El puerto de la Estación Wayland sigue una de las distribuciones más habituales de todas las que Abel tiene almacenadas en el cerebro: un espacio amplio con techos altos, aproximadamente a unos cuarenta metros, sujetos por vigas de acero. El aire es frío y seco hasta el punto de que muchos humanos lo considerarían desagradable, pero a Abel le resulta muy familiar, después de haber pasado treinta años encerrado en un compartimento de carga. Hasta el último milímetro de la estación es un hervidero de actividad. La gente se amontona en las aceras, empuja cajas y barriles de provisiones, examina las distintas naves y se gritan los unos a los otros por encima del bullicio, lo cual no hace más que empeorar los niveles de ruido. Para él, la cacofonía debería resultar insoportable; sin embargo la encuentra emocionante, el hermoso sonido de la acción, de la vida.
Archiva la reflexión para futuras referencias: «Hasta las cosas más mediocres pueden resultar poderosas cuando hemos pasado demasiado tiempo sin ellas».
Detecta el primer fallo en el plan cuando comprueba por duplicado los datos que los relacionan con la Dédalo, también conocida como Medusa. Revisa las cuentas, de donde ya se ha restado el importe correspondiente al derecho de fondeo, y anuncia:
—Tenemos una complicación inesperada.
—¿Cómo?
Noemí echa un vistazo al lector de datos y abre los ojos como platos al ver el poco dinero que les queda.
—El derecho de fondeo en Kismet es exponencialmente más caro que hace treinta años. Al hacer los cálculos ya tuve en cuenta la posible subida de las tasas, pero la inflación se ha disparado muy por encima de mis estimaciones.
—¿Qué es la inflación? —pregunta Noemí.
«No proviene de una sociedad capitalista —se dice Abel a sí mismo—. No puede evitar su ignorancia.»
—Es cuando el dinero pierde valor y los precios suben. Las subidas exponenciales de la inflación son habituales en períodos de extrema agitación política, como en las guerras.
Noemí frunce el ceño y el rictus le dibuja un surco minúsculo entre las cejas, el mismo que aparece cada vez que se enfrenta a un problema. Abel empieza a ser capaz de descifrar sus gestos.
—¿Nos quedan suficientes créditos para comprar la pieza que necesitamos?
—Si la tasa de inflación de las piezas es parecida a la del derecho de fondeo, no.
Noemí suspira. Detrás de ella, la bailarina semidesnuda termina su coreografía antigravitatoria y saluda a su público; algunos tienen la decencia de aplaudir.
—Si no podemos comprarla, supongo que habrá que robarla.
Ya se está volviendo más pragmática. Ojalá pudiera alentar este rasgo en particular, pero no puede.
—Podemos intentarlo, pero la seguridad en la venta de piezas grandes seguramente será mucho más estricta que con los dispositivos termomagnéticos.
—¿Las piezas grandes son más baratas?
—Sí, pero normalmente se venden en tiendas donde hay más seguridad para evitar los robos. Podríamos sacar un dispositivo termomagnético de un aparato más grande sin correr el riesgo de que nos cojan in fraganti.
—Vale, vale —replica Noemí—. En ese caso, encontraremos una forma de ganar dinero. Buscaremos trabajo. Algo que nos permita cobrar cuanto antes.
Esperaba que se desanimara. Que la situación la superara. Que le mostrara más puntos débiles… Pero ¿por qué? Sus directrices no le permiten ir en su contra. Ver sus defectos solo le resultaría gratificante en ese nuevo nivel emocional que no acaba de entender del todo.
Decepcionado, decide centrar su atención en los abigarrados atuendos que visten los vagabundos que se pasean a su alrededor. Llevan prendas enormes sobre mallas y camisetas normales y corrientes, y completan el conjunto con botas de trabajo de distintas alturas. Bufandas de diferentes colores hacen las veces de sombrero o de tocado, de cinturón o de chal. De sus cinturas y de sus hombros cuelgan cinturones para herramientas. ¿Es una cuestión de estilo o de funcionalidad? Abel sospecha que lo segundo. Todo menos las botas podría servir para más de un propósito en caso de necesidad.
Un poco más adelante, un sencillo cartel anuncia: REGISTRO PARA TRABAJADORES. FESTIVAL DE LA ORQUÍDEA, y muchos vagabundos se han reunido en las inmediaciones. Noemí se anima al verlo, que es lo más cerca que ha estado de sonreír desde que la conoce.
—Pues claro. El festival, por eso hay tanta gente en la estación. Esperan encontrar un trabajo temporal.
