A los mandos de su caza, Noemí ha matado a diecisiete modelos Reina y casi a treinta Charlies. Por desgracia, ahora no tiene ni nave ni blásteres.
Pero los mecas ni siquiera la miran. Para ellos, Abel es lo único importante.
La Reina y el Charlie se acercan al mismo tiempo. Al igual que Abel, pasan por encima de las líneas del láser sin ningún problema. Los rodean y el Charlie ladea la cabeza y entorna los ojos como si estuviera estudiando a Abel a través de un microscopio, sin apartar el bláster de Noemí ni un segundo.
—Justifica tu ausencia —le dice la Reina a Abel.
—Mi ausencia es debida al abandono del que fui objeto cerca de la Puerta de Génesis. El profesor Mansfield ya lo sabe.
—¿Cómo es posible que hayas vuelto después de tanto tiempo? —pregunta la meca.
Abel duda un instante, como si no quisiera contarlo todo. Pero su programación le obliga a obedecer.
—La Dédalo y yo fuimos encontrados por mi nueva comandante.
Noemí nunca había estado tan cerca de una Reina como para verle los ojos. Son de un color verde pálido, tan claro que resultan inquietantes. Se los clava en la cara sin apenas parpadear, pero luego solo dice:
—No se permite la presencia de humanos no autorizados en casa del profesor Mansfield.
—En ese caso, no hay nada más que hablar. —Abel no suelta el anx T-7 ni un segundo—. Por favor, mandadle recuerdos de mi parte. Decidle que… lo he echado de menos.
Noemí se sorprende. «¿Qué está haciendo?»
—Tienes que venir con nosotros —replica la Reina con el ceño fruncido—. Mansfield quiere que vuelvas.
Él responde que no con la cabeza.
—Nada me gustaría más que reunirme con él. Sin embargo, me programó para que profesara una lealtad absoluta hacia mi comandante humano y ahora mismo ese puesto lo ocupa Noemí.
—Nos acompañarás en el viaje de vuelta a la Tierra —interviene el Charlie—. Debes obedecer al profesor Mansfield.
Noemí intuye algo en la cara de Abel que jamás habría imaginado ver en ella: tristeza.
—Si estuviera aquí, obedecería hasta su última palabra, pero ha sido él quien me ha atado de pies y manos a mi nueva comandante humana. Me habéis comunicado sus deseos, pero no habéis transmitido ninguna orden directa. Por tanto, carecéis de la autoridad necesaria para invalidar la programación de Mansfield.
La Reina considera sus palabras y asiente.
—En ese caso, te liberaremos de tu comandante. —Se gira hacia el Charlie y le dice—: Mátala.
El terror atraviesa a Noemí como una espada de hielo, pero el Charlie hace lo que cualquier soldado haría antes de disparar su arma por primera vez: baja la mirada para comprobar los parámetros.
No tarda ni un segundo. Menos de un parpadeo. Pero Noemí lo aprovecha para huir.
Se pone a cubierto detrás de un palé de raciones, un refugio un tanto débil que el Charlie podría hacer volar por los aires en cuestión de segundos, pero da igual porque, al salir corriendo, Noemí ha atravesado los haces del láser.
De pronto, suena la alarma, tan alta que le duelen los oídos, y las luces rojas que inundan el local parpadean como una luz estroboscópica. La soldado de Génesis levanta la vista hacia el techo y ve que las barreras de seguridad han empezado a caer. Se lanza en dirección a la entrada principal. Tiene el tiempo justo para pasar por debajo…
—¡No! —grita Abel.
No quiere que se escape. Prefiere que la atrapen o que muera…
Su cuerpo impacta contra el de ella con tanta fuerza que la impulsa hacia delante, al otro lado de las puertas. El Charlie y la Reina les pisan los talones, pero las barreras de seguridad chocan por fin contra el suelo y le aplastan un brazo al Charlie.
Es la primera vez que Noemí ve a un meca herido tan de cerca. La piel rota y los cables retorcidos, la sangre y los engranajes, todo mezclado, auténtico e irreal al mismo tiempo. Le tiemblan los dedos a una velocidad increíble hasta que, por fin, toda la extremidad se queda sin vida. Un fino hilo de humo se eleva hacia el techo desde el borde de la barrera. Noemí parpadea, horrorizada, y recoge el bláster del suelo.
