26

 

 

 

 

En menos de ocho horas, Abel ha recuperado todas sus funciones primarias. Algunas de sus estructuras orgánicas aún tienen que seguir regenerándose, pero al menos ya se mueve con normalidad y no siente dolor.

Debería sentirse feliz, una emoción que, según ha descubierto, entra en los parámetros de su capacidad para sentir. Noemí lo ha salvado de una muerte segura y ha decidido no sacrificarlo. Lo considera su igual. Y ha hecho algo que ningún otro humano había hecho hasta ahora: lo ha liberado.

Pero él no fue diseñado para ser libre.

Nunca ha soñado con ello. Nunca lo ha buscado. Los mecas son creados para algo o para alguien, no para… existir. Incluso él, que fue creado partiendo de la curiosidad y la esperanza de Mansfield, no debería haberse movido de su lado.

Pero cuando le explica esto mismo a Noemí, ella se muestra en desacuerdo.

—Espera un momento —le dice al día siguiente por la tarde, mientras se dirigen a la cantina de la tripulación para coger una bolsa de raciones de emergencia antes de volver al trabajo—. Cuando termine esto, podrías ir a cualquier punto de la galaxia, hacer lo que te diera la gana, ¿y me estás diciendo que piensas volver con Burton Mansfield? No sé por qué sigues creyendo que es tan genial después de todo lo que te ha hecho.

—Todo lo que me ha hecho, como tú dices, lo ha hecho por mí.

—Encerró tu alma dentro de una máquina…

—No. Creó mi alma. La hizo posible. Me hizo ese regalo. —Abel se da cuenta de que está sonriendo—. No podía saber que llegaría hasta aquí, pero seguro que era lo que quería. Si no, no me habría creado con las capacidades necesarias.

Tras una larga pausa, Noemí cruza los brazos y le da la razón, aunque a regañadientes.

—Supongo que tienes razón.

—Eso lo convierte no tanto en mi creador como en mi padre. —«Padre», piensa. Seguro que Mansfield sabía lo que hacía cuando lo animó a llamarlo de esa manera—. Los hijos no abandonan a sus padres, ¿verdad?

—Normalmente, no; pero tampoco se quedan toda la vida a su lado. Al final, tienes que escoger tu propia vida.

—Al final —repite Abel—. Aún no he llegado tan lejos.

Después de treinta años perdido en el espacio, más unos cuantos días creyendo que su destrucción era inminente, le parece increíble poder decir algo así sabiendo que es cierto.

Sin embargo, hablar del «final» le ha hecho recordar que Burton Mansfield es un hombre muy mayor. ¿Qué pasará cuando muera?

Los mecas no envejecen, al menos no a simple vista, pero sí mueren. Con el paso de los años, tanto los sistemas orgánicos como los mecánicos acaban por desintegrarse. Sin daños externos, la esperanza de vida puede llegar a los doscientos años.

Si Abel vive ciento cincuenta años más, habrá pasado casi toda su vida sin Burton Mansfield. Las directrices, la programación, ¿qué sentido tendrán entonces? Solo uno: asegurarse de que se sienta tan solo como cuando estaba encerrado en el compartimento de carga de la Dédalo.

No le gusta esta conclusión, no solo porque predice su futura infelicidad, sino porque si al final resulta que ha sido diseñado para sufrir tanto y durante tanto tiempo, Noemí tendrá razón: Mansfield habrá cometido un error imperdonable.

No quiere culparlo. Aún no. Pero ahora es consciente de las implicaciones que podría traer consigo el error de su creador.

«He cambiado —piensa—. Estoy cambiando.»

—¿Estás bien? —le pregunta Noemí con una sonrisa vacilante—. Por un momento me ha parecido que tenías mala cara.

—Estoy mucho mejor —responde, pero lo cierto es que se siente raro, como si le costara concentrarse; seguro que es otra señal más de que se está regenerando por dentro—. Deberíamos ponernos manos a la obra.

—Ya lo sé. Solo nos quedan… ¿cuántos días?

Se refiere a la Ofensiva Masada.

—Nueve.