—En ese caso estamos de suerte.
Abel se abre paso hasta la zona de la multitud que parece una cola. Justo delante de ellos hay una pareja uno o dos años mayores que Noemí, ambos vestidos con ropas de vagabundo. El agudo oído de Abel solo le sirve para escuchar disimuladamente la conversación.
—Lo primero que pienso comerme es una tostada de canela —dice la mujer de la pareja, una chica alta cuyo color de piel, acento y largas trenzas sugieren un origen afrocaribeño. Antes la ha visto hablando con Noemí durante la revisión médica—. ¡No, no, espera! ¿Crees que tendrán fruta fresca, Zayan?
—Lo que daría por un mango —suspira su pareja, un hombre un poco más bajo que ella que parece originario de la India o Bangladés—. Tienes que probarlos, Harriet. Si están la mitad de buenos de lo que recuerdo, es como comerse un trozo de paraíso.
Los dos sonríen y se cogen con fuerza de la mano hasta que la chica de las trenzas, Harriet, ve a Noemí y la saluda. Ella sonríe tímidamente. ¿Está intentando hacerse amiga de los vagabundos? Seguro que no. No harían más que poner en peligro su coartada.
Revisando la conversación entre Harriet y Zayan, Abel deduce que la escasez de alimentos ha ido a peor. Cuando él dejó la Tierra, los mangos no eran una fruta difícil de encontrar.
—Eso si nos contratan —dice Harriet con tono pesimista, pero un hombre barbudo de mediana edad se da la vuelta con aire burlón.
—Cubrieron las vacantes hace meses. Había que apuntarse a distancia, ¿no lo sabíais? —El tipo se ríe de la joven pareja de vagabundos como si les hubiera explicado un chiste—. No hay más trabajo. Podéis marcharos.
Decepcionante, sin duda, aunque Abel está convencido de que encontrarán otra cosa. Sin embargo, la pareja parece muy afectada, tanto que por un momento teme que uno de los dos se desmaye.
—Eh —interviene Noemí un tanto incómoda, con las manos apretadas—. Todo saldrá bien, ya lo veréis.
—No es verdad. —Harriet sorbe por la nariz y se limpia la cara—. ¿Por qué no lo comprobamos? Si lo hubiéramos mirado antes de pagar los derechos de fondeo…
Zayan le pasa un brazo alrededor de los hombros.
—Hemos conseguido que las raciones nos llegaran hasta ahora, ¿verdad?
—Es la última semana. —A Harriet le tiembla la voz—. Y lo sabes.
El chico respira hondo.
—De momento, vamos… a sentarnos, ¿vale? Con tanta hambre no se puede pensar con claridad. No podemos comer, pero al menos sí podemos descansar.
Se despide de Noemí y Abel con un gesto de la cabeza y acompaña a Harriet hasta un pequeño banco que hay debajo de unos anuncios holográficos. Una vez allí, se abrazan con fuerza.
Los oscuros ojos de Noemí no se apartan de ellos ni un segundo, ni siquiera cuando Abel la lleva hasta un lateral del pasillo.
—¿Nadie les dará comida? —susurra.
—Parece que no son los únicos que tienen problemas.
—Los que vienen al Festival de la Orquídea tienen comida de sobra. Si les quedara un poco de decencia como seres humanos que son, la compartirían con los que más la necesitan.
—Los seres humanos y la decencia son dos conceptos que no siempre van unidos. —Abel parpadea, un poco sorprendido de lo que acaba de decir en voz alta, y enseguida redirige la conversación—. Tendremos que encontrar otra forma de generar ingresos.
—¿Y cómo?
Echa otra mirada hacia el pasillo, lleno de anuncios llamativos por todas partes.
—Llegados a este punto, la forma más rápida y fiable de conseguir dinero es mediante la prostitución.
Noemí se queda petrificada y su boca dibuja una o perfecta.
—No estarás…, no estarás insinuando que me prostituya, ¿verdad?
—Pues claro que no. Eres mi comandante, soy yo el que te sirve a ti. Lo más lógico es que yo asuma el rol de trabajador sexual. —Debería haber conservado la ropa que llevaba antes; los dueños de los burdeles habrían apreciado su cuerpo mucho mejor. En cualquier caso, sabe que no tendrá problemas para que lo contraten—. He sido programado con casi todas las habilidades del resto de los mecas, incluidas las de los modelos Fox y Peter. Mi repertorio de técnicas y posturas sexuales supera con creces el de cualquier humano, y mi forma física ha sido diseñada para maximizar el atractivo tanto a nivel táctil como visual.