Percibe movimiento con el rabillo del ojo y ve que la Reina está desenfundando su arma. De pronto, Abel la coge del brazo, la empuja detrás de él y se queda mirando fijamente a la meca. Aún tiene el anx T-7 debajo del brazo.
—Estás protegiendo a la oficial de Génesis —dice la Reina, ladeando la cabeza.
—Obedezco mis directrices.
Retrocede lentamente, Noemí detrás de él, hasta que están de nuevo frente al ascensor. Una vez allí, Abel se detiene y ella se da cuenta de que quiere que se suba a su espalda. Lo hace y él salta al interior del hueco, con el anx T-7 todavía debajo del brazo, pero con la misma agilidad que si tuviera las dos manos libres.
Mientras escala, Noemí le dice lo único que se le ocurre.
—Piensas rápido.
—Y tú —replica él—. Te das cuenta de que las autoridades ya han sido alertadas.
—Prefiero jugármela con la policía local que con un Charlie y una Reina.
—Teniendo en cuenta las circunstancias, estoy de acuerdo.
«No ha dejado de obedecerme —piensa Noemí mientras ascienden por el hueco del ascensor, más lentamente ahora que Abel solo puede usar una mano, pero aun así bastante rápido—. Podría haberse reunido con Mansfield y ha preferido quedarse conmigo.»
Es un defecto en su programación, un error que le confirma que no mentía sobre sus límites y obligaciones. Tampoco miente cuando dice que la ayudará hasta el final, esté ella presente o no lo esté. Puede confiar en él.
El problema es que no es como confiar en un puente para pasar un río o en un horno para cocer el pan. Se parece peligrosamente a confiar… en una persona. Y no debería ser así. No puede cometer el error de olvidar cuál es la verdadera naturaleza de Abel, ni ahora ni más adelante, cuando la misión esté a punto de finalizar.
Llegan al piso superior, salen del hueco del ascensor de un salto y corren hacia el hangar. A su alrededor todo sigue desierto, pero las luces de emergencia y el bramido de las alarmas han transformado la Estación Wayland en un antro lleno de ruido y luces estroboscópicas. La cosa empeora cuando llegan al hangar; es como si todas las naves se hubieran convertido en versiones aún más abominables de sí mismas, teñidas de color carbón o carmesí, absolutamente repugnantes.
Las autoridades deben de estar cerca. ¿Estarán buscando ladrones y traidores? ¿Terroristas?
—¿Oyes algo? —le grita a Abel; si gritara a pleno pulmón, no podrían oírla a más de diez metros de distancia.
—Son demasiados estímulos al mismo tiempo.
Para un meca, eso debe significar que no.
Noemí echa a correr otra vez y él la sigue. Recuerda dónde está la nave, más o menos, pero las luces rojas hacen que todo parezca muy distinto. Con cada ráfaga ve una imagen fija que siempre es diferente a la anterior. Es como si intentara salir de un laberinto que no deja de transformarse a su alrededor.
Abel, en cambio, corre en línea recta, impertérrito. Noemí se deja adelantar unos pasos para poder seguirlo. Sabe que puede confiar en él.
Fogonazo. Rodean una nave pirata, muy conseguida con sus alerones y su cromado.
Fogonazo. Por fin aparece la Dédalo, su superficie espejada teñida de un brillante color escarlata. Ya no parece una lágrima, sino la primera gota de sangre que mana de una herida abierta.
Fogonazo. Una forma oscura avanza a toda velocidad hacia Abel.
—¡Cuidado! —grita Noemí.
Pero ya se ha dado la vuelta y ha placado a su atacante en un choque del que solo percibe brazos, piernas y una caída repentina. Abel sigue en pie. Noemí corre a su lado mientras él observa a su agresor, un hombre aturdido vestido con un mono de trabajo. No sabe quién es y, a juzgar por la mirada entornada de Abel, él tampoco.
—¿Es un policía? —pregunta Noemí.
—Ya te gustaría —responde una voz de mujer a sus espaldas.
Los dos se dan la vuelta y ven a…
—Riko Watanabe. —Abel habla con la misma seguridad con la que se ha dirigido a la Reina y el Charlie, aunque, por alguna extraña razón, la recién llegada sujeta su bláster con un gesto mucho más amenazante. Tiene el pelo alborotado y una sonrisa terrorífica en los labios—. ¿Puedo preguntarte por qué nos has atacado?