Noemí palidece.

—Creía que nos quedaban un par de días más…

—Aquí estamos mucho más lejos de Kismet, al otro lado de la Puerta Ciega. En tu planeta habrá pasado más tiempo. Los cálculos einstenianos son complicados. —No hace mucho, Abel habría añadido que un cerebro humano no puede aspirar a realizar una tarea tan compleja, pero poco a poco va aprendiendo—. Tenemos tiempo de sobra.

Ella sacude la cabeza mientras se arrodilla para abrir uno de los paneles inferiores.

—No el suficiente.

Abel siente la tentación de presionarla como si fuera su planeta el que necesita que lo salven. Suponiendo que hubiera algún planeta con el que pudiera identificarse, claro.

Vuelven al trabajo en la sala de máquinas de la Dédalo, un espacio pequeño, brillante y con forma de cubo. En el resto de la nave dominan las líneas curvas. Todos los paneles, todas las sillas están colocados siguiendo un criterio basado en la belleza y la simetría. En cambio, la sala de máquinas es un espacio básico, gris y triste, no mucho mejor que una cárcel. Es un sitio pensado para instalar y reparar, nada más. Sin embargo, Abel descubre que le gusta la sala porque es donde Noemí y él trabajan codo con codo. Ya no son enemigos o humana y meca: son iguales. Hasta ahora nadie lo había aceptado de esa manera y la experiencia se le antoja… embriagadora.

Trabajan casi en silencio, hablando solo de los elementos mecánicos que deben reparar. La desesperación de Noemí se extiende por la sala con la misma intensidad que el calor o que un perfume. Abel trabaja tan rápido como puede sin dejarla atrás; les queda un margen de tiempo que, aunque más ajustado que antes, sigue siendo perfectamente factible, y sabe que ella necesita ser parte de la solución.

Pero no todo puede hacerse con prisas. Tras varias horas de duro trabajo, llega un momento en que los escudos tienen que someterse a una larga ronda de autodiagnósticos, lo cual los deja sin nada que hacer durante unas cuantas horas.

—Te da tiempo a dormir ocho horas seguidas —le dice mientras recogen las herramientas—. Y a hacer ejercicio, si te apetece.

—Me vendría bien, pero no puedo. —Noemí se frota las sienes y no puede reprimir una mueca—. Ahora mismo no soy capaz ni de pensar. Estoy agotada, pero sería incapaz de dormir. Cada vez que cierro los ojos, me pongo a pensar en la Ofensiva Masada y…

—Si te obsesionas con cosas que no puedes controlar, acabarás sucumbiendo al desánimo. —Abel considera las posibilidades que tiene a su alcance—. Te vendría bien algún tipo de distracción.

—¿Cómo qué? —pregunta ella, apoyando el hombro contra la pared.

Él no estaba pensando en nada en concreto, pero de pronto se le ocurre el plan perfecto.

—¿Te apetece ver una película?

 

 

«Si ese avión despega y no estás con él, te arrepentirás. Tal vez no ahora, tal vez ni hoy ni mañana, pero más tarde, toda la vida.»

Abel está emocionado, por fin está viendo Casablanca otra vez, en la vida real, pero no puede parar de mirar a Noemí para calibrar sus reacciones. Son casi tan buenas como la película. Está entregada desde los primeros minutos, se ríe de los chistes en cuanto él le aclara algunas referencias demasiado antiguas para que las conozca. Ahora totalmente entregada al final agridulce. Todos sus problemas han pasado temporalmente a un segundo plano; ahora mismo es feliz y, en parte, es gracias a él.

Han convertido el dormitorio colectivo de la tripulación en un cine improvisado, acurrucados cada uno en una cama, colocadas las dos en paralelo, mientras siguen la película en la gran pantalla que domina la estancia. Este tipo de películas eran conocidas por ser «en blanco y negro», pero lo cierto es que las imágenes relucen en mil tonalidades distintas y plateadas.

Rick acaricia suavemente la barbilla de Ilsa y le hace levantar la mirada. «Ve con él, Ilsa.» A Abel siempre le ha gustado esa parte. Se pregunta qué se debe sentir al tocar la cara de alguien de esa manera.

