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Noemí está en el puesto de mando de la Dédalo, gritando. De miedo, de rabia, de dolor. Todos los motivos por los que un humano puede gritar confinados en su interior y expulsados de repente en forma de aullido desgarrador.

En la pantalla está Génesis, o lo que queda de él.

El bombardeo ha teñido de gris los continentes antes verdes. Han desaparecido todas las ciudades, las iglesias, las personas. La Tierra ha destruido su planeta y ahora lo único que les espera es la muerte.

—Aún no es demasiado tarde —dice Abel—.Volveremos al pasado y detendremos esta locura.

—No podemos viajar en el tiempo.

—Yo sí. Mansfield me dio ese poder.

—¿En serio?

Noemí se anima. Pueden viajar al pasado y salvar Génesis. O, mejor aún, antes de que su familia muriera… no, mucho antes. Salvarán la Tierra, volverán atrás en el tiempo y arreglarán todos sus problemas. Salvarán a la humanidad.

Abel se abre el pecho como si fuera el panel de un ordenador y de su interior saca un trozo de cristal rojo, liso y asimétrico. No sabe muy bien cómo, pero Noemí está convencida de que el cristal los hará viajar en el tiempo. Pero él se pone tieso de repente y se desploma contra la pared. Solo entonces se da cuenta de que eso es su corazón, o su fuente de energía, imprescindible para vivir. Se ha roto a sí mismo y lo ha hecho por ella.

—No, Abel, no hagas eso.

Intenta despertarlo, pero él tiene los ojos cerrados, puede que esté muerto. Ahora tendrá que enterrarlo en una estrella…

—¿Noemí?

Se despierta justo en el momento en que el sueño está a punto de convertirse en una pesadilla. Respira hondo y deja que las imágenes se borren de su mente. Si se niega a pensar en ellas, hasta el sueño más horrible se desvanece rápidamente.

—¿Estás bien? —Es Abel, tumbado en una cama de hospital a unos metros de ella, aunque él no está conectado a ningún monitor—. Parece que estabas experimentando una fase REM desagradable.

—Y así era. —Necesita mirarlo fijamente para volver a verlo por completo—. Estoy bien.

—Se te ve muy mejorada.

Los sensores médicos pitan y parpadean sobre su cabeza; normal que haya tenido pesadillas. No entiende los datos que aparecen en la pantalla, pero tampoco le hace falta porque es evidente que se encuentra mejor. Mucho mejor, la verdad. Ya no tiene fiebre y las líneas blancas de la piel casi han desaparecido por completo. Los científicos de la Tierra han avanzado en el tratamiento de las telarañas mucho más de lo que creía. Harriet la describió como una enfermedad muy peligrosa, pero es probable que los vagabundos no estén al día de los últimos avances médicos.

—Me siento casi recuperada del todo. —Sonríe, y Abel le devuelve el gesto. Le resulta raro despertarse junto a él con esta normalidad, cuando en la Estación Wayland le pareció lo más extraño del mundo—. Un poco cansada, eso es todo. Y tengo hambre.

—¿Quieres que llame para que nos traigan la comida? —Se incorpora, ansioso por tener algo que hacer. Parece más servicial ahora que cuando se sentía obligado a ello—. O quizá haya algo por aquí. Un zumo o una barrita energética…

El cierre hermético de la puerta se abre con un siseo y aparecen el modelo Tara y el doctor Dunaway, los dos ataviados con sendas batas blancas. Noemí solo conserva imágenes borrosas de Ephraim Dunaway, pero sí recuerda la amabilidad de sus ojos castaños y la seguridad con la que mueve las manos.

—Buenos días —anuncia la Tara, y enciende las luces. La joven entorna los ojos; Abel, más previsor, se protege con la mano—. Su estado ha mejorado considerablemente.

—Lo noto.

Noemí se incorpora sobre los codos. ¿Cuánto tiempo más tendrán que pasar en Bastión? Deben estar en cuarentena veinticinco horas y diría que al menos ya han pasado diez. Así que podrán retomar la misión enseguida.

O no. ¿Estará la nave también en cuarentena? El aterrizaje en Bastión está muy controlado; seguro que los despegues también.

«Nosotros podemos con esto y con lo que haga falta», se dice a sí misma, y mira a Abel. Le parece tan normal utilizar el «nosotros». Están juntos en esto. Recuerda la delicadeza con que la ha tratado mientras estaba enferma y se maravilla de lo raro y a la vez lo maravilloso que es confiar tanto en alguien. Pero, de momento, ni siquiera han salido del hospital.

—La velocidad de su recuperación es anormal. —La Tara frunce el ceño, como si una buena noticia que no se corresponde con los datos esperados fuera más una molestia que un motivo de alegría—. Deberíamos hacerle algunas pruebas más para determinar las razones por las que su organismo ha respondido tan rápido a la medicación.

