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Abel rememora de nuevo la historia mientras flota en gravedad cero, rodeado por la silenciosa penumbra del compartimento de carga de una nave fantasma. Las imágenes en blanco y negro se suceden en su mente con una exactitud total; es como si las viera proyectadas sobre una pantalla, tal y como se hacía siglos atrás. Posee una memoria eidética, de modo que solo necesita ver las cosas una vez para que no se le olviden.

Y disfruta recordando Casablanca, contándose a sí mismo todas las escenas, en orden, una y otra vez. Las voces de los personajes suenan tan reales en su cabeza que es como si los actores estuvieran allí mismo, flotando a su alrededor en el compartimento de carga.

—¿Dónde estuviste anoche?

—¿Anoche? No tengo la menor idea. Hace demasiado tiempo.

Es una buena historia, de esas que no empeoran con las repeticiones, lo cual es una suerte para Abel, que lleva ya casi treinta años atrapado en la Dédalo. Es decir, 15.770.900 minutos o 946.700.000 segundos aproximadamente.

(Ha sido programado para redondear números tan grandes cuando no pertenecen al campo de la investigación científica. Por lo visto, a los mismos humanos que le han otorgado la capacidad de mesurar con tanta precisión les resulta molesto la mención de cifras tan elevadas. No tiene sentido, al menos no para Abel, pero ha aprendido a no esperar comportamientos racionales de los seres humanos.)

La oscuridad de su confinamiento, casi total, hace que le resulte más fácil imaginarse la realidad en blanco y negro, como en la película.

Nueva entrada. Forma: destellos de luz irregulares. El drama se detiene en su mente y levanta la mirada para analizar…

Disparos de bláster. Otra batalla entre la Tierra y las fuerzas de Génesis.

Abel fue abandonado durante una de esas batallas. Tras un largo silencio, la contienda se reactivó hace dos años. Al principio, le pareció alentador. Si las naves de la Tierra volvían por fin al sistema genesiano, tarde o temprano darían con la Dédalo y la remolcarían para recuperar todo lo que hubiera en su interior, incluido Abel.

Y tras treinta horribles años de suspense, por fin podría cumplir la directriz número uno: proteger a Burton Mansfield.

«Honrar al creador. Obedecer sus directrices sobre todas las cosas. Preservar su vida a toda costa.»

Pero sus esperanzas se han desvanecido a medida que la guerra se ha ido dilatando. Nadie ha ido a buscarlo y no parece que eso vaya a ocurrir, al menos no en un futuro cercano. Quizá tampoco en un futuro lejano. Y aunque Abel es más fuerte que cualquier ser humano, al nivel de los mecas de combate más poderosos, es incapaz de abrir la puerta presurizada que lo separa del resto de la Dédalo. (Lo ha intentado. A pesar de conocer los ratios que juegan en su contra hasta el último decimal, lo ha intentado. Treinta años son mucho tiempo.)

Es imposible que ni él mismo ni la nave fueran abandonados a la ligera. Ha revisado los distintos escenarios muchas veces, pero es incapaz de aceptarlo. Puede que Mansfield tuviera que huir para salvarse, que tuviera la intención de volver a buscarlo y que sencillamente no pudiera. Aquel día, la batalla se intensificó de tal modo que cualquier intento de huida de la Dédalo habría sido imposible. Es probable que Mansfield muriera a manos de las tropas enemigas el mismo día que Abel se quedó encerrado.

Y, sin embargo, Burton Mansfield es un genio, el creador de los veintiséis modelos de mecas que actualmente sirven a la humanidad. Si alguien pudo idear una forma de sobrevivir a aquella última batalla, ese tuvo que ser él.

Claro que también existe la posibilidad de que su creador muriera más tarde. Treinta años atrás ya era un hombre que apuraba los últimos años de la madurez, y ya se sabe que los accidentes son algo habitual entre los humanos. Quizá por eso no ha venido a buscarlo. Solo la muerte ha podido separarlo de su creador.

Existe otra posibilidad. Es la menos plausible de todas, pero no por ello es menos válida: Mansfield podría seguir a bordo, pero en criosueño. Las cámaras de la enfermería podrían mantener a un ser humano con vida, con un soporte vital mínimo, durante un tiempo indefinido. La persona en cuestión estaría inconsciente, envejeciendo a menos de una décima parte del ritmo normal y esperando a que alguien lo devolviera a la vida.