—No puede acabar así —protesta Noemí, mientras Ilsa y Victor Laszlo se dirigen hacia el avión y dejan atrás a Rick—. ¿Por eso se va?

—¿No crees que hace bien al quedarse con Laszlo?

—Claro que tiene que ir a luchar contra los nazis, pero… ¿cuándo lo decide por sí misma? Es Rick quien toma la decisión por ella.

Abel no se había fijado en eso.

—Parece que lo decide mientras Rick habla con ella.

La joven frunce el ceño y se acurruca aún más en su cama.

—Me habría gustado que la decisión la tomara ella.

—Preferirías que mostrara una mayor autonomía, pero si lo hiciera podría parecer que nunca ha querido a Rick de verdad. Que solo lo fingía para beneficiar a Laszlo.

—Bien visto —dice ella, un tanto ausente; ya está absorta por el camino que tomará el personaje del capitán Renault.

Cuando termina la película, aplaude emocionada, una reacción tan auténtica que coge a Abel por sorpresa.

—¿Te ha gustado?

—¿Qué? Pues claro. Ha sido increíble. —Su sonrisa transmite más calidez de la que la creía capaz—. Las películas en 2D tienen algo especial. Solo recibes las imágenes y el sonido, pero eso hace que la imaginación se esfuerce más, ¿verdad? Acabas dejándote envolver por la historia. Y la posibilidad de que esté enamorada de Rick, pero no quiera hacerle daño a Victor porque es un hombre importante, un héroe… es bastante romántica.

Para Abel es un tema especialmente fascinante.

—¿Has estado enamorada alguna vez?

Noemí lo mira como si acabara de despertar de un sueño.

—¿Por qué lo preguntas?

—Siento curiosidad por el desarrollo y la respuesta emocional en los humanos. —No sabe por qué, pero Noemí se ríe—. ¿He dicho algo malo? ¿Es una pregunta demasiado personal?

—Más o menos, pero… —Se deja caer de nuevo sobre el colchón—. No, nunca he estado enamorada. Una vez pensé que lo estaba, pero me equivocaba.

—¿Cómo puedes equivocarte con tus propias emociones?

A Abel sus sentimientos le parecen poco claros, pero siempre ha creído que esa extrañeza era consecuencia de la relativa novedad.

—Parecía amor, a veces. Yo estaba loca por él, quería estar a su lado, deseaba que el sentimiento fuera mutuo; todo eso. Pero al final resultó que solo estaba enamorada de la idea de Jemuel, de los momentos románticos que yo imaginaba que podríamos compartir siempre en teoría, nunca en la práctica.

—¿Él no te correspondía?

La sola posibilidad se le antoja improbable. Noemí es valiente, sincera, inteligente y amable, cualidades sin duda deseables en una pareja.

—No. A veces tonteábamos. Una vez incluso llegó a besarme, pero nada más. —Sus dedos acarician con gesto ausente la curva de su labio inferior, contradiciendo el tono despreocupado de su voz—. De hecho, al final se enamoró de Esther. Estaban hechos el uno para el otro, no como él y yo.

—Nada de esto guarda relación con lo que conozco del comportamiento humano en esas situaciones. ¿No sentiste celos o rabia?

La expresión de Noemí se enturbia.

—Al principio sí. Creí que me moría, que… en cualquier momento me caería redonda, tal cual, pero nunca dejé que Esther lo supiera. Se habría hundido y habría roto con Jemuel, y eso habría sido una estupidez, porque él no la hubiera cambiado por mí. ¿Para qué? Mantuve la boca cerrada y fingí estar bien hasta que realmente lo estuve. Ahora, cuando hablo con Jemuel, me parece increíble que me gustara tanto. A veces es un poco estirado, la verdad.

—Pero cuando has hablado de él me ha parecido que lo hacías con nostalgia.

Abel se da cuenta de que está rememorando el momento, los ojos oscuros de Noemí perdidos en la distancia, los dedos rozándole el labio.

