—¡Atención, enemigo a las doce! —grita la capitana Baz.
Noemí vira bruscamente hacia abajo y zigzaguea entre el metal retorcido de los mecas que acaban de destruir. Pero los buques Damocles siguen escupiendo más y más unidades, demasiadas para que su escuadrón pueda hacerse cargo de todas. Hoy solo han salido los voluntarios de la Ofensiva Masada, y encima para practicar. La idea no era enfrentarse en una batalla como esta y, tal como van las cosas, se nota.
Hay mecas por todas partes. Sus enormes exoesqueletos de ataque atraviesan las maltrechas naves de su escuadrón como una lluvia de meteoritos en llamas. A medida que se acercan, los exotrajes, que tienen apariencia de seudonaves afiladas, se transforman en criaturas monstruosas de extremidades metálicas capaces de atravesar las líneas de Génesis como quien atraviesa una hoja de papel.
De vez en cuando, alguno pasa fugaz junto a su nave y Noemí puede ver los mecas que viajan en su interior, las máquinas dentro de las máquinas. Tienen apariencia humana, lo cual a veces hace que a los novatos les cueste más disparar. Ella misma dudó durante su primera escaramuza, cuando le pareció ver a un hombre de unos veintitantos, con el pelo negro y la piel mulata como la suya; podría haber sido su hermano si Rafael hubiera tenido la oportunidad de crecer.
Aquel momento de duda, tan humano por otra parte, estuvo a punto de costarle la vida. Los mecas no vacilan. Van a muerte, siempre.
Desde entonces, ha visto la misma cara devolviéndole la mirada decenas de veces. Es un modelo Charlie, ahora lo sabe. Un guerrero varón estándar, despiadado e implacable.
«Hay veinticinco modelos en producción —les explicó Darius Akide, uno de los ancianos, el día que habló por primera vez en clase durante el adiestramiento—. Cada uno tiene un nombre que empieza por una letra distinta del abecedario, desde Bistró hasta Zebra. Todos los modelos tienen apariencia humana, excepto dos. Y todos son más fuertes que cualquier humano. Están programados con la inteligencia justa para poder cumplir con sus responsabilidades básicas. No es mucha, sobre todo en los modelos dedicados al trabajo manual, pero los guerreros que nos mandan a nosotros…, esos sí que son listos. Condenadamente listos. Mansfield solo los privó de los niveles más elevados de inteligencia, los que les podrían llevar a desarrollar una conciencia.»
Noemí abre los ojos como platos en cuanto la pantalla táctica de su caza se ilumina. Aprieta con fuerza los controles de las armas que lleva a bordo y dispara en cuanto tiene el meca a tiro. Durante una décima de segundo, le ve la cara («Una Reina, el modelo de guerrero femenino») antes de que el exotraje y el meca que contiene exploten en mil pedazos. No queda nada, solo fragmentos de metal. Bien hecho.
«¿Dónde está Esther?» Hace un par de minutos que no aparece en su campo visual ni ella en el de su amiga. Podría decirle algo, pero sabe que durante una batalla no se puede usar el intercomunicador para enviar mensajes personales. Solo le queda buscarla.
«¿Y cómo voy a encontrar a alguien entre semejante caos? —se pregunta mientras dirige la nave hacia un grupo de mecas y les dispara tan rápido como se lo permiten las armas. El fuego que recibe a cambio es tan brutal que, por un momento, la oscuridad del espacio se tiñe de un blanco cegador—. Las fuerzas invasoras no dejan de crecer. La Tierra se está volviendo cada vez más atrevida. No tienen intención de rendirse, ni ahora ni nunca. La Ofensiva Masada es nuestra única esperanza.»
De pronto, se acuerda del pobre chico que temblaba mientras corrían hacia sus cazas. Hace rato que su identificador no aparece en la pantalla. ¿Se habrá perdido? ¿Estará muerto?
Y Esther… Las naves de reconocimiento están prácticamente indefensas…
El clamor de la batalla que la rodea se detiene un instante y por fin puede activar el escáner en busca de la nave de su amiga. Cuando la localiza, experimenta un momento de euforia —está intacta, Esther está viva—, aunque enseguida frunce el ceño. ¿Adónde va?
Entonces se da cuenta de lo que acaba de ver y siente la descarga de adrenalina.
Uno de los mecas se ha alejado del campo de batalla. Ha dejado de luchar, así, sin más. Es la primera vez que ve un comportamiento como ese. El meca se dirige hacia el campo de escombros que hay cerca de la puerta. ¿Habrá sufrido algún error interno? Da igual. Por la razón que sea, Esther ha decidido seguir a ese estúpido cachivache, supone que para investigar qué se trae entre manos. El problema es que ahora está demasiado lejos de las tropas de Génesis que podrían protegerla. Si el meca encuentra lo que está buscando o su Damocles decide pasar a control manual, caerá sobre Esther en cuestión de segundos.