Así que no es que las telarañas no sean peligrosas, es que ella se ha recuperado antes de lo previsto. Al final, el motivo es lo de menos. Lo importante es que pronto estarán lejos de aquí.

—¿Y Abel? Eh, ¿mi marido?

«Por favor, que no se hayan dado cuenta de nada.» Lo mira y ve el momento exacto en el que él se percata de que debe parecer más preocupado por su propia salud. Lo finge tan bien que por poco se le escapa la risa.

La Tara no aparta la mirada de las lecturas, no les mira a los ojos ni una sola vez.

—El cultivo ha salido normal y no muestra síntomas de estar infectado. Suponiendo que su estado no cambie, los dos superarán la cuarentena dentro de quince horas. Nos ocuparemos del resto de las pruebas en cuanto sea posible. Cuanto antes completen el proceso, mejor.

—Gracias.

Noemí no entiende cómo puede ser que el cultivo de Abel haya salido normal, y él tampoco, a juzgar por la forma en que frunce el ceño. ¿Las muestras de tejido de los mecas no son estériles? ¿No son incapaces de crear vida? Quizá la muestra estuviera contaminada.

La Tara se dirige a Ephraim.

—Doctor Dunaway, si le parece bien, mientras usted termina la ronda yo me ocupo de los análisis que queden pendientes en el laboratorio.

—No, no. Acabe usted la ronda. Yo me ocupo de esto.

Ephraim se entretiene con los sensores médicos de Noemí y sonríe hasta que la Tara sale de la habitación. De pronto, empieza a arrancárselos tan rápido que le hace daño.

—¡Ah! —protesta Noemí—. ¿Qué está haciendo?

—Esto no es el procedimiento rutinario. —Abel se levanta de la cama de un salto, cruza la estancia en dos o tres pasos y se coloca al otro lado de Noemí, como si quisiera apartarla del médico—. Su comportamiento ha sido anormal desde el principio…

—Sí, claro, y vosotros me llamáis anormal a mí. —Ephraim no para hasta que le quita el último sensor. Solo entonces la mira con tanta intensidad que le recuerda a la capitana Baz—. Tenéis que salir del planeta lo antes posible. Tú y tu marido. Ahora mismo os saco del hospital.

—¿Qué quiere decir? —pregunta Noemí mientras se incorpora. Aún está un poco atontada, pero no es nada comparado con la fiebre del día anterior—. ¿Adónde nos lleva?

—A vuestra nave. —El petate que traía en la mano cuando ha entrado parecía una bolsa normal, pero cuando lo abre resulta que contiene unas chaquetas negras de tejido fino pero muy cálido. Les tira un par y se pone la tercera—. He traído los sedantes más potentes que he encontrado. Cuando hayáis abandonado el planeta, me pondré uno y les diré que ha sido culpa mía.

—¡Basta! —Noemí baja de la cama de un salto—. ¿Quieres hacer el favor de explicarnos por qué pretendes culparnos de un delito que no hemos cometido?

Abel entorna los ojos y la ira que tiñe su voz suena intensamente humana.

—No podemos involucrarnos en una actividad criminal basándonos en los consejos de alguien que no ha sido sincero desde el primer momento.

—Y encima tienes la cara de decirme que no he sido sincero. Increíble.

Está ofendido, se le nota, pero sigue con los preparativos para sacarlos del hospital. Noemí intuye que lo hace por su bien o, al menos, por lo que él cree que es su bien, así que decide arriesgarse.

—¿Es por… Abel?

Si las autoridades de Bastión descubrieran lo que es, ¿querrían quedárselo? ¿Es lo que Ephraim intenta evitar? Pero el médico responde que no con la cabeza.

—También sería por él, eso seguro, si las analíticas no hubieran dado resultados tan raros. De momento, es por ti.

—Eso no es una explicación —interviene Abel, la voz firme, casi desafiante.

Ephraim parece tan molesto como Noemí.

—Sabéis perfectamente por qué lo hago. ¿Por qué fingís que no?

—¿Podrías decirnos, con palabras sencillas, qué…? —pregunta Noemí, pero se calla en cuanto Ephraim se acerca a ella y la señala como para enfatizar cada palabra.

—Eres de Génesis.

De repente, siente que se marea, pero se coge al borde de la cama para no caerse; la mano de Abel se cierra sobre su brazo y la mantiene de pie hasta que consigue recuperar el equilibrio. No es el mejor momento para perder el control. Ambos se miran.

—¿Cómo lo has sabido? —consigue preguntar ella al fin.