—Eh, eh, para el carro. —Noemí sacude la cabeza, un tanto perpleja. Con el rabillo del ojo ve a una mujer joven, con el pelo corto y negro, vestida con el uniforme del personal del resort, que se ha ido acercando lentamente a ellos mientras trabaja con su bloc de datos y ahora tiene que escoger las palabras con cuidado para no revelar demasiado de su historia—. Abel, no puedo permitir que… vendas tu cuerpo.
—En realidad, la transacción se parece más a un alquiler.
—¡Ya me entiendes! No me parecería bien que lo hicieras.
No tienen tiempo que perder en las mojigaterías propias de Génesis.
—¿Te parece mejor quedarte sin fondos? ¿O sin tiempo? ¿O no poder volver a casa?
Noemí se lo queda mirando, tan sorprendida que parece que se haya ofrecido a ganar dinero asesinando niños. El sexo es una de las funciones que Abel lleva programadas; por tanto, puede usarla en beneficio de su comandante. Está a punto de decirle eso mismo cuando la mujer del pelo negro se acerca a ellos.
—Perdonad… Lo siento, pero no he podido evitar escucharos. No te metas en esos temas, ¿quieres? Es el típico trabajo que solo deberías aceptar si estás seguro de que quieres hacerlo y además eres capaz de apañártelas. No porque estés desesperado.
—Tenemos pocas opciones —replica Abel.
La mujer suspira y se guarda el bloc de datos debajo del brazo.
—¿Podéis ser discretos? —pregunta en voz baja.
—Por supuesto —responde él.
A Noemí le cuesta un poco más atrapar la oportunidad al vuelo.
—¿Sobre qué?
La mujer se cruza de brazos.
—Sobre cualquier cosa en la que os pida discreción. Puede que tenga un trabajo para vosotros. Pero lo que veáis en el almacén se queda en el almacén. Y me refiero a todo lo que veáis. Si sois capaces de hacerlo, podríamos trabajar juntos.
—No informaremos de nada a las autoridades —promete Abel; Noemí no parece tan convencida, pero acaba asintiendo.
—Me estoy volviendo una blanda —dice la mujer, negando con la cabeza—, pero creo que puedo meter a dos más en el muelle de carga.
Abel se dispone a abrir la boca para aceptar la oferta, pero Noemí se le adelanta.
—Somos cuatro. ¿Te parece bien? —Señala a Harriet y a Zayan—. A todos nos vendría bien el trabajo.
—Eso he oído. —La mujer mira a Abel de arriba abajo, como si estuviera sopesando sus opciones como trabajador sexual. Suspira y añade—: Pero blanda, ¿eh? Claro, donde caben dos caben cuatro, siempre que todos seáis capaces de tener la boca cerrada.
—Gracias.
Y ahí está, por fin, la sonrisa de Noemí, radiante, y todo porque ha podido ayudar a una pareja que hace diez minutos eran dos perfectos desconocidos.
La mujer se acerca a Harriet y a Zayan para hablar con ellos, que reciben la noticia entre risas.
—Te has arriesgado mucho para ayudar a dos desconocidos —le susurra Abel.
—Son seres humanos igual que yo. Es mi trabajo cuidar de ellos. —Lo mira fijamente y entorna los ojos—. No espero que un meca lo entienda.
Él pretendía alabar sus acciones; su programación considera el altruismo una de las virtudes más elevadas, como no podía ser de otra manera. Sin embargo, y teniendo en cuenta que lleva todo el día metiéndose con ella, Noemí ha supuesto que todo lo que le diga es con intención de ser desagradable.
No es una conclusión irracional, considerando las pruebas que le ha dado hasta ahora.
Y, sin embargo, Abel se da cuenta de que le preocupa la posibilidad de que Noemí le tenga más aversión de la que él le tiene a ella. ¿Por qué debería importarle? No se le ocurre un solo motivo por el que su opinión deba preocuparle, pero lo cierto es que le preocupa.
Y tampoco siente hacia ella la misma aversión que sentía hace una hora.
En algún momento tendrá que solucionar este problema que tiene con las emociones.
Los mecas se fabrican, luego crecen. Las fábricas producen troncos de encéfalo mecánicos y armazones en forma de esqueleto; el tallo cerebral se mete dentro de un tanque de clonación para que a su alrededor crezca un cerebro orgánico; ese cerebro recién sintetizado es el que luego se ocupa del resto y saca los nutrientes y los minerales que necesita del mejunje rosado con el que se llenan los tanques.
