24

 

 

 

 

Abel mira fijamente a Noemí, incapaz de interpretar sus reacciones. Está pálida, le cuesta respirar y parece tan alterada que su primera reacción es preguntarle si le duele algo.

Pero no se trata de eso. Le ha sorprendido lo que le ha contado sobre su sueño; no se lo esperaba. Normalmente se recupera muy rápido, más de lo normal para una humana. Pero esta vez es diferente. Quizá está descolocada y enferma al mismo tiempo.

—Noemí, ¿te encuentras bien? —se atreve a preguntar finalmente.

—No.

—¿Quieres que vayamos a la enfermería?

—No, no es eso. —Se aparta el pelo negro de la cara y su mirada se congela hasta que él también nota el frío—. Me… me he dado cuenta de que eres algo más, no… no solo… una máquina.

—Te lo agradezco.

—¿De veras? —Retrocede otro paso y cierra los puños con fuerza. No solo está sorprendida; está enfadada. Furiosa—. ¿Lo entiendes? No, claro que no.

Abel no permite que se note la pena que siente. Es una reacción inexplicable por su parte, teniendo en cuenta que la rabia de Noemí debería serle indiferente. La devoción mal entendida provoca impulsos enfrentados. Debe esforzarse más, eliminar el error.

—Por favor, explícate.

—La primera vez que subí a bordo de esta nave, intentaste matarme. Me miraste a los ojos, sabías que estaba sola y asustada, que estaba intentando salvar la vida de alguien y aun así intentaste matarme.

—Noemí, mi programación… —pretende justificarse.

—¡Tu programación no te controla por completo! Ahora lo sé. Por eso sé que has decidido buscar a Mansfield por una simple cuestión de orgullo. Todo por arrogancia y orgullo, porque hace que te sientas especial.

Abel quiere protestar —no sabía que podía desobedecer las directrices hasta que lo intentó—, pero sospecha que solo serviría para alimentar su ira. Y en el fondo entiende que una parte de lo que siente por Mansfield —no todo, ni siquiera la mayoría, pero sí una parte— tiene que ver con el orgullo de ser su mejor creación, su creación preferida. Noemí no se equivoca del todo. Pero su silencio la enfurece tanto como lo habría hecho una respuesta.

—Vale, respóndeme a esto: aquel día mientras me disparabas, cuando me viste encogida en el suelo, a tu merced, convencida de que estaba a punto de morir, ¿te sentiste orgulloso de ti mismo? ¿De lo que eres?

Abel piensa un instante antes de responder.

—Sí.

Ella niega con la cabeza, la boca abierta, los ojos llenos de lágrimas. Le da la espalda, como si no pudiera mirarle a la cara ni un segundo más, y se marcha. Abel sabe que no debe seguirla. Se queda donde está, sosteniendo la misma herramienta con la mano, dando vueltas a las implicaciones de lo que le ha dicho.

¿Podría haber desafiado las directrices que le obligan a defender a Mansfield defendiendo la nave? No. Sin embargo, si se lo dijera estaría reconociendo implícitamente que no es más que una cosa.

Prefiere que Noemí lo odie a que no sienta nada por él.

Su propia reacción se le antoja irracional, emocional, y aun así sabe que es real. O puede que tenga un error en el sistema bastante más grave de lo que creía.

 

 

Abel decide realizar un diagnóstico completo en toda la nave mientras sigue trabajando en la sala de máquinas. Allí el silencio es demasiado intenso, casi abrumador.

Su reacción no es lógica. Durante treinta años, no escuchó un solo sonido que no hubiera hecho él mismo. ¿Tan acostumbrado está a la presencia humana que no puede pasar un solo día sin ella?

Pero Noemí no solo ha salido de la sala. Lo está evitando. Lo rechaza por completo. Abel no entiende por qué su actitud le duele tanto, sobre todo teniendo en cuenta que pronto se convertirá en la artífice de su destrucción.

El resentimiento por su desaparición inminente parece haberse mitigado. Sigue queriendo vivir desesperadamente, pero ha conseguido aceptar el plan de Noemí. Ha aprendido a entenderla y respetarla. Al principio, pensó que era infantil e insensata. Ahora sabe que es valiente y muy capaz. Una y otra vez ha dado un salto intuitivo que les ha permitido escapar, sobrevivir.

No le queda más remedio que admirarla, aunque la supervivencia de su mundo implique su propia muerte.

Eso es lo que más lo confunde. Admira tanto a Noemí, pero no debería ser así. Su programación lo impulsa a priorizar la salud y la felicidad de Burton Mansfield, a necesitar su aprobación y a valorarlo por encima de todas las cosas.

Sin embargo, ahora se centra en Noemí Vidal. Debe de tener algún circuito importante estropeado después de haber pasado tanto tiempo sin recibir ningún tipo de mantenimiento; no se le ocurre otra teoría que explique esta reciente devoción a la persona equivocada.

Está claro que Noemí merece toda la admiración del mundo y de una forma objetiva. Su afán por salvar Génesis, por seguir adelante tras la muerte de su amiga, es constante. La decisión de adentrarse en un cosmos que le es hostil, a bordo de una nave extraña y con la única compañía de un meca es, cuando menos, atrevida. Y su predisposición a morir en el intento es altruista y generosa.

