Noemí se mira la ropa. La ha elegido porque esperaba que, una vez en la estación lunar, nadie reparara en su presencia con estos trapos grises y sin forma definida. Ahora, en cambio, siente que llama la atención. Se ve fea.
«No seas ridícula. Abel ha dicho que lo que llevas está bien para lo que vamos a hacer. ¿Qué más da que sea horrible? No has venido a impresionar a nadie. Estás aquí para comprar un anx T-7 y seguir tu camino.»
Suponiendo, claro está, que pueda confiar en Abel.
Está claro que a bordo de la Dédalo sí ejerce un cierto control sobre él. ¿Seguirá siendo así cuando aterricen en la Estación Wayland, cuando haya más humanos a su alrededor, humanos que odian Génesis y que le dispararían nada más verla? Los nervios, la energía que la recorre por dentro, siguen aumentando y chisporroteando, llevándola del miedo a la emoción y vuelta a empezar.
Está a punto de visitar otro planeta. Bueno, su luna. Pero ¡aun así! Es la aventura que siempre ha querido vivir y la misión en la que no puede fallar. Su sueño más especial envuelto en la más oscura de las pesadillas.
En esta misión no puede cometer ningún error. Un paso en falso y morirán ella y la mejor oportunidad de salvarse que su planeta haya tenido jamás.
Intenta calcular cuántos días han pasado desde que salió de Génesis, pero al no estar en su sistema solar, algunos conceptos como el día y la noche se han vuelto más confusos. También debería tener en cuenta las diferencias einsteinianas en el discurrir del tiempo en grandes distancias espaciales. Podría pedirle a Abel que hiciera los cálculos por ella…
Pero consigue contenerse. Se está acostumbrando a recurrir demasiado a él. Confía en el funcionamiento de la máquina por puro instinto, pero Abel tiene ese otro lado, esa increíble chispa de consciencia, y sabe que no puede fiarse de él. No quiere que depender de él se convierta en una costumbre. Quizá podría inventarse un programa que calculara los días.
¿Debería dejarle salir de la Dédalo? Seguro que ella es capaz de encontrar sola las piezas que necesita.
Mejor no dejarse llevar por la paranoia. Abel es un prototipo único, lo cual significa que no está registrado. Su aspecto es tan humano que una persona normal y corriente jamás se daría cuenta de que es un meca. Si Noemí lo hubiera conocido en otras circunstancias, tampoco se habría dado cuenta. En algún momento tendrá que descubrir si puede confiar en su programación o no; por qué no ahora. Abel es una herramienta en sus manos y no debería tener miedo a usarla.
Eso es lo que se repite a sí misma y casi consigue acallar la extraña sensación que no la ha abandonado desde que Abel dijo que no sabía demasiado acerca de la libertad.
La Estación Wayland asoma en la pantalla a medida que la nave se va acercando a la luna de Kismet. Desde lejos parecía un cráter más, pero Noemí ya empieza a ver los detalles del asentamiento que se esconde en su interior, sellado bajo una burbuja transparente. Decenas de naves vagabundas se amontonan alrededor de Wayland a la espera de recibir permiso para aterrizar. Reconoce algunas de las imágenes que llevan en los cascos: diseños maorís en esta, un zigzag absurdo en aquella y una tercera toda pintada de verde claro, como una hoja flotando en el espacio exterior.
«Todas llevan a bordo a gente de otros planetas.» Un escalofrío le recorre el cuerpo y anula el cansancio acumulado después de tantas horas. «La mayoría son de la Tierra, seguro, pero podría haber alguna de Bastión o incluso de Cray. Voy a conocer a alguien que viene de otro mundo, voy a pisar un planeta que no es el mío. Levantaré la mirada hacia el cielo y veré nuevas constelaciones en las estrellas.»
Según la doctrina de Génesis, sus habitantes no necesitan para nada acudir a otros planetas. Noemí lo cree, pero que no necesites algo no significa que no lo desees, ¿verdad? ¿Qué tiene de malo querer ver otras obras de la creación, contemplar el universo desde cada ángulo posible, ser el catalizador a través del cual el universo puede contemplarse a sí mismo? Desde que tiene uso de razón, lo que más ha deseado en la vida siempre ha sido explorar más allá de todos los límites.
Y por fin, gracias a esta misión, va a poder hacerlo.
La luna empieza a eclipsar la suave superficie violácea de Kismet y aprovecha estos últimos momentos para observar el planeta, que brilla como una amatista sobre un fondo de terciopelo negro.