Abel recuerda haber despertado en uno. Mansfield estaba esperándolo, con las manos extendidas. Su sonrisa fue lo primero que vio.
No obstante, a la mayoría de los mecas no se les despierta la conciencia hasta que han sido vendidos y enviados. Los sellan dentro de bolsas transparentes como si fueran una mercancía más. Los códigos que se estampan en los sellos de la bolsa indican el modelo, el número de serie del fabricante, la destinación y el propietario. Abel ha presenciado muchas veces el proceso de envío, tan eficiente e impersonal, y nunca ha entendido por qué le resulta tan… ofensivo.
Ahora que está en Kismet, sabe que los humanos también pueden recibir el mismo trato.
—¡Atención todo el mundo, escuchad! —grita su nueva jefa, la joven del pelo corto y negro. Lleva un sarong con un estampado de rayas que, de cerca, forman el nombre del resort para el que van a trabajar, un detalle que a Abel le parece irrelevante, teniendo en cuenta que no van a pasar de la zona de almacenes de la Estación Wayland—. Me llamo Riko Watanabe y os voy a explicar lo que hacemos aquí: coordinamos los envíos para los huéspedes del resort. Muchos vienen hasta aquí en bólidos, lo que significa que han enviado sus pertenencias por separado. —Señala hacia el almacén, que está lleno de baúles hechos de hilo metálico o lo que parece ser cuero. Abel se pregunta de dónde habrán sacado una vaca de verdad—. Tenemos que programar los envíos a sus habitaciones en el resort y asegurarnos de que reciben lo que han pedido lo más pronto posible. ¿Entendido?
Riko recibe murmullos y gestos de asentimiento a modo de respuesta. Da una palmada y los pone a trabajar, lo que supone arrastrar baúles, comprobar etiquetas electrónicas y conducir carretillas elevadoras hasta las naves de carga que esperan antes de partir hacia las hermosas costas de Kismet, las mismas que Abel y Noemí no verán nunca. A él le da igual, pero no tarda en darse cuenta de que ella frunce el ceño cuando cree que nadie la mira.
Aun así, trabaja duro. No se queja. A veces, cuando el trabajo se lo permite, habla con Harriet y con Zayan. Es como si agradeciera la distracción… del miedo, supone Abel. Aunque llegados a este punto, no cree que le tenga miedo a la misión o a este nuevo mundo porque es evidente que se está adaptando con rapidez a ambos.
¿A qué más le puede tener miedo? ¿Es lo mismo que la impulsa a ir más rápido, a no esperar más de lo estrictamente necesario?
—¿Cuántos días tenemos que hacer esto para reunir el dinero que necesitamos? —pregunta, la única vez que le dirige la palabra.
—Cinco —responde él. Luego añade—: He de decir que este almacén está cerca de uno de piezas de recambio, lo que significa que los protocolos de seguridad deberían ser parecidos.
Noemí ladea la cabeza.
—¿Vas a entrar por la fuerza?
—Durante el primer día del festival, a última hora —responde—. La psicología humana sugiere que es cuando un mayor número de gente estará distraída.
Conociendo su rígido sentido de la moralidad, Abel está seguro de que se opondrá, se negará a robar cuando con esperar unos días le basta para poder comprar lo que necesita. Pero Noemí respira hondo.
—Mañana, entonces. Un día más.
Hay algo que le preocupa. Pero ¿qué?
Y sea lo que sea, ¿es algo en lo que pueda ayudarla? ¿O debería usarlo en su contra si se presenta la oportunidad?
Esa misma noche, después de una cena a base de papilla de nutrientes a la que llaman «ensalada de judías» —todo un eufemismo—, el personal de la empresa les enseña dónde van a dormir.
En cuanto lo ve, Noemí se queda de piedra.
—Pero ¿qué…?
—Cápsulas móviles —explica Abel, mientras la enorme pared de cápsulas metálicas se mueve y una se detiene a la altura del suelo para que dos de sus compañeros puedan entrar en ella. Otras cápsulas se reconfiguran cerca del punto más alto, cambiando de posición cada pocos minutos. Es como ver un rompecabezas resolviéndose solo—. Son muy habituales en las colonias como alojamiento temporal para trabajadores, en destinos turísticos y a veces hasta en cárceles, para prevenir las fugas y los intentos de rescate.
—Vidal, Mansfield, por aquí —los llama el empleado.
—¿Se supone que vamos a compartir una de esas cápsulas? —Noemí se cruza de brazos; es evidente que está tensa—. Genial.
