27

 

 

 

 

Noemí se debate entre la realidad y el delirio. Intenta por todos los medios concentrar sus pensamientos en lo más importante, pero le cuesta demasiado, solo es capaz de estar ahí tumbada, cociéndose por el efecto de su propia fiebre.

—Me podrías haber llamado para que te ayudara —le dice él.

La ha llevado a un sitio fresco y luminoso: la enfermería. Esto es la enfermería. Está tumbada en la misma camilla en la que murió Esther.

—No me pareció que hiciera falta. —Tiene los pies fríos. Odia que se le enfríen los pies—. Al menos al principio. Luego me pareció que ya era demasiado tarde.

—No era demasiado tarde. —Abel le rodea la muñeca con una mano y aprieta el pulgar justo donde el entramado de venas discurre más cerca de la piel. Lo nota frío en comparación con ella, no porque sea un meca, sino porque ella está ardiendo—. Te noto el pulso débil. ¿Has podido comer o beber algo?

¿Ha comido? Noemí responde que no con la cabeza, pero se detiene en cuanto el suelo empieza a girar a su alrededor.

—Hace rato que no lo intento.

—Necesitas hidratarte inmediatamente.

En cuestión de segundos, una pajita de plástico se abre paso entre sus labios. Noemí bebe un par de veces y entreabre los ojos para ver a Abel sujetando una bolsa de… lo que sea. Un líquido azul. Está dulce, demasiado, como si con su sabor intentara animarte a que te lo bebieras.

—El escáner ha detectado un virus que no aparece en su base de datos. Las marcas de la piel indican, con un nivel de probabilidad muy alto, que sufres un caso agudo de telarañas.

La gente muere de eso, se lo dijo Harriet. Pero no tiene por qué ser mortal, no necesariamente.

—Me voy a poner bien —murmura Noemí—. Solo necesito descansar.

—Las lecturas del bioescáner son… —Deja la frase a medias, pero enseguida se recupera—. No son buenas. Emites unos niveles muy altos de radiactividad.

Ella tiene un momento de claridad.

—¿Radiactividad?

Abel le toca el hombro para tranquilizarla.

—Todos los humanos emitís un nivel muy bajo de radiación. El tuyo es considerablemente superior a lo normal. No lo suficiente para ser peligroso para ti o los que te rodean, pero es señal de que las telarañas han alterado drásticamente tu condición física. Es una manifestación muy extraña para un virus, la verdad.

Noemí intenta forzar su pobre cerebro para que piense.

—Puede que la radiación no sea un síntoma, sino algo que cogí en Cray.

—Si fuera así, mi nivel de radiación también habría subido y no lo ha hecho. Esta enfermedad… no la conozco. Noemí, no sé cómo ayudarte y no podemos esperar que te recuperes por tus propios medios. Tiene que verte un médico.

—Creía que… que tenías los conocimientos de todos los modelos, también de los médicos.

—Y así es, pero de hace treinta años, de cuando me quedé encerrado en esta nave. Por aquel entonces, las telarañas aún no habían aparecido. Por eso no tengo información sobre posibles tratamientos o un posible diagnóstico.

Lo dice como si estuviera enfadado con toda la galaxia por conocer una información muy concreta de la que él carece.

—Tú hazlo lo mejor que puedas.

Él sacude la cabeza.

—Con eso no basta.

¿Acaba de admitir que él no es lo suficientemente bueno? En cualquier otro momento, Noemí habría aprovechado para burlarse de él: el arrogante modelo A de Cibernética Mansfield reconociendo que tiene límites. Ahora, en cambio, debe evitar que haga algo tan lógico que resulta absurdo.

—¿Qué otra cosa podemos hacer? En Cray o en Kismet…, el Charlie y la Reina nos encontrarán. Y en Génesis tampoco hay nadie que pueda ayudarme.

Allí nadie ha tratado una infección por telarañas y, además, corre el riesgo de introducir una plaga horrible en su planeta.

—Exacto. Por eso atravesaremos el sistema de Cray de camino a Bastión.

¿Bastión? Es el planeta más poblado del Anillo sin contar la Tierra; una roca fría e inhóspita cargada de minerales. No podría parecerse menos a Génesis. Y peor aún, todavía está ligado a la Tierra, le es completamente fiel, al menos hasta donde ella sabe, que no es poco.

—Abel, no. Nos retrasaríamos demasiado.

—Aún faltan ocho días. Nos da tiempo de ir a Bastión.

