Noemí lo coge de la mano, salta desde el borde de la plataforma… y los dos se sumergen en el río subterráneo que discurre bajo sus pies.
El agua está helada y no es demasiado profunda, lo justo para amortiguar la caída. Ella se impulsa hacia la superficie con los pies y descubre que el río solo le llega a los hombros. Sonríe, echa la cabeza hacia atrás para quitarse el pelo de la cara y se frota los ojos y las mejillas. Abel aparece a su lado, con el pelo rubio aplastado sobre la frente, la ropa empapada y pegada al cuerpo, y una expresión de indignación que le recuerda a la cara que pone el gato de los Gatson cada vez que se moja por culpa de la lluvia. Noemí suelta una carcajada y enseguida se tapa la boca con la mano; el sonido de la corriente debería amortiguar cualquier ruido que pudiera alertar a sus perseguidores, pero tampoco está segura. Lo que no puede contener es el movimiento de sus hombros al ritmo de las carcajadas que tanto le está costando contener. Al meca no le gusta que se rían de él, al menos no más que a un humano.
—¿Sabías que aquí abajo había agua?
—Claro, o no habría saltado. Estaba señalado en el mapa; este río desemboca en la purificadora de agua que hay en este sector.
Abel no responde y Noemí se da cuenta de que está repasando los planos en su cabeza. Con la memoria perfecta que Mansfield le ha dado, puede estudiar el diagrama con más detalle que cuando lo ha visto proyectado delante de él.
—Pues claro —dice, como si hablara consigo mismo—. Me he concentrado en zonas tácticamente importantes. Tú te has fijado en detalles en principio irrelevantes, pero que han resultado ser útiles.
Noemí no quiere restregárselo por la cara, ni siquiera a modo de venganza por haberla tratado con tanta superioridad. Pero no puede evitar enseñarle más información de esa tan «irrelevante» que les acaba de salvar el pellejo.
—También está marcado como refugio de emergencia. Por eso sabía que habría espacio para estar de pie y aire suficiente para respirar. Parece que lleva directamente al centro de operaciones, pero eso ya lo comprobaremos en otro mapa.
—¿Sugieres que avancemos siguiendo el curso del río?
—¿Por qué no? Va directamente a donde queremos ir, o al menos cerca, y es bastante improbable que alguien nos encuentre aquí abajo. —No puede evitar que se le escape una sonrisa pícara—. A menos que no quieras volver a mojarte el pelo.
—Aguantaría más tiempo que tú debajo del agua —replica Abel.
—Te hundirías, ¿verdad?
No le gusta la idea de tener que arrastrarlo hasta la superficie, pero él niega con la cabeza.
—Estoy diseñado para flotar.
—Sí, bueno, yo también. Venga, sigamos.
Empiezan a avanzar por el lecho del río, siguiendo la corriente. Es un trayecto oscuro, iluminado únicamente por las escasas luces de emergencia sobre sus cabezas. Andar por el lecho del río supone un esfuerzo considerable, pero Noemí agradece ese esfuerzo en ese momento. El agua está a la misma temperatura gélida que el aire; si no estuviera haciendo un esfuerzo físico, tendría tanto frío que no podría moverse.
El calor que siente por todo el cuerpo no es solo por el ejercicio, sino también por la rapidez con la que han tenido que pensar una solución, por la emoción de saber que han sido más listos que sus perseguidores y por el peligro que han corrido, y del que parece que de momento se han librado. Por primera vez —excepto por unas décimas de segundo cuando entraron en la Puerta de Kismet—, su periplo por los mundos del Anillo empieza a parecerse a la aventura con la que siempre ha soñado.
El dolor por la muerte de Esther sigue ahí, es como un peso que lleva muy dentro, pero por un momento siente que puede soportarlo. Sabe que será más duro cuando regrese a Génesis, si es que regresa, y vaya a los sitios a los que iban juntas, cuando vea la habitación vacía de su amiga, cuando tenga que contarles a los Gatson lo valiente que fue su hija en la hora de su muerte. Cuando le dé la noticia a Jemuel. Pero ahora sabe que puede seguir avanzando.