—Supongo que lo que echo de menos es la idea del amor —dice ella—. Y, bueno, fue un beso muy bonito. —Su sonrisa se vuelve triste—. Al menos pude practicar un poco.

De pronto, a Abel se le ocurre una idea estupenda.

—¿Quieres seguir practicando?

—¿Qué?

—Si quieres, podríamos practicar tú y yo. —Sonríe y se dispone a explicarse—. ¿Recuerdas lo que te dije en Kismet? Estoy programado con una amplia selección de técnicas pensadas para el placer físico, desde besos hasta las posturas más secretas del coito. Nunca he tenido oportunidad de ponerlas en práctica, pero estoy seguro de que podría aplicarlas con mucha destreza.

Noemí lo mira con los ojos abiertos como platos. Siempre es muy rápida cuando se trata de expresar objeciones, así que Abel interpreta su silencio como un signo favorable. Se incorpora en la cama para explicarle todos los aspectos positivos de su propuesta.

—Los humanos necesitan un cierto nivel de liberación física y de consuelo para mantenerse psicológicamente sanos. Llevas bastante tiempo separada de tu familia y amigos y has sufrido un trauma considerable, lo que sugiere que estás en una situación más vulnerable de lo normal. Poseo toda la información y las técnicas necesarias para ser una pareja excelente, mi cuerpo está diseñado para resultar atractivo y, obviamente, no soy portador de enfermedades ni puedo preñarte. Tenemos privacidad absoluta y muchas horas por delante. Las condiciones para el coito son inmejorables.

Noemí lo escucha completamente paralizada hasta que, de repente, se le escapa la risa, una risa cómplice, no desagradable. Cuando por fin lo mira, tiene las mejillas coloradas.

—Abel, pues… no sé, te agradezco el ofrecimiento, supongo. —Se pasa un mechón de pelo negro por detrás de la oreja y se muerde el labio inferior antes de añadir—: Pero no puedo.

No puede negarlo: Abel se siente decepcionado.

—¿Por qué no?

—Entre la gente que profesa la misma religión que yo, el sexo es algo que se reserva para las relaciones estables, para la persona por la que sientes algo muy profundo.

—Creí que habías dicho que tu cultura no es tan puritana como dice la Tierra.

—Y es verdad. El sexo forma parte de la vida, es algo maravilloso. Todos lo entendemos así. Algunas fes son mucho más permisivas que la Segunda Iglesia Católica. Pero para mí el sexo debería ser algo que compartes con la persona a la que quieres.

—Lo entiendo —dice él, deseando que fuera así.

Noemí se coloca de medio lado, de cara a él, pero evita mirarlo directamente.

—De todas formas, es verdad que no podrías dejarme embarazada. Nadie puede. La explosión que mató a mi familia… me expuso a unas toxinas bastante peligrosas.

Lo dice como si tal cosa, pero es evidente que es un tema doloroso, o al menos lo era. ¿Cómo podría consolarla por una pérdida así? Al final se decide.

—Sé que tu material genético habría sido de la más alta calidad.

Ella se vuelve a reír, aunque esta vez parece menos convencida. Seguro que ha metido la pata.

—Te pido disculpas si te he ofendido. Se suponía que era un cumplido…

—Tranquilo, no pasa nada. Te he entendido perfectamente. —Noemí lo mira desde su cama con timidez y una media sonrisa, y él siente un desequilibrio extraño, pero fascinante, como si le bastara con mirarla para perder el oremus. Un segundo más tarde, ella rompe el hechizo al incorporarse y levantar los brazos para desperezarse.

—Sigo absolutamente agotada y encima me empieza a doler la cabeza. ¿Cuánto le queda al próximo ciclo de diagnóstico?

—Siete horas. —Por lo visto, Noemí prefiere un ambiente menos íntimo que el actual, así que Abel se levanta de la cama—. Puedes dormir toda la noche y reunirte conmigo por la mañana.

—¿Tú no deberías dormir también? Aún te estás recuperando.

Él responde que no con la cabeza.

—Todos mis sistemas vuelven a funcionar correctamente. Y tú no deberías volver hasta que puedas decir lo mismo.