—Lo veo muy justo. Y podrían cogernos. Es demasiado peligroso.

—Puedo camuflar la nave, comprobar con los ordenadores de Bastión si les han llegado nuestras fotos. De ser así, seguramente podría borrarlas del sistema.

—«Seguramente» es una garantía un tanto pobre.

Abel se queda callado unos segundos, tiempo suficiente para que Noemí crea que la conversación ha terminado. Pero justo cuando decide dejarse arrastrar por la fiebre, él le dice:

—Dijiste que me aceptabas como a un igual. Ya no estoy sometido a tu autoridad, así que tengo derecho a voto, ¿verdad? Y voto por llevarte a un médico cuanto antes.

Obviamente, la votación acaba en empate y nadie gana. Justo cuando se dispone a decirlo en voz alta, un escalofrío le sube por todo el cuerpo. Le duelen los huesos como si la estuvieran retorciendo como un trapo. Espera no volver a sentir nunca más un frío tan intenso.

Está dispuesta a morir para salvar Génesis, pero su intención no era malgastar su vida para nada. Si muere aquí, por culpa de una maldita enfermedad, todo habrá sido en balde.

Traga saliva y asiente.

—De acuerdo, vayamos a Bastión.

 

 

Noemí apenas recuerda el viaje a través de la Puerta Ciega, no es más que una imagen borrosa, una estampa compuesta de asteroides que giran lentamente alrededor de las coloridas volutas de la nebulosa. Cuando la luz empieza a hacer eso tan extraño de doblarse, ella cierra los ojos.

Está tumbada en la enfermería, cubierta con mantas térmicas. Antes de volver al puente de mando, Abel ha apagado las luces para que pueda descansar un rato más. Consigue echarse una siesta, pero luego se queda tumbada en la cama medicalizada, mirando a su alrededor con una expresión de puro agotamiento en la cara. ¿Cómo es posible que esté tan lejos de casa? ¿Cómo es posible que le esté pasando esto? Podría ser que el virus estuviera jugando con ella y, en realidad, estuviera en Génesis sufriendo por una enfermedad perfectamente curable.

Pero no consigue convencerse de que todo esto no es más que una pesadilla porque su cuerpo, débil y dolorido, le recuerda cuál es la realidad. Y a través de las ventanas ovaladas de la enfermería ve estrellas y constelaciones desconocidas.

—¿Noemí?

Abel aparece en la penumbra de la enfermería, la cara iluminada por las lecturas de la biocamilla. ¿Cuánto tiempo ha pasado desde que han atravesado la Puerta Ciega? Se ha quedado dormida, pero no sabe si durante cinco minutos o un día entero.

—Llegaremos a la órbita de Bastión en menos de una hora.

Más bien debe de hacer casi un día que duerme, porque se ha perdido el salto entero a través de la puerta.

—Vale.

¿Será capaz de bajar de la nave por su propio pie o tendrá que llevarla Abel en brazos?

—¿Noemí? —Está inclinado encima de ella y le aparta el pelo sudado de la frente con el pulgar. ¿Se ha vuelto a dormir?—. Te he dado una medicación que debería bajarte la fiebre. No sé si está contraindicada para las telarañas, pero… tenía que hacer algo.

—No pasa nada.

Puede que sí, puede que no; ahora mismo le importa bastante poco. Es imposible que la medicación la haga sentirse peor de lo que ya se siente. Todo lo demás es irrelevante.

—Estamos aterrizando en Bastión.

Hay algo raro en sus palabras.

—Pero… ¿por qué no estás pilotando la nave?

—Bastión recibe a casi todas las naves entrantes con el rayo tractor, también durante las migraciones masivas.

—¿Las migraciones masivas? —Parece que la fiebre empieza a remitir; de pronto, le cuesta menos concentrarse—. ¿Qué quieres decir?

Abel responde activando una pequeña pantalla que hay en la pared y que muestra una versión en pequeño de lo que habrían visto desde el puente de mando: el planeta Bastión.

La superficie, gris y cubierta de cráteres, se parece más a la de una luna yerma que a la de un planeta habitable. La fina atmósfera es respirable, pero solo lo justo, y las manchas negras que salpican la superficie son el equivalente a los océanos. Dos casquetes gruesos y plateados cubren los polos hasta lo que en un planeta más cálido serían los trópicos. Fábricas y minas salpican todo el ecuador de metal como si fueran las partes de una armadura. Incluso desde el espacio se ve la cantidad de humo industrial que escupen sus fábricas.