Esta misión es lo más importante que hará en toda su vida. También es su única oportunidad de viajar por toda la galaxia. No quiere perder de vista ninguna de las dos cosas.
—Obviamente, el río solo es una solución temporal —dice levantando la voz por encima del ruido de la corriente. Las paredes le devuelven el eco de sus palabras y del goteo continuo de agua—. Pero si hemos encontrado una plataforma es porque hay más. Podríamos refugiarnos en alguna de ellas hasta que sea de noche. Espera. Las ciudades de Cray están todas bajo tierra. ¿Hay noche?
—Una noche artificial, pero más que suficiente para nuestros planes. —Abel camina con los brazos fuera del agua, como si le repugnara la idea de mojarse más de lo que ya lo está—. Los laboratorios cerrarán. Los científicos se irán a dormir. Y eso nos permitirá buscar y robar el dispositivo termomagnético.
—¿Cuánto tiempo crees que podremos escondernos del Charlie y de la Reina?
—Seguro que han ordenado a los modelos George que informen de cualquier llegada fuera de lo normal que se haya producido en las últimas horas. La nuestra será una de ellas.
Noemí siente una presión en el estómago.
—Eso significa que encontrarán la Dédalo.
—Quizá no inmediatamente, pero sí —responde él, como si no tuviera importancia—. Tendremos que robar otra nave para escapar.
¿Robar una nave? Eso supondría robarle a alguien el sustento. Puede que incluso su casa. ¿Qué sería de Zayan y Harriet si alguien les robara su nave? Estarían arruinados, para siempre. Se morirían de hambre.
—Podríamos… viajar de polizones o algo así.
—Hay pocas naves lo suficientemente grandes como para que puedas esconderte durante un tiempo, y las que hay son de la flota de la Tierra y tienen una seguridad muy estricta. —Abel la mira de reojo y añade—: Los que vienen a este planeta no son vagabundos. Son científicos brillantes y gente de negocios. Oficiales del gobierno. Representantes de empresas. En otras palabras, gente que puede permitirse una nave nueva.
La ha entendido. Abel ha seguido el hilo de sus pensamientos, ha reconocido su preocupación.
Noemí se siente incómoda como aquella vez que él le dijo que había que buscar bajo la superficie. Como cuando, hace un rato, ha bromeado con su tendencia a hacer saltar las alarmas. Se le hace raro pensar que el meca pueda tener sentido del humor. El sarcasmo del principio podía ser producto de su complejo de superioridad, pero las bromas de ahora… Se supone que los mecas no tienen la capacidad de pensar así.
Y tampoco pueden entender los sentimientos humanos con tanta claridad. No como él acaba de hacerlo.
«Es una ilusión —se dice Noemí—. Una simulación de conciencia, no una de verdad.» Sabe que las inteligencias artificiales se pueden programar para que imiten el pensamiento humano con una exactitud milimétrica. Se supone que la Tierra prohibió esta práctica hace mucho tiempo, como parte de las regulaciones que debían impedir que las inteligencias artificiales evolucionaran hasta el extremo de poner en peligro a la humanidad, en lugar de protegerla. Pero es posible que alguien como Burton Mansfield se considere a sí mismo por encima de las reglas. Puede que haya utilizado el viejo truco de usar cables y electricidad para simular el funcionamiento del cerebro humano.
La idea le pone los pelos de punta. Sin embargo, la otra alternativa es mucho peor: que Abel no esté imitando la conciencia, que esté vivo…
Un ruido metálico la despierta de su ensueño. Abel para en seco.
—¿Qué ha sido eso? —pregunta ella.