Este es el mundo sobre el que Esther brillará para siempre. Y Noemí se alegra de que sea tan hermoso.
Justo cuando se dispone a ir en busca de Abel para que aterrice la nave, este reaparece ataviado con una sencilla camiseta de manga larga y un par de pantalones de trabajo, ambos verde oliva, la saluda con la cabeza y se dirige a la posición del piloto. Ese extraño don de la oportunidad a Noemí le pone los pelos de punta, al igual que la tranquilidad glacial de la que siempre hace gala. No dice una sola palabra, se limita a dirigir la Dédalo hacia la abertura que hay en la cúpula de la estación, rodeado en todo momento por un enjambre de naves vagabundas, hasta posarla sobre la superficie de la luna. Y cuando la abertura se cierra y se quedan atrapados en el interior del puerto espacial —un edificio gris y achaparrado que no se parece en nada a los palacios tornasolados de Kismet—, Noemí se da cuenta de que ya no le basta con la emoción para mantenerse alerta. La realidad de lo que está a punto de hacer cae sobre ella como una losa. De pie frente a la entrada de la nave, esperando a que se abra la compuerta, siente que su cuerpo se enfría por momentos. Junta las manos para no cubrirse con ellas. Seguro que si lo hiciera, Abel se burlaría de su debilidad humana.
Se prepara para enfrentarse por primera vez a un planeta nuevo, pero no se siente como una soldado de Génesis. Lo único que sabe es que está muy lejos de casa.
—¿Cuándo fue la última vez que estuviste en Kismet? —pregunta, y se enorgullece de sí misma por haber sido capaz de decir las palabras sin que le tiemble la voz.
—Nunca.
—¿Nunca? —Se vuelve hacia Abel—. ¿Y en el resto de colonias?
—Tampoco las he visitado.
—Entonces ¿por qué actúas como si lo supieras todo?
—Mi falta de experiencia directa es irrelevante —responde, y se encoge de hombros—. Mis circuitos de memoria contienen información muy detallada.
—Información de hace treinta años, querrás decir.
Él arquea una ceja.
—Por supuesto. Fui abandonado hace tres décadas, así que la información sobre cualquier evento reciente es, en consecuencia, limitada. ¿Quieres que te lo recuerde a intervalos regulares?
Noemí consigue controlar su genio, pero le cuesta. Su arrogancia le hace perder los nervios.
—Lo que quiero decir es que dejes de actuar como si lo supieras todo sobre Kismet, ¿vale?
—Nunca he dicho que lo supiera todo sobre Kismet —replica él, y le dedica una sonrisilla en apariencia cortés—. Sencillamente, sé más que tú.
«¿Por qué no lo lancé al espacio por la esclusa cuando tuve la oportunidad?»
Por un momento, Noemí sospecha que Abel se ha dado cuenta de la oscura llama que se arremolina en sus ojos. Su expresión sigue sin mostrar emoción alguna, pero da un paso atrás. Disfrutaría viéndolo tan inseguro si ella misma no estuviera histérica. Pero poco a poco consigue recuperar el control y el meca lo sabe.
Los paneles en forma de espiral de la puerta por fin se abren.
Al otro lado solo hay caos. El puerto es un sitio ruidoso y lleno de gente en el que huele a grasa y a sudor. Cientos de personas intentan avanzar por calles o cruzar puentes demasiado estrechos para semejante multitud. Visten ropas de colores brillantes, pero extrañas; trozos de tela cosidos sin ton ni son, la mayoría gastados o incluso hechos jirones. Las naves que hay atracadas en las inmediaciones están tan destartaladas como sus propietarios, ahora que las ve de cerca. Incluso a ella, que está acostumbrada a la vieja flota de Génesis, las naves que hay a su alrededor le parecen más cerca de la desintegración que de poder echar a volar en condiciones. Hay pantallas y holos por todas partes, en cada esquina, colgando de todas las vigas metálicas que hay sobre sus cabezas. Parece como si fueran importantes, pero Noemí sabe que las imágenes que muestran no son más que anuncios. Uno tras otro. Música y eslóganes a tanto volumen que ahogan hasta la última voz humana…
Y, de pronto, caminando hacia ellos, aparece el primer meca.
Su memoria responde al momento. «Modelo George. Diseñado para trabajos que requieren una inteligencia media y una tolerancia considerable al aburrimiento. Suelen utilizarse para tareas burocráticas.»