Lo único que Abel tendría que hacer sería llegar hasta él.

No obstante, para que eso ocurriera, para que pudiera encontrar a Mansfield, antes tendrían que encontrarlo a él. Hasta ahora, las tropas de la Tierra no han invertido ni un minuto en buscar naves funcionales entre el campo de escombros en el que se encuentra la Dédalo. Nadie ha encontrado a Abel; ni siquiera lo están buscando.

«Algún día…», se dice a sí mismo. La victoria de la Tierra es inevitable, ya sea dentro de dos meses o de doscientos años. Y Abel puede vivir ese tiempo perfectamente.

Pero entonces Mansfield ya estará muerto. Puede que, después de tantos años, ni siquiera Casablanca le parezca ya tan interesante…

Ladea la cabeza y observa con más atención el trozo de firmamento que se ve a través de la ventana del compartimento de carga. Tras unos segundos, toma impulso contra la pared más próxima y se acerca más. Tiene que mirar a través de su propio reflejo traslúcido, de ese hombre de pelo corto y rubio flotando alrededor de la cabeza que parece sacado de un manuscrito medieval.

Esta batalla se está acercando a la Dédalo más que cualquiera de las anteriores. Algunos cazas ya están en los límites del campo de escombros; si las fuerzas de la Tierra siguen dispersando a las tropas de Génesis, en breve alguno de los mecas estará muy cerca de la nave.

Muy, muy cerca.

Debe decidir cuanto antes cómo enviar una señal. Tiene que ser un método primitivo, y la señal, muy básica. Pero no necesita hacerle llegar información al humano, no tiene que preocuparse por las limitaciones de un cerebro orgánico. Entre semejante caos, cualquier patrón, por pequeño que sea, llamará la atención de otro meca y, si se le presenta la oportunidad de investigar, su programación le animará a hacerlo.

Abel toma impulso contra la pared para propulsarse al otro lado del compartimento de carga. Después de treinta años, se conoce al dedillo las pocas herramientas que hay, ninguna capaz de encender los motores, abrir la puerta o comunicarse directamente con otra nave. Pero eso no significa que no sirvan para nada.

En una esquina, suspendida a unos centímetros de la pared, hay una sencilla linterna.

«Es útil para las reparaciones —le dijo un día Mansfield, entornando los ojos azules y sonriendo—. Los humanos no podemos cablear una nave basándonos únicamente en el recuerdo de sus planos. No como tú, mi querido muchacho. Nosotros necesitamos ver.» Abel recuerda que le devolvió la sonrisa, orgulloso de poder sustituir a los humanos, seres débiles, y serle más útil a su creador.

Y, aun así, es incapaz de menospreciar a la humanidad porque Mansfield forma parte de ella.

Coge la linterna y se propulsa de nuevo hacia la ventana. ¿Qué mensaje podría enviar?

«Nada de mensajes. Solo una señal. Hay alguien aquí, alguien que quiere contactar. Lo demás ya vendrá después.»

Acerca la linterna a la ventana y la sostiene en alto. No la ha usado en las casi tres décadas que lleva aquí, así que aún está cargada. Un fogonazo, seguido de dos, tres, cinco, siete, once…, y así hasta completar los diez primeros números primos. El plan es repetir la secuencia hasta que alguien la vea.

O hasta que la batalla termine y se vuelva a quedar solo muchos años más.

«Pero alguien me verá», piensa.

No debería tener esperanza, al menos no como los humanos. Sin embargo, en estos últimos años su mente se ha visto obligada a profundizar en sí misma. Sin estímulos nuevos a su alrededor, ha tenido que reflexionar sobre cada partícula de información, cada interacción, cada elemento de su existencia antes de ser abandonado en la Dédalo. Algo ha cambiado en su funcionamiento interno y seguramente no para mejor.

Porque la esperanza conlleva dolor y, aun así, Abel no puede dejar de mirar por la ventana y desear desesperadamente que alguien lo vea para no tener que pasar más tiempo solo.