Una máquina parece responder desde no muy lejos, ruge con el sonido de los engranajes y las turbinas al empezar a moverse. ¿Tanto se han adentrado en la subestructura de Cray sin que ella se haya dado cuenta? ¿Están pasando por debajo de alguna máquina de vital importancia y que quizá contenga el dispositivo termomagnético que necesita?
Pero el ruido que se oye es demasiado… primitivo.
—No puedo estar seguro sin un audio de control con el que compararlo —responde Abel—, pero parece algún tipo de mecanismo de conducción del agua. Una función automática que seguramente sigue un calendario fijado.
—¿Quieres decir que están a punto de cortar el río?
—Más bien que están a punto de liberarlo.
A sus espaldas, río arriba, un sonido parecido a un rugido va ganando potencia con cada segundo que pasa. Noemí abre los ojos como platos.
—Tenemos que salir de aquí.
«Escaleras de emergencias, balizas de emergencia, sé que hemos visto…»
Pero ya no hay tiempo. El rugido lo borra todo menos la enorme ola negra que se dirige hacia ellos. A su alrededor, el nivel del agua sube un poco y, de repente, la ola está encima de ellos, aplastándolos bajo su peso.
Es como si le hubiera caído encima una pared de hierro puro. La fuerza del agua la deja sin respiración y la hace girar de arriba abajo y la zarandea de un lado a otro. Intenta agarrarse a algo, averiguar qué es arriba y qué es abajo, pero le resulta imposible. La corriente la arrastra contra una superficie de piedra, pero no tiene forma de saber si es el lecho del río, las paredes laterales o el techo.
Es demasiado fuerte para ella. No consigue cogerse a nada, no puede ayudarse de ninguna manera. Le pertenece al río. Lleva tanto rato debajo del agua, sin poder respirar, que le duele el pecho y el mundo se vuelve borroso por momentos.
El miedo está a punto de convertirse en pánico cuando, de repente, un brazo le rodea la cintura y tira de ella hacia la superficie. Noemí por fin respira, mientras Abel la sujeta contra la pared. El río ha crecido tanto que el techo, que antes estaba unos diez metros por encima de sus cabezas, ahora está tan cerca que casi pueden tocarlo con la mano. Y la corriente es aún más violenta, se revuelve y llena de espuma el agua que tienen a su alrededor. Abel se aferra a un puntal de metal con una mano y la agarra por la cintura con la otra; no se mueven lo más mínimo, y sin embargo no parece que el esfuerzo le afecte en absoluto.
Al principio, Noemí no puede hablar. Está herida y le falta el aliento.
—Siempre he… pensado que… —consigue decir por fin— que era buena… nadadora.
—Ningún humano podría soportar una corriente tan fuerte como esta. —Lo dice sin su habitual complejo de superioridad—. Tenemos que encontrar otra plataforma como la de antes.
Si Noemí no recuerda mal, allí el techo del túnel era más alto. Algunas plataformas deberían ser más altas que el propio río en su momento de mayor caudal, no mucho más pero sí lo suficiente para poder salir del agua.
—¿Y cómo lo hacemos?
—Yo voy avanzando por la pared . Tú te sujetas a mí.
Noemí duda un instante antes de deslizar las manos alrededor del cuello de Abel como si lo abrazara. Tiene los hombros más anchos de lo que creía, tanto que puede descansar sus brazos maltrechos en ellos. Aparta la cara de la de él y apoya la cabeza en la curva de su cuello para poder buscar la plataforma o ver cualquier cosa que se les venga encima.
—Sería recomendable que usaras también las piernas —le dice Abel.
Y tiene razón. Noemí le pasa las piernas alrededor de la cintura, vientre contra vientre, avergonzada por su propia vergüenza. Qué ridículo sentirse incómoda por colgarse de él de una forma tan íntima. No es más personal que sentarse en la cabina de su caza.