—Los resultados de las analíticas. —Ephraim se sube la cremallera de la chaqueta—. Tus pulmones están prácticamente limpios de contaminantes. Igual que la sangre. No es algo que veamos muy a menudo, y solo puede significar dos cosas: o te han clonado en un laboratorio o eres genesiana, pero tus estructuras genéticas son demasiado estables para un clon. Además, has respondido a la medicación tan rápido que es evidente que no has desarrollado resistencia a los antivirales. La mayoría de la gente ha pasado por toda la gama que tenemos antes de llegar a la edad adulta. Otra vez Génesis.

Noemí tiene un nudo en el estómago.

—No me ibais a hacer más pruebas, ¿verdad? La Tara pretendía mandarme a… que me interrogaran, a la cárcel o…

—Las pruebas eran de verdad. Aún no se han dado cuenta. —Ephraim se acerca a un monitor y ella se percata de que está comprobando el pasillo para asegurarse de que no se acerca nadie—. Los modelos Tara están programados para trabajar con enfermedades o heridas. Jamás se les ocurriría la posibilidad de que alguien esté demasiado sano.

—Claro —dice Abel; tiene la misma expresión entre la confusión y el asombro que Noemí ya le ha visto en otras ocasiones, cada vez que un humano es capaz de ver algo que a un meca se le habría escapado.

—Pero si pasáramos a la siguiente ronda de pruebas —continúa Ephraim—, los resultados le llegarían directamente a la supervisora de planta, que es humana. Seguramente, no tardaría en sumar dos más dos, como yo, y luego pediría más analíticas para tu maridito. Si sus muestras no se hubieran contaminado, los resultados serían los mismos, ¿verdad?

—No estés tan seguro —responde Abel.

Ephraim se pasa la mano por el pelo, rapado casi al cero, y respira hondo. Solo cuando lo ve así, intentando tranquilizarse, Noemí es consciente de que su preocupación es real.

—No podéis pasar más pruebas. Tenéis que abandonar el planeta antes de que las autoridades se den cuenta de la presencia de traidores.

La palabra «traidores» duele.

—Si eso es lo que crees que somos, ¿por qué nos ayudas? —pregunta ella.

—¿Quieres que te cuente la historia de mi vida?

Ella se cruza de brazos.

—Si pretendes que te haga caso y me deje culpar por un delito que no voy a cometer, sí, será mejor que empieces a hablar.

Ephraim levanta las manos, visiblemente sorprendido.

—Eh, que no os estoy tendiendo una trampa ni nada de eso.

Abel arquea una ceja.

—Convéncenos.

—¡No tenemos tanto tiempo! —protesta el médico.

Noemí cree que está siendo sincero, pero no puede dejarse guiar solo por el instinto.

—Pues será mejor que hables rápido.

Ephraim permanece inmóvil unos segundos, el tiempo suficiente para que Noemí sospeche que está a punto de confesarles su plan o llamar a seguridad. Cuando por fin habla, su voz suena grave y profunda.

—Hace treinta años, mi madre estaba sirviendo a bordo de una nave hospital de la flota de la Tierra cuando, durante una de las peores batallas de toda la guerra, los derribaron. Ella fue la única superviviente; estaba embarazada de seis meses de mi hermano mayor. La nave cayó en Génesis y mi madre se supo abandonada, indefensa, asustada ante la posibilidad de perder a mi hermano por culpa del impacto o acabar en la cárcel. Pero un grupo de genesianos dieron con ella. Sabían que debían informar si encontraban algún superviviente, pero se apiadaron de ella. La llevaron a una casa no muy lejos de allí y una enfermera la visitó para asegurarse de que el embarazo iba bien. Después la ayudaron a liberar una cápsula de los restos de la nave y con ella pudo ascender hasta una órbita baja y pedir ayuda. Le dijeron que sus dioses lo querían así. —Los ojos castaños de Ephraim se clavan en Noemí con una extraña intensidad—. No me gusta lo que tu planeta le ha hecho a esta galaxia. No sé cómo podéis ser compasivos con una persona y, al mismo tiempo, decirle a toda la humanidad que se vaya al infierno. Pero toda la vida he sabido que os debía una. Le debo a Génesis la vida de mi madre, la de mi hermano y la mía propia. En cuanto me di cuenta de dónde venías, supe que por fin podría devolver el favor. Y es lo que estoy haciendo.

Últimamente, Noemí se ha planteado muchas cosas sobre Génesis, pero tampoco se le olvida que su planeta es capaz de obrar maravillas.

—Gracias.

Ephraim señala las chaquetas.

—¡Agradecédmelo poniéndoos la chaqueta de una vez! Tenemos que irnos.

Abel y Noemí se miran. Él no parece muy seguro, pero en cuanto la ve coger su chaqueta, hace lo propio.