—También están agotando este planeta —murmura Noemí, incorporándose sobre los codos—. Lo están envenenando.

—En este caso no. —Abel agranda la imagen para poder ver mejor las fábricas—. El planeta tiene que ser más cálido si quieren que albergue a más de trescientos millones de seres humanos, una cifra cercana a su población actual. Por eso están liberando gases de efecto invernadero a propósito, para transformarlo en un planeta más habitable.

A Noemí nunca se le había ocurrido la posibilidad de que lo que envenena un planeta puede suponer la salvación para otro.

Bastión parece tan aterrador como cualquiera de los otros planetas y, al mismo tiempo, es su única oportunidad de curarse, de seguir con la misión. De salvar Génesis.

«Siete días.» La fiebre no le ha robado ese dato, la fecha límite que no se quita de la cabeza ni un segundo. «Siete días.»

Al principio, el anillo que rodea el planeta la confunde. En el colegio nadie les enseñó que Bastión tuviera un anillo. De pronto, se da cuenta de lo que tiene delante y los ojos se le abren como platos: un enjambre gigantesco de naves, la mayoría grandes cargueros industriales, reunidos como las gallinas alrededor de la comida y cargados todos ellos con decenas, si no cientos, de humanos. A su lado, la flota que vieron en Kismet parecería una broma. Por desgracia, los cascos de estas naves no muestran la imaginación y la alegría de los vagabundos. En los de estas naves cuadradas nadie ha pintado diseños en colores brillantes. Flotan en formación con la rigidez y la regularidad de un panal de abejas, a la espera de una decisión que suponga una diferencia entre la vida y la muerte para los que van a bordo.

De pronto, en la pantalla se materializa el mensaje de bienvenida al planeta. Suena una música triunfal y la imagen pregrabada se superpone ante el firmamento: dos banderas negras, cada una con una raya plateada en el centro, ondean a lado y lado de un gran edificio de granito con enormes columnas en la entrada.

«Esto es Bastión —anuncia una voz profunda—. Aquí extraemos los metales y minerales que la Tierra y el resto de las colonias necesitan para sobrevivir. Adiestramos a los futuros soldados para que sirvan en los ejércitos de la Tierra con dignidad y valentía. Y trabajamos para convertir nuestro planeta en el próximo hogar del ser humano. Algún día nuestro planeta estará en el centro del universo. ¿Tienes lo que hace falta para quedarte con nosotros?»

—Desde luego no es el mejor discurso de bienvenida, sobre todo si no tienes otro sitio al que ir —dice Noemí mientras suena la música y aparecen imágenes de mineros fornidos y extrañamente limpios, seguidos de reclutas corriendo montaña arriba.

—No creo que esté pensado para convencer al que lo ve de que se quede —replica Abel—. Diría que es una advertencia, una forma de avisar a la gente de que algunos serán rechazados.

En todo el mensaje de bienvenida no aparece ni un solo niño. Tampoco ancianos ni personas con movilidad o visión reducida. Puede que solo sea la pátina brillante de la propaganda, pero Noemí intuye que no.

Bastión parece un planeta sin lugar para la bondad y la compasión, con una sola forma de ser, rígida y estrecha de miras. ¿De verdad es la última opción que les queda a los habitantes de la Tierra?

 

 

La joven disfruta de casi media hora de lucidez gracias al antitérmico que Abel le ha dado y la aprovecha para darse una ducha sónica y ponerse un sencillo chándal de color verde oliva. El pijama está sudado, no cree que pueda volver a ponérselo; la sola idea le parece repugnante.

La nave tiembla a su alrededor mientras el rayo tractor los arrastra hacia la atmósfera planetaria, hacia la superficie rocosa e inhóspita de Bastión. Mientras se dirigen hacia la base donde aterrizarán, ve decenas de naves a su alrededor, todas a punto de aterrizar como ellos.

—Esta gente querrá comprobar al detalle la información que les demos —se lamenta mientras se deja caer en una de las sillas de la enfermería. Dentro de poco volverá a la cama, esta vez de un hospital—. No parecen muy de dejar pasar las cosas.

—La identificación de la nave ha aguantado hasta ahora.

Abel intenta que no se le note lo orgulloso que está de sus habilidades como falsificador, pero fracasa estrepitosamente.

—¿Esta vez quiénes somos?