O no debería serlo. Pero ahora que están tan cerca el uno del otro, recuerda hasta qué punto parece humano el cuerpo de Abel. Está caliente, a pesar del agua fría, y firme, a pesar de la corriente. Le gusta el tacto de sus manos en la espalda. Y su piel desprende un olor nada artificial y tan agradable…
«Por favor, deja de olisquear al robot», se dice Noemí, despertando repentinamente del trance.
Abel no se ha dado cuenta. Está concentrado en cargar con ella, aunque no parece que esté pasando muchas dificultades para avanzar por la pared de la cueva. Sus pálidos dedos encuentran asideros en las rendijas más diminutas y en las protuberancias de la roca. Avanzan a una velocidad exasperante, sin que él flaquee ni una sola vez.
Noemí recuerda que le ha dicho que puede sumergirse bajo el agua.
—Si yo no estuviera aquí, podrías avanzar caminando por el lecho del río, ¿verdad?
—Si tú no estuvieras aquí, es poco probable que yo estuviera aquí.
—Bien visto. —Noemí suspira—. Supongo que al final mi plan no era tan bueno.
Le acaba de servir en bandeja la oportunidad perfecta para restregárselo por la cara, pero Abel no muerde el anzuelo.
—Has demostrado poseer una ingenuidad considerable y una gran capacidad para pensar rápido. No podías saber que el sistema de circulación del agua trabajaría en nuestra contra de esta manera.
Que Abel le salve la vida es de esas cosas que un meca está programado para hacer, pero que sea simpático con ella es otra cosa totalmente distinta. Una vez más, se siente incómoda, pero está demasiado cansada para darle importancia.
Un segundo más tarde, por fin ve lo que tanto necesitan.
—¡Una plataforma! A unos veinte metros de aquí.
Abel no aparta la mirada de la piedra para asegurarse de que cada asidero es seguro.
—¿En este lado del río o en el otro?
—En el otro. ¿Podrás llegar hasta allí?
—Eso creo.
A Noemí no le gusta cómo suena eso.
—¿Estás calculando mentalmente las probabilidades de cruzar el río con éxito y no me las dices para no asustarme?
—Creo que los humanos raramente quieren escuchar resultados matemáticos exactos, al menos no durante una conversación distendida.
—¿Así es como los mecas decís que sí?
—Sí.
—Genial.
—Esto sí puedo contártelo: si las probabilidades no superaran el cincuenta por ciento, no me vería capaz.
«Tampoco estarán muy por encima o me lo diría», piensa Noemí. Pero no puede hacer nada, solo esperar.
Cuando faltan unos cinco metros para la plataforma, Abel aprovecha la pared para coger impulso, sin previo aviso. Noemí está cogida a él con tanta fuerza que apenas se da cuenta, pero no puede reprimir una exclamación de sorpresa al ver que vuelven a estar rodeados por la corriente, a su merced.
Sin embargo, esta vez el río pierde. La fuerza de Abel los ha impulsado más allá de la mitad y patea con tanta energía que se dirigen hacia la otra orilla a la misma velocidad que la corriente los arrastra. Noemí aparta una mano del hombro de él y la estira, lo cual significa que es la primera en tocar la barandilla de la plataforma.
Se encaraman a ella al mismo tiempo. Pero en cuanto salen del agua, Noemí se desploma de espaldas sobre el suelo e intenta recuperar el aliento. Ahora que ya no la alimenta el terror a morir en el río, de pronto se da cuenta de que está agotada. Le duele hasta el último músculo del cuerpo. La tensión había anestesiado los arañazos en los brazos y los moratones por todo el cuerpo; ahora los siente todos. La ropa se le pega al cuerpo; está empapada y pesa una tonelada. Una razón más para pensar que nunca más será capaz de moverse.
Abel está bien, cómo no. Se levanta, se aparta el pelo mojado de la cara y mira hacia el techo. Noemí se da cuenta entonces de que aquí el túnel es mucho más alto, unos cincuenta metros más como mínimo.