Darius Akide estaría orgulloso de ella por recordar tantos detalles, aunque quizá no le gustaría tanto el escalofrío que recorre su cuerpo mientras observa al George desde lejos. Parece que ya no lleva el peinado de los modelos más antiguos, pero por lo demás es exactamente igual que en las fotografías. Un poco achaparrado, con la piel pálida y el pelo castaño.
Lo que más le impacta son los ojos.
Los tiene de un color verde claro, pero parece… que estén vacíos. Como los de una muñeca, solo que cuando ella era pequeña le gustaba imaginar que sus muñecas la querían tanto como ella quería a sus muñecas. Es imposible fingir que detrás del rostro ausente del George se esconde un alma. Dentro de su cráneo de metal no hay más que cables y memorias. Circuitos y señales. Ni rastro de alma.
Eso sí, no se puede decir que haga nada extraño. Levanta un cuaderno digital de datos y saca una foto de sus caras.
—¿Nombre de la nave?
—Medusa —responde Abel—. Bautizada en honor al ser mitológico que disfrutaba transformando a los hombres en piedra.
Noemí prefiere creer que Abel ha escogido el nombre al azar. La otra posibilidad supondría propinarle un buen puñetazo en la cara, lo cual pondría al George en alerta y este sabría que algo no va bien.
—Medusa. Confirmado. —De momento, parece que la identidad falsa de la nave está funcionando. Genial—. ¿Nombres de los ocupantes?
Noemí intenta responder con naturalidad.
—Noemí Vidal.
—Abel Mansfield —dice su compañero tranquilamente.
¿Está programado para adoptar el apellido de su creador o es una elección consciente? Parece que sus apellidos no suscitan más reacción que las fotos que les han tomado, porque el George se limita a asentir.
—¿De qué nación de la Tierra provienen?
Noemí lo piensa un instante hasta que decide usar el país de nacimiento de sus antepasados.
—Chile.
—Gran Bretaña —contesta Abel; quizá allí fue donde lo crearon.
—A partir de este momento, están autorizados a permanecer en la Estación Wayland durante un máximo de seis días. Por favor, abonen la fianza no reembolsable correspondiente al primer día.
El George les entrega un pequeño lector de color negro en cuya pantalla se suceden las líneas de información. Abel introduce los datos que le pide el aparato y que demuestran que han abonado el importe que les da derecho a que la nave permanezca en Wayland. Han pasado la inspección. Nadie parece estar buscando a Abel ni se ha percatado de su presencia. Lo han conseguido.
Debería sentirse aliviada, celebrar la victoria. Pero el caos que la rodea, el ruido, la mugre y la inconfundible sensación de desesperación…
Noemí nunca se ha sentido tan lejos de casa.
El George señala a su izquierda, hacia una larga fila de vagabundos vestidos con ropa de alegres colores.
—Ahora solo tienen que personarse para la revisión de telarañas y obtendrán la autorización definitiva. Que disfruten de su estancia.
Mientras se dirigen hacia la cola de gente, Noemí aprovecha para susurrar al oído de Abel.
—¿Revisión de telarañas? ¿Qué quiere decir eso?
—No lo sé.
Se nota que odia tener que admitir que ignora la respuesta; ojalá Noemí no estuviera tan asustada, así podría regodearse de su incomodidad.
—Solo puedo especular —añade el meca.
—Vale, pues especula.
—Parece que las reservas de material médico están almacenadas allí —le explica, señalando hacia unas cajas en cuyo lateral hay pintada una cruz de color verde—, así que yo diría que se trata de algún tipo de revisión médica.
—¿Una revisión médica?
Noemí lo sujeta por el brazo para intentar retenerlo. Su cuerpo parece increíblemente humano. ¿Lo suficiente para engañar a los médicos o están a punto de ser descubiertos?
Pero no tienen tiempo para discutir. Unos empleados vestidos con batas verdes se dirigen hacia ellos para separarlos.
Ella siente que el pánico le cierra la garganta y, por un momento, siente el impulso de aferrarse a Abel, una máquina hostil y superior, pero el único en el que puede confiar en este sistema solar que le es extraño, en esta misión tan importante y peligrosa.
«No —piensa. Se pone recta y suelta el brazo del meca—. Puedo confiar en mí misma. Puede que la misión haya cambiado, pero yo no. Puedo con esto y con mucho más.»