—Porque cree que estamos aquí para detenerla o para entregarla a las autoridades —interviene Noemí—. Porque somos los únicos testigos que la han visto enviar explosivos a Kismet. Porque sabemos que está con la Cura.
—Quizá habría sido más inteligente no decir todo eso en voz alta —apunta Abel.
—Da igual, sabe perfectamente que lo sabemos. —Noemí se encoge de hombros—. No tiene sentido fingir lo contrario.
—Parecéis buenos chicos. Ojalá no me hubierais reconocido.
Riko parece tan sincera que Noemí sabe que dentro de treinta segundos estarán muertos. Intenta pensar rápido por si se le ocurre algo.
—No somos vagabundos. Yo vengo de Génesis.
Al oír el nombre del planeta, Riko ahoga una exclamación de sorpresa, al igual que el hombre que tiene a sus pies y el puñado de personas que aparecen de entre las sombras. Noemí reconoce a un par de técnicos y médicos de la carpa donde se realizaba la revisión de las telarañas; probablemente, habrán usado la enfermedad como tapadera para entrar en el planeta. El parpadeo constante de las luces le impide concentrarse, pero sabe que tiene que esforzarse. Todo depende de lo que diga en los próximos minutos.
—Sabéis que la Tierra ha vuelto a atacar mi planeta, ¿verdad? —No sabe si los terrícolas cuentan la verdad sobre sus planes, pero sí que Génesis no ha tenido ni una sola oportunidad de contar su versión desde hace más de tres décadas—. Lo que habéis puesto en las pantallas, lo que pensáis de la Tierra, es lo mismo que sentimos en Génesis. Os entendemos. Seguimos defendiéndonos de sus agresiones y, la verdad, las cosas serían muy diferentes si no tuviéramos que luchar solos.
Con lo que no puede estar de acuerdo es con el terrorismo. Génesis ha librado una guerra salvaje; Noemí sabe que se han perdido millones de vidas, tanto en su planeta como en la Tierra, pero su gente siempre ha jugado limpio. Se enfrentan al enemigo cara a cara. Hay algo noble en eso, pero no se puede decir lo mismo de poner una bomba en un estadio lleno de gente que canta y baila al ritmo de la música, mandar a mecas para que maten a humanos o dejar bombas medio enterradas para que algún día una familia pase por encima, cuando sus hijos aún son pequeños.
—No puedes ser de Génesis. Es imposible. Nadie puede atravesar la puerta. —Riko levanta la barbilla—. No deberías ir por ahí contando mentiras tan burdas.
—Hemos usado un dispositivo especial de navegación —interviene Abel, obviando el detalle de que el dispositivo especial en cuestión es él.
Riko no ha bajado el cañón de su bláster ni un milímetro.
—Vale, demuéstralo. Demuéstrame que vienes de Génesis.
—¿Y cómo quieres que lo haga? —protesta Noemí—. Hemos venido con identidades falsas.
—Muy oportunos —murmura uno de los compatriotas de Riko.
La situación es tan frustrante que Noemí tiene ganas de gritar. ¿De verdad la creen tan estúpida como para pasearse por la estación con un cartel colgando del cuello en el que ponga «Eh, que soy de Génesis»? Por suerte, consigue contenerse. Ni siquiera ella es tan impulsiva como para burlarse de un grupo de terroristas armados hasta los dientes.
Abel da un paso al frente, ligeramente desviado hacia un lado. Noemí enseguida se da cuenta de que se está interponiendo otra vez entre el bláster y ella.
—Si tuvierais tiempo, podrías hacerle un examen médico que demostraría de dónde viene, pero imagino que ahora mismo eso es un lujo que no podemos permitirnos.
Riko duda.
—¿Qué queréis?
—De momento, irnos —responde Noemí—. Pero si algún día encontráis la forma de atravesar la Puerta de Kismet, nos vendría bien tener aliados.