Las órdenes de Noemí le permiten defender a un compañero que se encuentre en grave peligro. Así pues, vira a la izquierda y acelera con tanto ímpetu que sale disparada contra el respaldo del asiento. Los disparos cegadores que la rodean se desvanecen hasta que su visión del espacio vuelve a ser nítida. La Puerta de Génesis aparece ante ella, rodeada de plataformas armadas. Cualquier nave que se acerque sin un código de la Tierra será destruida. Incluso desde el otro extremo de la galaxia, la Tierra mantiene a Génesis siempre a tiro de sus láseres.
A medida que acelera hacia la posición de Esther, Noemí presta cada vez menos atención a los sensores de la pantalla. Le basta con lo que ve desde la cabina de su caza. La nave de reconocimiento de su amiga revolotea alrededor del meca, usando los estallidos de energía de los sensores para confundirlo, pero no le sirve de mucho. Hasta ahora, el meca ha conseguido esquivarlos con destreza. Al parecer, se dirige hacia uno de los restos de basura cósmica, el más grande. No, no es basura cósmica, es una nave abandonada, una especie de vehículo civil. Noemí nunca había visto algo así: tiene forma de gota, más o menos del tamaño de un edificio de tres plantas y con una superficie reflectante que apenas ha perdido el brillo, a pesar del paso de los años. Invisible a simple vista, al menos hasta ahora.
«¿Pretende llevarla de vuelta a la Tierra?» La nave está abandonada, eso es evidente, pero no parece que tenga ningún desperfecto importante, al menos no desde lejos.
Si la Tierra la quiere, tendrá que impedírselo. Noemí se imagina a sí misma destruyendo el meca y capturando la nave con forma de gota para la flota de Génesis. Quizá podrían añadirle armas, convertirla en una nave de guerra. Dios sabe lo bien que les vendría.
Claro que el meca es una Reina o un Charlie, lo cual significa que le espera una buena refriega.
«Que así sea.»
Disminuye la velocidad a medida que se va acercando. Ya casi los tiene a tiro…
De pronto, el meca cambia de objetivo y se da la vuelta. Extiende los brazos del exoesqueleto y agarra la nave de reconocimiento de Esther como si fuera una planta carnívora y su amiga un insecto. Tal y como están posicionados, el meca debe de estar justo encima de Esther, mirándola directamente a los ojos.
«¡Armas!» Pero no puede dispararle al meca sin darle también a Esther. Si fuera otra persona, dispararía. Cualquier piloto capturado de esa manera puede darse por muerto, y si dispara, al menos podrá destruir al meca…
«… pero es Esther. Por favor, ella no…»
El meca libera un brazo, coge carrerilla con un movimiento sorprendentemente humano y atraviesa el casco de la nave de su amiga.
El grito de Noemí la deja sorda dentro de su propio casco. Da igual, no necesita oír; lo que necesita es salvar a Esther cuanto antes.
«Diez minutos. Los exotrajes tienen aire para diez minutos. Venga, venga, venga…»
El meca suelta a Esther y da media vuelta para retomar lo que estaba haciendo, pero de pronto se detiene. Por fin la ha detectado en el escáner. Noemí dispara antes de que la máquina tenga tiempo siquiera de apuntar.
Con un fogonazo de luz, el meca explota en un millón de chispas. Noemí atraviesa lo que queda de él y se dirige hacia Esther mientras cientos de esquirlas de metal impactan contra la cubierta de la cabina.
«¿Tenemos tiempo de volver al transporte? No, no mientras la batalla no haya terminado. Vale. La nave abandonada. Quizá pueda restaurar el soporte vital; o si no, seguro que tiene oxígeno para recargar las reservas de Esther. Material de primeros auxilios. Puede que hasta tenga una enfermería. Por favor, Dios, que tenga enfermería.»
Se siente como si le estuviera rezando a la nada, pero aunque Dios no le responde, seguro que ha escuchado sus súplicas. Por el bien de Esther.
Se le empaña un poco el visor, pero tiene que aguantarse las ganas de llorar o acabará con el casco lleno de lágrimas y cegada en el peor momento posible. Se muerde los carrillos y se dirige a toda velocidad hacia los restos de la nave de reconocimiento.
—Esther, ¿me recibes?
Silencio. Noemí sabe que está fuera del radio de comunicaciones del resto de sus compañeros. Aunque la capitana Baz se percate de su ausencia, no oirá sus transmisiones y, por tanto, no se le ocurrirá mandar ayuda. Incluso puede que ya hayan pasado a engrosar las listas de bajas.
—Saldremos de esta —le promete a Esther, y a sí misma, mientras acerca el caza a la nave de su amiga.
Por fin se hace una idea de la gravedad de los daños de la nave de reconocimiento, el metal está reducido a virutas, pero el casco de Esther parece estar intacto. ¿Se mueve? Sí, le parece que sí. «Está viva. Saldrá de esta. Solo tengo que llevarla hasta esa nave.»
Activa el cable de remolque y la pieza magnética se pega al casco del vehículo de Esther. Rápidamente, escanea la nave con forma de gota. Y ahí está, la puerta del hangar.
Las placas de la puerta se abren automáticamente, accionadas por sensores magnéticos. Noemí siente tal alivio que está a punto de echarse a llorar.
Siempre le ha parecido que sus plegarias no recibían respuesta, que ahí arriba nadie escuchaba sus súplicas. Pero parece que, después de todo, Dios no se ha olvidado de ella.