Burton Mansfield también posee muchas cualidades, pero Abel sabe que su creador jamás se decantaría por una elección tan considerada.

¿Cuándo ha desarrollado la capacidad para criticar a Mansfield?

De pronto, se enciende un sensor, una luz amarilla intermitente: la alerta de proximidad. Se vuelve roja y Abel se da cuenta de que algo se acerca a toda velocidad. Redirige la imagen hacia las cámaras exteriores justo a tiempo para ver un meteorito que se dirige hacia ellos en un ángulo que la cavidad en la que se han refugiado no podrá bloquear. Están a punto de recibir un impacto directo.

Aprieta el control de las comunicaciones internas.

—¡Preparados para el impacto! —grita, y se dispone a seguir su propio consejo.

Si el meteorito es demasiado grande, nada de lo que haga servirá; atravesará el casco y despresurizará la nave tan rápido, en cuestión de segundos, que Abel entrará en modo inactivo y Noemí… Noemí morirá.

El impacto sacude la Dédalo con tanta violencia que apenas consigue mantenerse en pie. Las herramientas se desperdigan, caen al suelo y rebotan. Las luces rojas se encienden de nuevo, aunque ninguna para avisar de la despresurización de la nave… aún. Pero el cono superior, la punta de la gota, ha recibido daños importantes. Si no consigue reparar el campo de integridad en menos de nueve minutos, perderán integridad estructural. El aire se escapará del interior del habitáculo y Noemí y él se congelarán en cuestión de segundos.

Según el protocolo de reparaciones, debería ponerse un traje espacial y reparar el casco desde fuera. Hacerlo por dentro le llevaría más tiempo del que tienen. Además, una reparación externa duraría varios días; así podrían aprovechar ese margen de tiempo para llevar a cabo una reparación más completa.

Sin embargo, cuando hace treinta años la tripulación de la Dédalo abandonó la nave se llevó consigo buena parte de los trajes. El que tiene más a mano, y que además es de su talla, está cerca de la enfermería. Correr hasta allí, ponérselo, salir a través de una esclusa y llegar al lugar de la reparación le llevaría unos diez minutos a máxima velocidad.

Por tanto, solo puede hacer una cosa.

Recoge del suelo las herramientas que necesita y corre hacia la esclusa más cercana. Se coloca la mochila y calcula rápidamente cuántos minutos permanecerá operativo en el cero absoluto del espacio sin el traje adecuado. La temperatura destruye cualquier elemento orgánico que sea expuesto. Y los parcialmente orgánicos como Abel también.

Pero la destrucción no es inmediata. El frío le permitirá trabajar durante… 6,92 minutos.

En los dos o tres minutos siguientes seguirá vivo, si es que en su caso se puede decir eso, aunque no podrá moverse ni actuar de ninguna manera, ni siquiera podrá regresar al interior de la nave. Después de eso, las estructuras biológicas estarán demasiado dañadas para regenerarse y a continuación serán las mecánicas las que queden afectadas. Estará tan muerto como un humano, para siempre.

Eso significa que Noemí no tendrá su meca con el que salvar Génesis. Lo siente por ella, pero al mismo tiempo lo hace por ella. Le bastará con los 6,92 minutos para hacer las reparaciones necesarias y salvar a su compañera. Con eso debería bastarles a los dos.

Llega a la esclusa del muelle y lo sella tras él. Luego aprieta los controles que regulan la presión del aire y que le permitirán salir al vacío del espacio. Mientras la atmósfera de la esclusa se escapa con un silbido, se pone un par de brazales magnéticos que lo mantendrán pegado al casco de la Dédalo. La gravedad del asteroide es tan nimia que, sin ellos, se alejaría volando hacia el espacio infinito. Se hace también con un generador de campos de fuerza portátil —no tiene la potencia suficiente para protegerlo del frío, pero evitará que los tejidos orgánicos hiervan al estar expuesto al espacio—. Se lo coloca con facilidad en el cinturón.

Por los altavoces se oye la voz de Noemí.

—¡Abel! ¿Qué estás haciendo?

—Las reparaciones necesarias.

Se pone unos guantes de trabajo acolchados. Podrían suponerle cinco o diez segundos extras de maniobrabilidad.

—¿Vas a salir ahí afuera? —Sus palabras se oyen cada vez menos, ahogadas por el silbido que emite la cámara. Ya no queda mucho aire y la propagación del sonido resulta más dificultosa. Lo último que Abel le oye decir es—: ¡Ni se te ocurra! ¡Te matarás!

No lo odia tanto como para quererlo muerto. El meca se consuela con eso.

Está programado para defender la vida humana a cualquier precio, aunque le cueste su propia existencia, pero sabe que no lo hace únicamente porque es lo que le ordena su programación. Parece apropiado que su última acción sea la más humana.

Las puertas de la esclusa se abren dibujando una espiral. Abel nota el frío a su alrededor y se lanza hacia el vacío.