—No tenemos la fuerza suficiente para meternos en una guerra. —Riko sacude la cabeza; se nota que lo dice con tristeza. Los ojos de Noemí empiezan a adaptarse a la luz. Por fin puede ver la mancha que Riko tiene en la mejilla: grasa o puede que hollín. ¿Habrá ayudado a detonar las bombas ella misma?—. La Tierra es demasiado poderosa. Los mecas, la gente… no podemos competir con ellos en el campo de batalla. Tenemos que encontrar otras formas de hacerles daño.
«¿Matando a inocentes?» Noemí se traga las palabras, por el bien de su planeta y porque su interlocutora sigue empuñando su bláster.
—Unid fuerzas con Génesis y no tendréis que rebajaros a poner bombas. Podréis luchar cara a cara y ganar.
Riko intercambia miradas con sus compañeros y luego le hace un gesto con la cabeza al tipo del suelo, que se levanta sin apartar los ojos de Abel. Su opinión poco importa; se nota que la que está al mando es ella.
—Vosotros dos, marchaos cuanto antes. Lo más probable es que nos detengan, pero si conseguimos huir, si encontramos la forma de llegar a Génesis, ¿cómo nos acercamos a vuestro planeta? ¿Cómo les hacemos saber que somos aliados?
—Tú diles que eres Riko Watanabe de Kismet —responde Noemí. La policía seguro que está en camino. Tienen que separarse cuanto antes—. Con eso bastará. Hablaré con mis superiores para que estén sobre aviso.
Pero Riko niega con la cabeza.
—No tendría por qué ser yo. Somos muchos, tenemos células en otros planetas.
—Una resistencia —susurra Noemí. La idea la golpea de repente y evoca parte de la emoción que ha sentido justo después de la explosión, antes de ser consciente de que seguramente ha habido muertos—. No sois solo un grupo de gente en Kismet. Todos los planetas del Anillo, todas las colonias de la Tierra os habéis aliado para sublevaros.
—Estamos empezando. —Riko baja el arma—. Supongo que no tengo más remedio que creerte, por si hay una posibilidad entre un millón de que seas de Génesis.
Y parece que lo dice no solo para sus compañeros, sino también para ellos dos.
—Hablaré con mi gente —le promete Noemí, las mejillas coloradas de la emoción—. Cuando vuelva a Génesis, les diré que estén atentos por si llega alguien de la Cura.
Uno de los compañeros de Riko decide intervenir.
—¿Y cómo sabréis que no son terrícolas haciéndose pasar por nosotros?
La risa de Noemí suena tan amarga en voz alta como en su garganta.
—Los terrícolas no se molestan en hacerse pasar por nada ni por nadie. Cuando vienen a Génesis, siempre es para matar.
¿Entienden lo que intenta decirles? Debe confiar en que…
De pronto, por encima del aullido de las alarmas, se oye un chirrido agudo y desagradable. Es el sonido que hace el metal al rasgarse. Noemí lo reconoce enseguida, apenas un segundo antes de ver con el rabillo del ojo cómo el suelo de una esquina del hangar se abre y por el agujero aparecen los restos de una mano de metal.
—Son ellos —susurra, segura de que Abel la oye—. La Reina y el Charlie.
—¡Vamos! —grita Riko, dirigiéndose a todos.
Sus compañeros se dispersan por el hangar y Noemí y Abel salen corriendo hacia la Dédalo. En cuanto ponen un pie dentro, ella cierra la puerta y la sella.
—Sería aconsejable que te pusieras el casco —dice él mientras suben por el pasillo en forma de espiral—. Tenemos que llegar a la puerta cuanto antes.
—¿Vas a cambiar el anx T-7? —Aún les quedan unas diez horas hasta la Puerta de Cray—. Ahora mismo lo más urgente es salir pitando de aquí, no ponernos a hacer reparaciones.
—Exacto. Necesitamos velocidad. —Abel se aparta de ella y corre hacia la sala de máquinas—. Tus capacidades como piloto deberían bastar para quitarnos de encima a las autoridades.
«¡Qué mal se le da consolar a la gente. Pero que mal!» Noemí ni se molesta en decirlo y sigue corriendo hacia el puente. Tienen que salir pitando, así que, si ha de hacerlo ella sola, que así sea.