Los conducen sin demasiadas ceremonias hacia una gran carpa donde vagabundos de distintas edades, géneros y razas se están desnudando para la revisión. Noemí nunca ha sido especialmente tímida con su cuerpo, pero esto es tan frío… Los médicos y las enfermeras que los van llamando no muestran compasión o empatía alguna; su cometido no es cuidar de ellos, solo clasificarlos.
Una vez desnuda y con la ropa debajo del brazo, se une a la fila con todos los demás. La chica que tiene al lado aparenta más o menos su misma edad. Es alta, tiene la piel oscura, lleva el pelo recogido en dos trenzas que le llegan a la cintura y está tan delgada que se le marcan las costillas. No es la única, pero en sus ojos hay algo… dulce, tal vez. En cualquier caso, Noemí decide arriesgarse y le susurra al oído:
—Eh, ¿qué son las telarañas?
—¿No lo sabes? —Tiene un agradable acento cantarín—. Eres nueva en esto, ¿eh? Supongo que no es algo de lo que se hable demasiado en la Tierra.
—Pues no, la verdad —replica Noemí—. Y sí, soy muy nueva.
No parece muy convencida, pero accede a explicárselo.
—Es un virus muy feo. El peor. Te entran escalofríos y se te rompen las venas por todo el cuerpo. También te sale como un sarpullido extraño con un montón de líneas blancas por todas partes, y parece que lleves una telaraña pegada al cuerpo.
Noemí asiente. De pronto se da cuenta de que ya no le parece tan extraño saber que está hablando con alguien de otro planeta. Esta chica no es una enemiga ni una alienígena, no es más que una persona. Y además muy agradable.
—Tiene sentido el nombre.
—La cuestión es que las telarañas son contagiosas y pueden llegar a ser mortales si no las tratas a tiempo. —Libera las trenzas del pañuelo que lleva alrededor de la cabeza y, por un instante, su rostro se entristece—. Venga, acabemos con esto cuanto antes.
El meca médico es una Tara, un modelo con el aspecto de una mujer de mediana edad de origen asiático. Los ayudantes, todos humanos, trabajan codo con codo con la Tara, pero está claro quién se ocupa de la revisión. Es tan rápida y eficiente como Akide les contaba en sus clases, pero sus ojos no reflejan la inteligencia que Noemí ha visto en los de Abel.
Y hablando de Abel…
Noemí mira a su alrededor con la esperanza de que no lo hayan sacado de la cola para revelar su verdadera identidad. Lo ve al otro lado de la carpa, desnudándose en una esquina y con el torso al descubierto. Lo primero que le llama la atención es lo relajado que parece. ¿Es porque cree que pasará la revisión sin que lo detecten o porque no ve el momento de que lo rescaten y la descubran a ella en el proceso?
Lo segundo es que es el centro de unas cuantas miradas. De muchas. No porque parezca una máquina, sino porque tiene el cuerpo más perfecto que Noemí ha visto en toda su vida. O imaginado. Podría ser una de esas esculturas de mármol, con la piel pálida, los músculos desarrollados y una simetría perfecta. Si no supiera que solo es una máquina, diría que es…
—Madre mía —murmura la chica que tiene delante, la de las trenzas. También está mirando a Abel y sonríe mientras él se quita los pantalones—. No es que no quiera a mi chico, pero es que…
—Siguiente —anuncia uno de los ayudantes, y la joven avanza para someterse a la revisión.
La Tara desliza las manos por la espalda y las extremidades de cada una de las personas que esperan en la fila, con la misma frialdad que si fueran estatuas. Cuando le toca a Noemí, la meca médico se detiene.
—Tiene la musculatura más desarrollada que las hembras de su edad.
En Génesis no. De hecho, siempre ha sido bastante descuidada cuando se trata de levantar pesas. Es lo que se le da peor del entrenamiento militar. Pero comparada con las chicas que tiene a su alrededor, vagabundas flacuchas y desnutridas, parece que esté exageradamente en forma.
—Nuestro último… trabajo requería mucho esfuerzo físico —responde, pensando rápido—. Duró varios meses. Supongo que se nota la diferencia.
Por lo visto, la explicación convence a la Tara, que la deja pasar.
Noemí se viste a toda prisa. No les está permitido esperar a los compañeros y, además, tampoco sabe si está preparada para ver a Abel totalmente desnudo, así que se dirige hacia el fondo de la carpa, dispuesta a conocer por fin la Estación Wayland…
… que es sospechosamente parecido a cruzar las puertas del infierno.