La fiebre ha convertido la llegada al hospital en un recuerdo borroso. Todo lo que pasó después de aterrizar es un remolino de confusión. Noemí tiene la sensación de que está a punto de ver Bastión por primera vez. El pasillo del hospital no tiene nada de especial, al igual que el área de servicio por la que Ephraim los lleva.

Pero fuera la cosa empeora.

En cuanto salen, Noemí levanta la mirada y ve que el aliento se convierte en vapor por efecto del frío. El cielo, gris oscuro, cuelga sobre Bastión como una cúpula bajo la que contenerlos.

—¿Alguna vez habéis necesitado recurrir a la cuarentena? —Abel no deja de observar a Ephraim con la misma mirada gélida con la que vigilaba a la Reina la última vez que los atacó—. Hay muy pocas habitaciones en la zona. Tampoco hay carreteras. Ni ciudades.

—La primera vez que se extendieron las telarañas… —Ephraim niega con la cabeza mientras se sube el cuello de la chaqueta para protegerse del viento helado—. Es una enfermedad muy fea. En la Tierra dicen que la tenemos bajo control, más o menos, pero no engañan a nadie. La situación siempre es la misma: un estallido más y se convertirá en pandemia.

¿Pandemia? ¿Cuántos horrores de los últimos treinta años le falta por descubrir?

«Dejamos a la humanidad sin otra salida —piensa Noemí, y no puede evitar sentirse culpable—. Y sin otro planeta mejor que este.»

El camino de grava discurre entre dos edificios del complejo hospitalario, pero les permite echar un vistazo al mundo que hay más allá. Ella ve la tierra arenosa y gris, la hierba que es más plateada que verde y unos cuantos árboles que deben de ser nativos del planeta. Los troncos y las ramas se doblan en tantas direcciones que es como si alguien hubiera atado nudos con ellos, y las hojas son redondas y negras.

—¿Cómo es posible que algo subsista aquí? —murmura.

Lo decía a modo de pregunta retórica, pero Ephraim responde.

—Todo lo que sobrevive en Bastión se fortalece a pasos agigantados. La flora y la fauna nativas han evolucionado en este suelo yermo y bajo un cielo hostil. Son organismos miserables y feos, pero muy duros. Aquellos árboles de allí, es imposible cortarlos por la madera. Harás trizas el hacha y apenas le habrás hecho algunas marcas al tronco.

—No sé si los odias o si los admiras.

—Las dos cosas al mismo tiempo —responde, y su voz transmite desazón y una extraña forma de orgullo.

Noemí aprieta el paso para no quedarse atrás; aún se siente débil y Ephraim es un hombre alto con una zancada importante. Abel no se separa de ella, listo para ayudarla si lo necesita. Sin embargo, está extrañamente callado, no dice ni una sola palabra.

—¿Y la gente que vive aquí, los colonos, son igual de duros? —le plantea ella al médico.

—Aprenden a serlo. —Ephraim se da cuenta de cuánto le cuesta a la chica seguirle el paso y aminora. A pesar de la rabia y del secretismo, se nota que es médico por vocación—. Hay que ser fuerte para pasar el filtro. Da igual que seas un genio de la música o que se te dé bien contar chistes. Da igual que tengas una cara como la de Han Zhi. Si no eres fuerte o no pareces capaz de llegar a serlo, te mandan de vuelta a la Tierra.

Noemí se acuerda del niño que vio al llegar y se pregunta si su familia habrá pasado el filtro. ¿Cómo debe de ser llevar a tus hijos al único sitio en toda la galaxia en el que crees que tendrán la oportunidad de crecer y que, una vez allí, te manden de vuelta?

—Yo nací aquí —continúa Ephraim—. Pero nunca he sido… un hombre de Bastión, por decirlo de alguna manera. Siempre he pensado que tiene que haber algo mejor que esto.

«Y lo hay, en Génesis», piensa Noemí, y está a punto de decírselo, pero se contiene. ¿Cómo presumir de las bondades de su planeta cuando sabe que ese hombre nunca llegará a conocerlas?

Cuando llegan a lo alto de la colina, ve una estructura de metal que hace las veces de puerto. Hay una docena de medtrams en su interior, suspendidos en el aire y esperando algún servicio de emergencia. Los reconoce del día anterior: son cápsulas blancas y largas, casi cilíndricas, con la punta afilada y varios anillos de luces rojas.

—Entonces robamos uno de estos, ¿no? —pregunta—. Nadie pararía un medtram, ¿verdad?

—Esperemos que no —responde Ephraim, tenso. Cuando Noemí y Abel lo miran, él levanta una mano. El brazalete que lleva alrededor de la muñeca parpadea con una luz roja. Ella sabe lo que está pasando antes de que él diga las palabras—: Ya vienen.