—Creo que hay una estación de observación ahí arriba —dice Abel—. Abandonada, a juzgar por la falta de iluminación. Si no encontramos otra forma de entrar, podemos colarnos por una ventana.
Noemí gira la cabeza para poder mirar a Abel desde el suelo. Es verdad, allí hay una escalera metálica. Pero niega con la cabeza.
—Abel, no puedo subir por esa escalera. Imposible, al menos ahora mismo.
Ni siquiera se siente capaz de incorporarse.
—Puedo llevarte a caballito, si eres capaz de sujetarte.
Respira hondo y considera la oferta. No se trata de lo que ella quiera, sino de la fuerza que le queda. Nada consume tanta energía como nadar para salvar la vida. Y tampoco tiene sentido intentar trepar por la escalera si sabe que cuando llegue a la mitad podría caerse y estrellarse contra la plataforma.
Se incorpora lentamente. Primero dobla los brazos, luego las piernas. Después asiente.
—Vamos allá.
Abel la ayuda a levantarse del suelo y luego se coloca en posición delante de la escalera. Noemí se cuelga de él de nuevo, esta vez por la espalda, en lugar de por el pecho. Cuando empiezan a trepar, se da cuenta de que es mucho más difícil fuera del agua; por muy fuerte que fuera la corriente, su propia flotabilidad anulaba buena parte de su peso. De esta forma, los brazos hacen todo el trabajo y no cree que aguanten mucho más.
—Abel —susurra—. ¿Puedes ir más rápido?
Él responde, pero no con palabras, sino acelerando tanto que la coge por sorpresa. Es una velocidad inhumana. El trayecto es más movido, pero no importa porque se plantan en la estación en cuestión de segundos. Es un medio hexágono de metal plateado que sobresale de la pared, con pantallas puestas de cualquier manera en las ventanas, en lugar de cristales. Justo mientras ella se pregunta cómo podrían arrancar la ventana del marco, Abel atraviesa una de las pantallas de un puñetazo, la arranca y la tira al río.
Noemí entra primero y se deja caer en una silla. Él la sigue; tiene mechones de pelo rubio pegados a la frente y la ropa empapada, pero no muestra signo alguno de agotamiento o alarma. Ella es incapaz de imaginarse todo lo que es capaz de hacer. Y todo lo último lo ha hecho por ella, sabiendo que pretende destruirlo.
—Gracias —le susurra.
Él la mira sorprendido y sonríe.
—No es necesario darle las gracias a un meca.
—No te he dado las gracias porque sea necesario. Te las doy porque te lo mereces.
El silencio que sigue a sus palabras se alarga demasiado. Noemí no quiere sentirse en deuda con él, no quiere maravillarse ante todo lo que es capaz de hacer. Está confusa, distraída. Deben concentrarse en la misión.
—Bueno —dice al fin para romper el silencio—, ¿desde aquí podemos averiguar dónde estamos? ¿Y dónde podríamos encontrar el dispositivo termomagnético?
Abel se dirige hacia la consola de la estación.
—Seguramente sí. Tenemos tiempo suficiente para averiguarlo con seguridad y para que tú descanses. —Esto último lo dice con la misma naturalidad de siempre, pero a Noemí no se le escapa la nota de preocupación que tiñe su voz—. Tu plan de huida ha tenido algunos imprevistos, pero al menos aquí no creo que nos encuentre nadie.
De pronto, se abre la puerta. Noemí se asusta; ahí hay alguien, una chica alta más o menos de su edad, quizá un par de años más joven, con la piel oscura, el pelo castaño recogido en una larga coleta con mechas rojas y una sonrisa descarada en los labios. Detrás de ella, tres personas más de su misma edad, todos riéndose a carcajadas.
Mientras los observa en estado de shock, la chica cruza los brazos con un gesto preñado de orgullo.
—¿Veis? Los Destructores siempre encontramos errores en el sistema. Y ahora os hemos encontrado a vosotros.