—La Apolo. Por el dios griego de la curación, entre otras cosas.

Ha bautizado la nave con el nombre de una divinidad con poder para sanarla. De pronto, Noemí siente que tiene ganas de llorar…, aunque seguro que es la fiebre que le está subiendo otra vez. Siempre se pone muy sensible cuando está enferma.

—Deberíamos haberles avisado de que tengo telarañas —dice finalmente, incómoda con su propia reacción—. Antes de aterrizar, quiero decir. Se pondrán furiosos cuando se den cuenta de que les hemos mentido. No puedo bajar de la nave y poner en peligro a toda esa…

—No pasa nada. —Abel le habla como lo haría a una niña asustada. ¿Por qué le ha tenido que temblar la voz? Noemí odia parecer débil casi tanto como sentirse débil—. Les he informado de tu estado. Cuando toquemos tierra, habrá un equipo médico esperándonos.

—¿Lo saben? Y, entonces ¿por qué nos dejan aterrizar?

Bastión no parece ser un oasis de compasión.

—Quieren gente joven. —Abel hace una pausa—. Les he dicho que tengo diecinueve años, aprovechando que es la edad que aparento actualmente. Todo aquel que llega hasta aquí por sus propios medios y recursos recibe un trato preferente. Ah, y parecen muy interesados en parejas jóvenes en condiciones de tener hijos.

—Espera, ¿qué?

Ni siquiera intenta disimularlo, se nota que está avergonzado.

—En cuanto supe cuáles son los perfiles con más posibilidades de obtener el permiso para aterrizar, decidí presentarnos como marido y mujer. ¿He hecho algo malo?

—Pero si los médicos descubren que no puedo…

—Lo que me contaste no creo que aparezca en una revisión rutinaria. Y estarás en el hospital. Te ayudarán. Lo demás no importa.

Noemí se imagina a los médicos juzgándola y sopesando el valor de su vida, pero sabe que no tienen otro sitio al que ir.

Cuando la Dédalo se posa en el suelo con un suave temblor, ella se levanta o al menos lo intenta; es como si el suelo se moviera bajo sus pies. Se tambalea y Abel se acerca y le pasa un brazo alrededor de los hombros. Noemí recuerda la propuesta que le hizo después de ver Casablanca —la mirada amable y llena de esperanza mientras le pedía que se metiera en la cama con él— y, de pronto, le da vergüenza estar tan cerca de él…

No, no es verdad. Siente que debería darle vergüenza, pero la sensación no se corresponde con la realidad. Tocarlo es algo absolutamente natural.

—Túmbate —le dice él, y la ayuda a estirarse en la biocamilla—. El equipo médico subirá a bordo. Así es más seguro.

—Necesito verlo. Bastión. Tengo que ver lo que está pasando.

No sabe por qué, solo sabe que se siente confusa, que tiene miedo, y no puede soportar la idea de no saber dónde están exactamente.

Abel no le responde que se está comportando de una forma irracional. En vez de eso, se dirige hacia la pequeña pantalla que hay en la pared. El gris da paso de nuevo a la luz y el movimiento que rodea la nave.

Bastión ya parece un sitio aterrador desde el espacio, pero es que su superficie es aún peor.

El cielo cuelga muy bajo y sin nubes, del mismo color que las rocas. Los pasajeros se apean de sus respectivas naves, pero nadie los saluda ni los recibe con música como con los vagabundos. No les dan la bienvenida. Los guían como a un rebaño hacia el edificio que aparecía en el mensaje de bienvenida, o al menos a uno que se le parece mucho. La mayoría van vestidos con colores oscuros como Abel y ella misma, y sus rostros son duros e impasibles. Hay algunos niños, pero ninguno especialmente pequeño; nadie los lleva en brazos ni les susurra palabras de consuelo al oído. Se nota que los han educado para que se porten bien y para que caminen bien rectos. Uno de ellos, un niño vestido con una especie de bata del color de la masilla, saca pecho para parecer tan grande y fuerte como los mayores. En otro lugar, la escena hasta tendría gracia; aquí el miedo que se esconde tras el gesto del niño le atraviesa el corazón como una flecha. Le vuelven a entrar ganas de llorar.

—Noemí. —Abel le aparta el pelo de la frente—. El equipo médico está aquí. Tengo que dejarlos entrar.

—La placa de la nave —susurra ella—. Que no la vean. No deben saber quiénes somos en realidad.