—Y yo que creía que las órdenes las daba yo. —Lo dice de broma, la vergüenza de antes empieza a disiparse. Se dirige hacia la puerta con paso lento y cansado, pero antes de llegar mira por encima del hombro y se despide—: Buenas noches.

—Buenas noches —repite Abel.

Su partida lo deja preocupado. Sabe que ella ha disfrutado viendo Casablanca. Los esfuerzos para actuar como iguales, incluso como amigos, empiezan a dar sus frutos. Las reparaciones de la Dédalo progresan a buen ritmo; si todo va bien, podrán partir dentro de diez o doce horas. Por todo ello, su estado de ánimo debería ir de neutral a positivo.

En lugar de eso, no puede dejar de revivir el momento en el que se ha ofrecido a tener sexo con Noemí, solo que en su cabeza cada vez lo dice de una manera distinta —un poco mejor— y se pregunta si eso la habría animado a decir que sí.

Abel no siente el deseo de la misma manera que los humanos; Mansfield le dijo que ningún hombre debería ser esclavo de su entrepierna. Pero sí siente el placer físico, que es lo que esperaría del sexo. En los humanos, el deseo es anterior a la acción; en su caso, sería al revés. Eso no quita que sienta curiosidad por el deseo.

Su programación le anima a buscar nuevas experiencias. En ese sentido, esta noche ha fracasado. Eso explica la decepción.

Seguro.

 

 

A la mañana siguiente, Abel sigue trabajando en la sala de máquinas mientras cuenta las horas que faltan para que aparezca Noemí. No lo hace temprano ni tampoco un poco más tarde, cuando las probabilidades eran más altas. Al final, los cálculos de Abel yerran estrepitosamente: no hay ni rastro de Noemí.

Solo quedan ocho días para la Ofensiva Masada. Ella lo sabe. No permitiría que el agotamiento de anoche le hiciera perder ni una hora que podría invertir en ayudar a la gente de Génesis. Por eso, al final decide contactar con ella por el intercomunicador de la nave.

—¿Noemí? Soy Abel. —Totalmente innecesario, teniendo en cuenta que no hay nadie más a bordo, pero parece que a los humanos les gusta la repetición de lo evidente—. ¿Estás despierta?

—Sí —responde ella tras una larga pausa—. No me… no me encuentro bien.

—¿Estás enferma? —Podría ser que alguna ración de emergencia estuviera en mal estado. Una intoxicación alimentaria no es mortal, pero podría provocarle vómitos y fiebre—. ¿Puedo ayudarte de alguna manera? ¿Quieres que te lleve agua?

—Pues… sí, gracias.

Tiene la voz ronca. Peor aún, parece dispersa, aturdida. Los humanos a veces hablan así cuando están ebrios, aunque no hay ninguna sustancia embriagante a bordo y, aunque la hubiera, es poco probable que Noemí abusara de ella.

Por todo ello, la única conclusión lógica es que está muy enferma.

—Ahora mismo voy —le dice por el intercomunicador.

Abandona la sala de máquinas y sube a toda prisa por el corredor en forma de espiral. La habitación de Noemí se encuentra en la segunda rotación, pero ella no está dentro. La localiza en el pasillo, un poco más adelante, justo en el siguiente giro, sentada en el suelo con la camiseta rosa y las mallas, la cabeza apoyada contra la pared. Rápidamente se arrodilla junto a ella.

—Noemí, ¿qué te pasa?

Ella lo mira. Tiene los ojos secos y enrojecidos.

—Quería subir a la enfermería… para buscar algo para la fiebre.

Le pone la mano en la frente. Está a 38 grados.

—Explícame cómo te sientes.

—Muy cansada… Abel, estoy muy cansada…

La coge en brazos y la lleva hasta la enfermería. Por el camino, la camiseta se vuelve a deslizar por el movimiento y le deja al descubierto la clavícula y parte del hombro. Tiene la piel, naturalmente bronceada, cubierta de finas líneas de color blanco. Es la primera vez que Abel ve algo así, pero enseguida sabe de qué se trata: telarañas.