Las luces de emergencia ya están parpadeando cuando entra en el puente. La pantalla muestra el hangar iluminado por ráfagas de luz roja y, sobre la imagen, una advertencia escrita en letras de un naranja intenso: CIERRE DE SEGURIDAD. PROHIBIDOS TODOS LOS DESPEGUES Y ATERRIZAJES. LAS NAVES QUE VIOLEN LAS RESTRICCIONES SERÁN EMBARGADAS O DESTRUIDAS.
Se dirige a toda prisa hacia la consola de navegación. Puede que Abel esté programado con los conocimientos necesarios para manejar hasta la última nave de la galaxia, pero ella ha participado en una docena de misiones de combate a bordo de un caza, incursiones en las que las decisiones más inmediatas suponen la diferencia entre la vida y la muerte. Debería ser capaz de manejar una burda nave de investigación como esta.
Salvo que la Dédalo de burda no tiene nada. Con un simple toque, se separa de la plataforma de aterrizaje y se eleva a una velocidad vertiginosa.
«Ojalá pudiera quedármela para siempre —piensa Noemí, ignorando el mensaje de advertencia que parpadea en la pantalla y aumentando la velocidad vertical—. Podría explorar toda la galaxia y nadie podría detenerme…»
Un tirón está a punto de lanzarla volando del asiento. Se coge a la consola y lee el mensaje que acaba de aparecer en la pantalla, esta vez en grandes letras rojas: RAYO TRACTOR DETECTADO. La energía del haz los tiene atados a la luna de Kismet como si los hubiera atrapado con un lazo. Se siguen alejando de la superficie, pero el campo de integridad de la nave sufre un estrés cada vez más evidente. Si llegan al límite, la Dédalo rebotará hacia la superficie o se partirá en dos.
«No tenemos la potencia suficiente para liberarnos del rayo tractor, es demasiado fuerte.» Noemí respira hondo y se pregunta cómo usar la fuerza del enemigo en beneficio propio.
Las puertas del puente de mando se abren detrás de ella, pero no se da la vuelta.
—Reparación completada, más una modificación extra.
—Luego me lo cuentas. —Le tiemblan los dedos mientras introduce las nuevas coordenadas—. Primero veamos si esto funciona.
—¿El q…?
De repente, Abel se queda sin voz. Noemí hace que la Dédalo describa una curva muy cerrada, tanto que podrían acabar fácilmente en la órbita de la luna, aunque no llegan a alcanzarla. La gravedad tira de la nave, ejerciendo la inevitable atracción de la física, pero sin dejar de avanzar mientras el rayo tractor tira de ellos hacia abajo. La soldado de Génesis pretende que la luna haga el trabajo sucio y aprovecharse de la gravedad, en lugar de luchar contra ella. En cuestión de segundos, el rayo se parte y la Dédalo sale disparada hacia delante. Noemí aprovecha el impulso para alejarse de la luna y de Kismet, y poner rumbo a la Puerta de Cray.
—Ingenioso —dice Abel, como si realmente lo pensara.
El cumplido casi le arranca a la joven una sonrisa, pero enseguida se contiene. Es bastante probable que los mecas estén programados para adular a los humanos de su entorno. Claro que hasta ahora eso no le ha impedido a Abel intentar hundirla a la mínima oportunidad, así que puede que se equivoque. Ajeno a su reacción, el meca se dirige hacia la consola de navegación, dispuesto a asumir el control.
—Ahora mismo lo más eficiente sería dirigir la nave directamente hacia la Puerta de Cray, para lo cual se necesita una navegación muy precisa.
—Ya me encargo yo.
—En circunstancias normales, serías más que capaz de hacerlo —dice él—, pero estas no son circunstancias normales.
Confusa, Noemí se dispone a darse la vuelta para preguntarle qué es eso tan difícil de lo que no puede ocuparse ella en las diez horas que faltan para llegar a la Puerta de Cray, pero entonces ve las lecturas de los motores, que cada vez acumulan más potencia. Un momento, no es eso: están en sobrecarga.
—Abel, ¿qué has hecho?
—Será mejor que me ocupe yo de la navegación —replica, esta vez con más urgencia.
Hace apenas tres horas no se habría movido del asiento. Habría pensado que Abel intentaba sabotear la nave, destruirlos a los dos. Ahora, sin embargo, después de haberla salvado, después de haberse negado a ir con el Charlie y la Reina para seguir a su lado…
«Puedo confiar en él… Debo confiar en él.»