—No pasa nada, la esconderé. Chisss. Descansa.

Cierra los ojos, lo intenta, pero nota la ausencia de Abel en cuanto él sale por la puerta de la enfermería. Todo parece tan vacío, tan frío, que tiene miedo.

Un par de minutos después oye pasos acercándose por el pasillo.

Los recién llegados entran en la enfermería: un médico, o eso cree ella, y un meca modelo George, seguido de cerca por Abel.

Un hombre de unos veinticinco años y con bata blanca se acerca a ella. Tiene la piel y los ojos oscuros, y la voz dulce.

—Le voy a tocar el cuello para tomarle el pulso, ¿de acuerdo?

Noemí asiente y enseguida nota sus dedos sobre la yugular. El rostro del médico pasa de concentrado a muy preocupado. Se gira hacia el George y le dice:

—Hay que llevarla al Medstation Central. Necesitamos un aerodeslizador urgentemente.

El George lo mira extrañado.

—Los casos individuales a menudo pueden tratarse a bordo de sus respectivas naves.

—Este no. Diles que el deslizador es para el doctor Ephraim Dunaway, vamos. —En cuanto el George desaparece por la puerta, Dunaway se da la vuelta y habla con Abel, no con ella—. No se preocupe. Voy a cuidar de su mujer.

«¿Su mujer? ¿Soy la mujer de alguien…? Ah, es verdad.» Noemí es consciente de que le pasa algo, le cuesta pensar con claridad y le preocupa la posibilidad de perder el oremus por completo. Si le sigue subiendo la fiebre, es posible que empiece a ver cosas, que tenga alucinaciones, que pierda el control.

La voz de Abel le llega desde muy lejos.

—Parece que se está desviando de los protocolos médicos estandarizados.

La de Ephraim Dunaway parece aún más lejana.

—Sí, porque lo que tenemos aquí es una situación de emergencia. ¿Le preocupa el dinero? Aquí no es como en la Tierra, recibirá el tratamiento que necesita.

—Simplemente me parece extraño que tome una decisión que podría propagar las telarañas.

—Sé lo que hago, ¿de acuerdo? —Dunaway es una sombra junto a la biocamilla, nada más. Se centra de nuevo en ella y le susurra—: Relájese. Les vamos a hacer una revisión completa a los dos, de arriba abajo.

Noemí tira de la camiseta de Abel, lo más parecido a protestar sin decir una sola palabra. Lo que les van a hacer no es una revisión por encima como en la Estación Wayland; las pruebas revelarán que Abel es un meca. Y, cuando eso pase, los arrestarán…

Quizá el vehículo de emergencia no los llevará al hospital, sino a la cárcel.

¿Se lo está imaginando todo? ¿Está paranoica por culpa de la fiebre? No lo sabe.

Abel la levanta en brazos y ella no protesta. Tampoco se resiste cuando Dunaway le tapa la nariz y la boca con una máscara de papel. El trayecto hasta la salida es largo y lento, y cuando por fin pisan la superficie de Bastión por primera vez, a Noemí le sorprende la escasez de aire, que en cuestión de segundos la deja jadeando como si hubiera escalado una montaña. ¿O son las telarañas las que le cortan la respiración? Abel la aprieta contra su pecho y ella apoya la cabeza, pesada y dolorida, sobre su hombro.

«No pienses más —se dice, como si ignorando la enfermedad pudiera eliminar sus síntomas—. Piensa en otra cosa. Lo que sea.»

Pero no hay escapatoria posible ante la certeza de que su cuerpo, antes fuerte y poderoso, se debilita por momentos.

—Me siento como si no pudiera moverme —susurra.

—Podría ser por la gravedad del planeta. Es un poco mayor que en la Tierra o en Génesis.

—No es eso.

Abel no pierde el tiempo intentando calmarla y la coloca sobre la camilla como si no pesara nada.

Si fuera humano, ella se sentiría culpable por hacerle cargar con su peso, pero sabe que no hace falta. No hace falta que se sienta mal por causarle problemas, por necesitar demasiado su atención. Abel podría llevarla en brazos el resto de su vida.

La fiebre se cierne de nuevo sobre ella como una venus atrapamoscas con las hojas dentadas. Sin embargo, esta vez es más fuerte, como si estuviera enfadada porque la medicación le ha robado una hora de su tiempo.

Se siente como si estuviera a punto de perder el conocimiento. Y sabe que si se duerme ahora, quizá no vuelva a despertarse.