra? ¿A comprar naves para decorarlas?

—Son naves antiguas. En Génesis aún tendrían un pase, pero en la Tierra no serían consideradas dignas de alguien con posibilidades económicas. —Abel guarda silencio antes de formular la hipótesis que le ronda la cabeza—. Diría que acabamos de encontrar una reunión importante de vagabundos.

Noemí frunce el ceño, confusa.

—¿Vagabundos?

—A medida que las condiciones económicas y ecológicas de la Tierra se fueron volviendo más hostiles, a mucha gente no le quedó más remedio que emigrar. Luego estalló la Guerra de la Libertad y el plan de reasentamiento en Génesis se pospuso. Se quedaron sin un lugar al que poder ir.

—Pero… las otras colonias…

—No pueden albergar una cantidad tan elevada de humanos en busca de hogar —se adelanta Abel—. Kismet funciona como planeta-resort básicamente porque si permitiera el asentamiento no tardaría en quedarse sin recursos naturales. En Cray pueden vivir un máximo de dos millones de personas. En Bastión caben más, pero aun así la última vez que recibí datos nuevos su población apenas alcanzaba los doscientos millones. Habrá crecido desde entonces, pero no lo suficiente como para proporcionar unas condiciones de vida dignas a los ocho mil millones de almas que aún quedan en la Tierra. —Señala con la cabeza hacia las naves—. Como era de esperar, algunos humanos ya pasan toda su existencia a bordo de naves como esas. Se les conoce con el nombre de vagabundos. Y viendo lo que hay aquí, me atrevo a afirmar que lo que antes no era más que una subcultura alternativa con el tiempo se ha convertido en un movimiento importante.

Espera que sus palabras le saquen los colores, que ante semejante muestra de desesperación humana se avergüence de la decisión de Génesis de escindirse del resto de las colonias. En vez de eso, Noemí abre los ojos como platos, visiblemente confusa.

—Pensaba que la Tierra intentaría controlarlos —susurra—. Que las autoridades no permitirían que cualquiera pudiera tener nave propia. Esta gente va donde quiere. Son… libres.

—No sé mucho acerca de la libertad —le dice Abel a su comandante, que cada segundo que pasa lo empuja un poco más hacia su destrucción—. Deberíamos contactar cuanto antes con la Estación Wayland. En caso contrario, tal y como están las cosas, el aterrizaje podría retrasarse mucho.

Noemí duda. ¿Se ha percatado de la frustración que desprende su voz? Si es así, ¿por qué debería importarle?

—Adelante, establece comunicación con la estación —responde finalmente.

Abel obedece y luego se levanta de su consola.

—Debería cambiarme de ropa antes de que recibamos permiso para aterrizar.

—¿Por qué? Si estás… bien.

El meca no le da más importancia al cumplido de la que realmente tiene. Al fin y al cabo, lleva la ropa de Burton Mansfield —chaqueta y pantalones de seda negra, túnica ancha de color escarlata, todo confeccionado con tan buen gusto que no ha de temer por su aspecto, aunque la ropa haya pasado de moda. Pero ya no sirve a su objetivo.

—Me he vestido para ajustarme a la que pensaba que sería nuestra tapadera, es decir, que éramos viajeros ricos con destino al resort de Kismet. Según la nueva tapadera, estamos gravemente necesitados de un trabajo. Deberíamos aparentar ser pobres o, al menos, no ir a la moda. —Abel se detiene en la puerta y estudia a Noemí por segunda vez—. Lo que llevas tú está bien.

Ella pone una cara extraña mientras lo sigue con la mirada. Seguro que piensa que no ha sido más que la típica indiscreción robótica y no algo que ha dicho intencionadamente.

Mejor.

Puede hacerle de sirviente. Hasta puede dar su vida por una causa que no es la suya, sino la de ella. Su programación no le deja más alternativa.

Pero si Noemí está decidida a usarlo para luego deshacerse de él, al menos puede asegurarse de que no disfrute del viaje.