A Abel tampoco le apasiona la idea de pasar varias horas tumbado al lado de su destructora, pero intenta llevar el asunto con más elegancia. Entra en la cápsula e inspecciona el interior; todo es de resina clara y de metal, dos catres uno al lado del otro, un pequeño baño escondido tras una pared semicircular y ni una sola ventana. Muchos humanos lo encontrarían claustrofóbico. Para Abel, es otro sitio más distinto del compartimento de carga y, por ello, más que bienvenido.
—No sé cómo pasas las horas de noche mientras los humanos dormimos —dice ella mientras se instalan en sus respectivas camas—, pero hagas lo que hagas, no me mires.
—Duermo.
—¿Ah, sí? —La curiosidad supera la desconfianza—. Pero… bueno, ¿por qué? ¿Eso no te resta utilidad durante unas cuantas horas de cada día?
—No necesito descansar tanto como un humano, por lo que siempre estoy disponible si mis servicios son necesarios.
—Pero ¿qué sentido tiene dormir?
—El mismo que para los humanos. Las funciones corporales necesitan tiempo para procesar, y la memoria, para deshacerse de los datos irrelevantes. El sueño es el momento perfecto para ocuparse de ello. ¿No os lo enseñan en Génesis?
—No es un tema que hayamos tratado con detalle. Allí solo se ven Charlies y Reinas y te aseguro que no se echan una siesta en pleno combate.
—Perfectamente comprensible.
El meca se tumba y estira su manta con cuidado.
Se quedan así, tumbados y en silencio, durante un buen rato, escuchando los quejidos metálicos de la estructura de cápsulas móviles. Cuando la suya se mueve, la sensación no es desagradable. Se parece mucho a ir a bordo de un barco en alta mar.
Abel debería dormirse ya y dejar que Noemí haga lo mismo, pero está inquieto. Siente que necesita datos nuevos. Además, es evidente que ella tardará un buen rato en relajarse lo suficiente para quedarse dormida delante de él. Por eso, al final decide probar suerte.
—¿Qué es lo que te ha estado molestando tanto durante todo el día?
—¿Qué?
Noemí se incorpora sobre un codo y lo mira.
—Mientras estábamos trabajando en el almacén. Fruncías el ceño continuamente.
—Estaba intentando descubrir qué es lo que se trae Riko entre manos. Había cosas que no tenían sentido. —Suspira antes de que Abel tenga tiempo de pedirle que se explique—. Además, yo soy así. Frunzo el ceño. Soy antipática. Tengo muy mal humor. No eres el primero que se da cuenta de que no soy la persona más… agradable del mundo.
Abel considera la respuesta.
—¿Por qué lo dices?
—Es evidente. —Noemí se encoge de hombros—. El señor y la señora Gatson, mis padres adoptivos, siempre me llamaban su «pequeña nube de tormenta». Nunca me siento feliz.
—Eso no cuadra con mis datos —replica Abel. Puede que no le guste lo que Noemí pretende hacer con él, pero se fía de sus observaciones—. Arriesgaste tu vida para intentar salvar la de tu amiga Esther. Luego emprendiste una misión muy peligrosa para salvar tu planeta. Aquí en Kismet, te aseguraste de encontrar trabajo para dos personas a las que apenas conocías solo porque lo necesitaban. Tienes mal humor, es verdad, y no puedo dar fe de tu felicidad en general, pero no te definiría como «desagradable».
Noemí parece incapaz de procesar lo que acaba de oír.
—Pero… es… Da igual, los Gatson no estarían de acuerdo contigo y me conocen mucho mejor que tú.
—¿Te comportas con ellos como te has comportado hoy con tus compañeros?
—Pues… más o menos, sí.
—En ese caso, la opinión de los Gatson parece equivocada e injusta.
Noemí se incorpora y sacude la cabeza. Abel está alabando su carácter, pero aun así parece nerviosa.
—¿Cómo es posible? Son mis padres adoptivos. Me acogieron en su casa. ¿Por qué van a decir algo así si no es verdad?
Él considera las distintas posibilidades.
—Lo más probable es que a veces les fastidiara tener que cuidar de ti, y ello hacía que se sintieran culpables y que a veces te tildaran de desagradable, para justificar el hecho de que sentían menos afecto por ti que por su hija.
Noemí se lo queda mirando. No pregunta nada más, así que su explicación debe parecerle adecuada.
Sonríe, se tumba y cierra los ojos. Otro problema resuelto. Mansfield estaría orgulloso de él.