El mensaje de bienvenida a Kismet presentaba un planeta tan bonito, tan refinado, tan elegante. Lo que ve a su alrededor no se parece en nada a todo eso. Está rodeada de vallas publicitarias, holoanuncios y luces parpadeantes. Casi todos, al menos los más brillantes, anuncian que ¡EL FESTIVAL DE LA ORQUÍDEA YA ESTÁ AQUÍ! Por lo visto, es una especie de evento musical, aunque también se anuncia la presencia de varios famosos y algunos políticos. Al menos eso es lo que Noemí cree que son; los nombres y las caras le son completamente desconocidos. El principal reclamo es un tipo llamado Han Zhi. El festival se celebra en Kismet, pero los que estén en Wayland también podrán ver los conciertos en algunos locales previo pago de una entrada.
Por si no bastara con eso, las discotecas tienen otra forma de sacarle el dinero a los viajeros. ¡JUEGA AL DIECINUEVE DURANTE TODA LA NOCHE!, reza un holo con forma de ruleta, haciendo girar sus colores. En otra pantalla, dos mecas se contonean con poco más que la piel cubierta de aceite y sendas sonrisas de oreja a oreja; son los modelos para el placer, la Fox y el Peter. El anuncio reza: TÚ TAMBIÉN PUEDES TENER TU PROPIO JUGUETE.
Hay carreras de motos en una pista prácticamente vertical que tiene pinta de ser muy peligrosa. Cómo no, en la base del holo hay una breve línea de texto que advierte a los espectadores de los posibles accidentes. El aviso parece casi una promesa. ¿Quién se divierte viendo a la gente arriesgar la vida y todo por una carrera de motos?
Al menos Noemí sí entiende el atractivo del monitor que tiene justo delante, diversión de verdad, seguramente pensada para evitar que la gente se queje de las largas esperas y el trato un tanto brusco. Una chica ligera de ropa baila en el interior de una gran esfera antigravitatoria. Distintas zonas de la esfera se van iluminando, parpadeos rosados que le indican a la bailarina el siguiente punto en el que se activará la gravedad. Los velos vaporosos que le cubren el cuerpo flotan a su alrededor mientras ella se impulsa hacia arriba, extiende las piernas hacia los lados, flota en las distintas fuentes de gravedad como una hoja mecida por el viento. Todo sigue una secuencia muy precisa, Noemí no tarda en darse cuenta; tiene que ser divertido bailar ahí dentro, siempre que sea solo eso, bailar, sin tener que soportar las babas de los viajeros asquerosos que la observan. Porque eso es lo que hacen: babear y gritarle obscenidades, y todo es tan sórdido que le entran ganas de gritar.
—Interesante —dice Abel, que se acaba de detener junto a ella, completamente vestido y sin un ápice de preocupación en la cara—. Creía que había que pagar para ver este tipo de espectáculos.
—¿Cómo has superado la revisión médica?
—Ha sido bastante rápida y muy superficial —responde—. El personal médico humano estaba muy vigilado, ¿te has dado cuenta?
—No. —Y, de todas formas, tampoco le ve la importancia—. Ahora ya podemos empezar a buscar el anx T-7, ¿verdad?
—Así es. —Pero Abel no se mueve. Mira a su alrededor, contempla los anuncios estridentes, los gritos de la gente que tienen alrededor—. ¿Te preocupa?
—¿Qué? ¿El baile?
Noemí vuelve a mirar a la chica de los velos, que sigue dando vueltas dentro de la esfera, ignorando los piropos de mal gusto que le lanza la audiencia.
—La desesperación —contesta Abel—. Ver en qué se ha convertido la galaxia desde la secesión de Génesis. Si te molesta, puedo buscar la forma de minimizar el contacto con terceros.
—Nosotros no le hemos hecho nada a la Tierra ni al resto de las colonias —replica, negando con la cabeza mientras la luz rosada de la esfera se refleja en su cara—. Se lo han hecho ellos solitos. Si no nos hubiéramos apartado, también nos habrían arrastrado a nosotros. Así que no, no me preocupa lo más mínimo. Este lugar es la prueba más evidente de que hicimos lo correcto.
Abel inclina la cabeza, como si admitiera que tiene razón. Ojalá pudiera disfrutar de esta pequeña victoria, piensa Noemí, pero su mirada se posa de nuevo sobre las naves destartaladas y los vagabundos famélicos, y no puede evitar preguntarse: «¿Todo esto es culpa nuestra? No puede ser. Somos los buenos de la película… ¿Verdad?».